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– No quiero ir a mi casa.

Annika le miró sin mostrar ninguna sorpresa. Le observó con una expresión que él no podía comprender, analizando la situación.

– De acuerdo -dijo ella finalmente-, iremos a la mía. Necesita pasar un tiempo recuperándose antes de volver a ponerse al volante.

Él no protestó, se sentó al otro lado y se abrochó el cinturón de seguridad. Una idea la vino a la mente: él nunca se sentaba allí, Eleonor nunca conducía su coche, ella conducía el BMW.

Salieron hacia Fridhemsplan. Thomas miraba por la ventanilla en silencio. Tantas luces que brillaban, tanta gente anónima. ¡Había tantos modos distintos de vivir la vida! ¡Tantas alternativas!

– ¿Le duele mucho la cabeza? -preguntó Annika.

Él la miró y le sonrió levemente.

– Sí, mucho.

Por extraño que pareciese, había plazas de aparcamiento libres cerca de la casa de Annika.

– Hoy toca servicio de limpieza -explicó ella-. Cualquiera que aparque aquí después de medianoche puede recibir una multa de cuatrocientas coronas.

Thomas le rodeó los hombros con un brazo para apoyarse cuando ella le ayudó a subir las escaleras. Para ser tan menuda, Annika resultaba fuerte. Él notó bajo la mano los pechos de la mujer.

El apartamento estaba totalmente pintado de blanco: el suelo de madera se había desgastado con el uso.

– El edificio fue construido en 1880 -le contó Annika, mientras colgaba sus cosas-. El propietario se arruinó durante el crack inmobiliario de 1990, así que lleva sin hacer reformas bastante tiempo. ¿Te apetece un café?

Thomas se pasó las manos por los húmedos pantalones, preguntándose si olerían mal.

– Sí, me apetece. O vino, si tienes.

Annika se quedó pensando, con la espalda recta, los ojos claros.

– Creo que en alguna parte tengo un tetra-brik de vino blanco abierto, pero no estoy segura de que sea bueno para ti tomar bebidas alcohólicas ahora, ¿qué te parece?

Thomas le dirigió una sonrisa un poco confusa y se echó el pelo hacia atrás; notó los cinco puntos que le habían dado. Se estiró la corbata y se alisó la chaqueta.

– Pues me parece que será bueno -contestó-. La actividad física normal es beneficiosa, ya sabes.

Annika se dirigió a la cocina y Thomas se quedó en el salón, ligeramente grogui e inseguro de sí mismo, observando el entorno. Qué habitación tan rara. Paredes blanco mate, cortinas blanco puro, un sofá, una mesa, un aparato de televisión, un teléfono. Aparte de eso, el gran salón estaba desnudo. Una ventana rota había sido reparada con una bolsa de papel de una tienda de comestibles, y la corriente hacía que las níveas cortinas se hincharan. El suelo era gris mate, suave como la seda.

– Adelante, siéntate si quieres -dijo Annika, que traía una bandeja con vasos, tazas altas para el café, un tetra-brik y una cafetera. Se movía con gracia y habilidad al poner la mesa. La gruesa cadena de oro que llevaba al cuello le llegaba casi a los senos.

Thomas se sentó. El sofá no era particularmente cómodo.

– ¿Te gusta vivir aquí?

Annika se sentó junto a él y se sirvió una taza de café; a él le puso vino, y suspiró.

– Más o menos -contestó-. A veces.

Cogió la taza y miró el contenido en silencio.

– Antes me encantaba -siguió diciendo en voz baja-. Cuando me mudé aquí pensaba que era fantástico. Todo era tan ligero que parecía flotar. Luego… las cosas cambiaron. No el apartamento, otras circunstancias, mi vida…

Dejó de hablar y tomó un poco de café; Thomas bebió un sorbo de vino, que resultó ser sorprendentemente bueno.

– ¿Y tú? -preguntó ella, levantando la mirada hacia él-. ¿Eres feliz?

Thomas estuvo a punto de sonreír, pero decidió no tomarse esa molestia.

– La verdad es que no. Estoy harto de mi vida.

Se tomó un largo trago de vino, asombrado de su propia franqueza. Annika sólo movió la cabeza de arriba abajo y no preguntó por qué.

– ¿Qué hacías en Järfälla?

Con aquel dolor punzante de cabeza, Thomas cerró los ojos e intentó recordar la razón.

– La factura de Paraíso -dijo-, ¿la he traído? Yo la llevaba cuando fui a la casa. Trescientas veintidós mil coronas por la protección de un cliente durante un periodo de tres meses. Llegó por fax esta mañana, a pesar de que la mujer en cuestión ya estaba muerta. ¡Qué impostores de mierda!

– Yo no he visto la factura, sólo te oí a ti mencionarla -dijo Annika-; por otra parte, no miré bien en el armario. ¿Has buscado en los bolsillos de la chaqueta?

Al instante Thomas tanteó en los bolsillos exteriores: nada. Exploró en el bolsillo interior, encontró un papel doblado y lo sacó.

– Aquí está. Gracias a Dios.

Repasó los números brevemente, dobló el papel y miró a Annika.

– ¿Qué ocurrió en realidad? -preguntó él-. ¿De dónde saliste?

Ella se levantó para ir a la cocina.

– Creo que tomaré un poco de vino yo también -dijo, y regresó con otro vaso.

– Bueno -empezó-, yo iba a llamarte. Había destapado un montón más de chanchullos de nuestra amiga Rebecka Björkstig. Ha usado varios nombres diferentes y es sospechosa de graves fraudes en relación con todas sus quiebras.

Annika se sirvió vino del tetra-brik en su vaso y a él le echó más en el suyo.

– Esta mañana me llegó un llavero por correo. He estado en contacto con una mujer que ha tenido mucho que ver con Paraíso: vivía en la casa de Olovslund. Ella y su familia se marcharon el viernes y me envió las llaves desde algún sitio por ahí en medio de Norrland. Yo me fui derecha a Järfälla.

Thomas la contemplaba atónito.

– ¿Así que usaste las llaves y entraste? ¿No había nadie allí?

Annika movió la cabeza negativamente.

– No, pero aparecieron al poco tiempo de llegar yo. Me escondí arriba, en el desván. Entonces apareciste tú y las cosas se liaron. Creo que te pegaron en la cabeza con una sartén. Rebecka y el tío con el que estaba salieron a buscar un coche, yo te arrastré hasta tu Toyota y nos largamos de allí.

En un intento de ordenar sus ideas, Thomas se frotó la frente.

– ¿O sea que tú ya estabas allí cuando yo llegué?

– Sí, claro.

– ¿Me arrastraste desde el armario y me sacaste de la casa?

– Así es. Y luego cerré con llave tanto el armario como la puerta principal antes de irnos, así que puedes imaginarte la cara que habrán puesto cuando hayan ido a buscarte.

Annika hizo una mueca y Thomas la observó unos segundos, hasta que soltó una carcajada.

– ¿Cerraste la puerta del armario? ¿Y la principal también?

– Las tres cerraduras.

Se echaron a reír los dos, y siguieron riéndose cada vez más fuerte. Él aullaba de risa; ella se desternillaba hasta llorar.

– ¡Qué cosa más increíble! -exclamó él.

– Supongo que pensarán que te has desmaterializado.

Tomás se fue calmando, y las carcajadas pasaron a risillas.

– ¿Que yo me he qué?

– Desmaterializado, desintegrado, digitalizado. El modo en que viajaremos en el futuro. Te desmaterializas y, por medio de un ordenador, te transportas de un lugar a otro: es rápido y no daña al medio ambiente. Piensa en las posibilidades que ofrece para viajar al espacio exterior. Será muy práctico.

Thomas la miraba fijamente. ¿De qué hablaba?

– Debe de haber de diez mil a cien mil civilizaciones ahí fuera tan desarrolladas como la nuestra, o incluso más, sólo en la Vía Láctea -continuó Annika-. Los científicos opinan que la vida evoluciona más fácilmente de lo que antes se creía. Puede que no sea un proceso tan complicado. Con las condiciones adecuadas, se pueden crear vidas todo el tiempo. Lo único que hace falta es agua en estado líquido.

Sorprendido, Thomas se rió.

– ¡Vaya tren bala que tienes en el cerebro a la hora de pensar! ¿Cómo demonios te explicas todo eso?

– Yo me pregunto cómo serán ellos -dijo Annika-. Imagínate el día en que lleguemos a conocerlos. Será fantástico. Piensa en los nuevos alimentos que podremos probar. Yo estoy cansada de las zanahorias y las patatas. Montones de verduras desconocidas. Debe de haber tropecientos nuevos mundos por ahí. Yo estoy harta de éste.