Выбрать главу

Estaba vacío.

El siguiente tenía escrito Seguimiento.

Vacío.

El otro: Facturas, Servicios Sociales. Unos veinte documentos: Ciudad de Österaker, su referencia: Helga Axelsson, nuestra referencia: Rebecka Björkstig; ciudad de Nacka, su referencia: Martin Huselius… Cada una de las facturas sumaba una respetable cantidad de dinero, al menos cien mil coronas. Annika miró apresuradamente los cuadernos de la estantería de arriba, todos con títulos como Rehab. de clientes, Viviendas seguras, Traslados al extranjero.

Todos vacíos.

El montón de papeles contenía datos personales, resoluciones de los tribunales y formularios de los servicios de la Seguridad Social. Datos confidenciales de personas cuyas vidas corrían peligro.

De espaldas a la estantería, Annika observó el resto de la habitación. Tenía que irse, ¿había pasado algo por alto?

El escritorio. Se acercó y tiró de los cajones. Todos cerrados con llave.

Vale, olvídalo, qué le vamos a hacer, pensó.

Thomas Samuelsson estaba sentado, apoyado contra la pared y con la cabeza entre las rodillas.

– ¿Está vivo? -le preguntó Annika, nerviosa.

– A duras penas -contestó entre dientes.

Ella abrió las tres cerraduras de la puerta principal y se puso de rodillas delante de él.

– Thomas -le dijo, y tragó saliva-, ellos regresarán en cualquier momento. Tenemos que salir de aquí. ¿Puede andar?

Él movió la cabeza negativamente, con el pelo como una cortina con manchas marrones.

– Páseme un brazo por los hombros, y yo tiraré de usted. Vamos.

Thomas hizo lo que ella le indicó. Pesaba más de lo que Annika esperaba; se le doblaban las rodillas con aquella carga. Le llevó hasta la puerta y la abrió de una patada. Fuera estaba casi oscuro. Dejó al hombre en las escaleras exteriores. Estaba muy atontado. Annika tenía las manos tan resbaladizas y temblorosas que se le cayeron las llaves en la hierba. Casi se echa a llorar. ¡Maldita sea! ¿Debería olvidarse de cerrar la puerta? Prestó atención por si oía ruido de coches: nada. Saltó por encima del hombre aturdido, recogió las llaves, volvió a pasar sobre él y llegó a la puerta. A Annika se le ocurrió que tal vez sería una buena idea cerrar la puerta del armario, así que echó a correr dentro de la casa y lo cerró; después, hizo lo mismo con las tres cerraduras, lo más aprisa que pudo. Levantó a Thomas y lo arrastró hasta el Toyota. Un gracioso bip-bip y las puertas del coche se abrieron. Lo soltó en el asiento delantero y corrió al otro lado, agarrando la llave con las dos manos para mantenerla derecha al darle al contacto. Alabado sea el Señor, el motor se puso en marcha inmediatamente. Aceleró, cambió a primera y salió por la cima de la colina.

Lo último que vio Annika por el espejo retrovisor fue otro coche que subía detrás de ellos.

Conducía siempre al frente, con el pánico invadiéndola y amenazándola con un nuevo ataque de ansiedad. La carretera llegó a una intersección y ella giró con brusquedad a la derecha. Thomas Samuelsson se ladeó hacia ella y tuvo que empujarle a su asiento otra vez. ¡Dios! ¿Cómo se las iba a arreglar para salir de allí? ¿En qué dirección estaba Estocolmo?

Se dirigió hacia abajo, imaginando que en algún momento daría con una vía conocida. A propósito, ¿cómo se llamaba aquella calle? ¿Mälarvägen?

Annika observó el espejo retrovisor y vio solamente faros de coches que no parecían perseguirla. Al dirigir la mirada a la carretera, se encontró con un semáforo. ¿Una carretera importante? ¡Viksjöleden! H izo otro giro a la derecha, dejando la casa de Rebecka tras ellos. Se dio cuenta de que estaba conduciendo en círculo, pero pasó por otra vía principal, Järfällavägen, y reconoció los alrededores. ¡Barkarby Factory Outlet! Casi podía oír a Anne Snapphane exclamando con regocijo: «Hoy es el Día del Outlet». Normalmente iban allí una vez en otoño y otra en primavera para comprar a precios de ganga chaquetas de cuero, zapatos deportivos y artículos poco convencionales procedentes de colecciones de muestrario. No sería ningún problema encontrar el camino a su casa desde allí. Tomó la E18 y enfiló a Estocolmo por la vía rápida.

De pronto, Thomas Samuelsson empezó a vomitar; se lo echó todo encima del abrigo y los pantalones y se dio un golpe con el salpicadero.

– ¡Joder! -exclamó Annika-. ¿Necesita ayuda?

Él se quejó y vomitó otra vez. Annika seguía conduciendo; buscaba desesperadamente una salida, pero no encontraba ninguna y se sentía atrapada e impotente.

Con la cabeza todavía contra el salpicadero, Thomas se llevó las manos a las sienes.

– ¿Qué demonios ha pasado? -preguntó con la voz muy débil.

– Rebecka y su compinche -respondió Annika-. Le dejaron sin conocimiento.

Él levantó los ojos hacia ella.

– ¡Eh! ¿Y usted qué hace aquí?

Annika mantuvo la vista en la carretera. El tráfico era cada vez más denso.

– Yo les oí encerrarle en el armario. Cuando se fueron a buscar el coche, le liberé. Tiene conmoción cerebral. Debería verle un médico. Le llevaré a Sankt Göran.

– No -protestó Thomas sin mucha convicción-; estoy bien. Me duele la cabeza, eso es todo.

– Eso es una insensatez de las gordas -le regañó Annika-. Podría tener alguna contusión o una hemorragia. No hay que hacer el tonto con cosas tan serias como ésta.

Annika se confundió un poco con las salidas a la E4, pero finalmente consiguió volver al buen camino en Järva Tavern. Luego, se dirigió a Hornsberg, se detuvo junto a Urgencias y aparcó el coche. Tenía las manos firmes cuando quitó la llave de contacto, aliviada por haber escapado del peligro.

Estaba oscuro. Una farola amarilla lo teñía todo de un tono sepia.

– No puedo entrar así -se lamentó Thomas, señalando el abrigo, todo sucio.

– Lo guardaremos en el maletero -sugirió Annika, y fue a abrir la puerta del otro lado.

– Vamos, levántese; yo le echaré una mano.

El hombre se puso de pie. Estaba lleno de vómitos.

– Le quitaré este abrigo -dijo Annika, y tiró de él.

Thomas se balanceó ligeramente.

– ¿De dónde salió usted? -preguntó Thomas, mirando a Annika como si fuera un fantasma.

– Luego se lo cuento todo; ahora vamos dentro.

Annika se pasó un brazo de Thomas por los hombros y con el suyo le rodeó la cintura para llevarle a la sala de urgencias. La recepcionista le recordó a la de Katrineholm, donde estaba su abuela: el mismo estilo, la misma ventanilla de cristal.

– Los pantalones -dijo Thomas-; también están manchados de vómito.

– Iremos al baño y los limpiaremos.

– Hola, este hombre, Thomas, ha recibido un golpe en la cabeza; ha estado inconsciente durante unos minutos, ha vomitado y le duele la cabeza. Está un poco aturdido y desorientado.

– Tienen suerte -dijo la señora-. En este momento no estamos tan ocupados, así que pueden entrar enseguida. Necesito su número de identidad.

– Mis pantalones -susurró Thomas.

– Estupendo -dijo Annika-. Lo que pasa es que tiene que ir antes al baño…

Annika esperó a Thomas. La exploración no llevó apenas tiempo: se encontraba en buen estado, no había síntomas clínicos de daño cerebral y estaba bastante lúcido. El médico le acompañó hasta la sala de espera.

– ¿Voy a necesitar mucho descanso? -preguntó Thomas.

El médico sonrió.

– No, no será necesario. La actividad física normal es beneficiosa. Ayuda a que desaparezcan los dolores de cabeza y la fatiga.

Annika y Thomas volvieron al coche, ambos exhaustos y relajados.

– La llevaré a su casa -dijo Thomas, dirigiéndose al asiento del conductor.

– De ninguna manera -replicó Annika-. Nada de conducir hoy. Yo le llevaré a usted a su casa.

La respuesta se le escapó a Thomas antes de poder evitarlo: