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Annika se quedó callada, y ya no se reía.

– ¿Y eso por qué? -quiso saber Thomas.

Ahora muy seria, le miró directamente a los ojos.

– Y tú, ¿por qué te sientes así? -preguntó ella, a su vez, aludiendo a la queja anterior de Thomas.

Él suspiró quedamente y apuró el vino de su vaso; se sentía un poco más borracho de lo conveniente.

– A mí ya no me gusta mi vida -dijo.

Por alguna razón, le parecía muy fácil contárselo todo: sabía que ella le entendería y que no iba a juzgarle. La miró: Annika estaba cansada, quizá demasiado flaca. Tenía las manos entrelazadas en el regazo.

– Quiero a mi mujer -explicó Thomas-; tenemos una casa agradable; vivimos con desahogo, contamos con un montón de amigos, yo trabajo en un campo de mi elección, que me gusta, pero…

Se calló, titubeó, suspiró, toqueteó la corbata, se la quitó, la dobló y la dejó en el sofá.

– Queremos cosas diferentes -añadió-. Ella, centrarse en su carrera profesional en el banco, un puesto directivo. Opina que tiene que darse prisa porque cumplirá cuarenta años esta primavera.

Se quedaron un rato en silencio.

– ¿Cómo os conocisteis? -preguntó Annika.

Thomas suspiró, sonrió y, para su mortificación, se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Era hermana de un tío del equipo de hockey, mucho mayor que él. Algunas veces nos llevaba en coche a los entrenamientos y a los partidos. Guapa. Guay. Tenía permiso de conducir.

Tratando de mantener sus emociones sentimentales bajo control, Thomas se echó a reír.

– ¿La mujer de tus fantasías secretas? -preguntó Annika, y se ruborizó un poco.

– Podría decirse así. A veces pensaba en ella justo antes de dormir. Una vez que iba yo a pasar la noche en casa de mi amigo Jerker, la vi salir del baño sólo con las bragas y el sujetador. Estaba magnífica. Esa noche me hice pajas como un loco.

Se rieron a la vez.

– ¿Y cómo ligasteis?

Thomas se fijó en su vaso vacío, pensando que en realidad no debía beber más, al mismo tiempo que se servía el vino que quedaba en el tetra-brik.

– El verano que cumplí diecisiete años, un grupo de chicos íbamos a viajar por Europa con Inter Rail. Se suponía que todos buscarían un trabajo temporal para ahorrar algún dinero y salir a mediados de julio. Tenía que haber previsto lo que iba a pasar…

Annika sonrió.

– Nada de trabajos temporales.

– Excepto yo, por supuesto. Mis padres eran los dueños de los almacenes de alimentación ICA, así que no me quedaba más remedio. Y estaba en la sección de delicatessen. Además, yo trabajaba los fines de semana y en vacaciones, así que en julio tenía mucho dinero.

– Pero ningún compañero de viaje -añadió Annika.

– Y mi madre no me dejaba ir solo. Estaba desesperado, daba portazos y me negaba a hablar con mis padres y con mis amigos. El mundo era un asco. Pero, entonces, ocurrió el milagro.

Thomas cogió la corbata y la desdobló.

– El novio de Eleonor, un insoportable señorito de clase alta, rompió con ella antes de un viaje a Grecia que iban a hacer juntos. Eleonor rompió los billetes y se los tiró a la cara. Decidió viajar por Europa con Inter Rail, algo a lo que su ex novio no se habría rebajado nunca, pero no quería ir sola.

Annika se puso la corbata de Thomas y le animó a seguir.

– Así que te convertiste en su escolta.

Él tiró de la corbata, ella simuló que la había estrangulado y se rieron los dos. Se quedaron un rato en silencio y Annika se quitó el improvisado lazo.

– ¿Y qué pasó?

Thomas bebió un poco de vino.

– Eleonor no era muy simpática al principio. «Podemos ir juntos hasta Grecia; luego, ya veremos», eso fue lo que me dijo. Nos equivocamos de tren en Múnich y terminamos en Roma, con un calor tórrido, 40 grados a la hora que llegamos. Mientras yo iba a comprar agua, una banda de delincuentes juveniles robó a Eleonor. Cuando regresé, estaba furibunda conmigo, con Italia y absolutamente con todo. Yo me sentía avergonzado de no haber podido protegerla. Encontramos una habitación cutre, que pagué yo, cerca de la estación y nos emborrachamos como cubas. Íbamos tambaleándonos por la calle, cada uno con una botella de Chianti, de esas que van cubiertas con una funda. Eleonor se puso a aullar como loca y dio el espectáculo, abrazándose a todos los desconocidos y colgándose de mí. Yo intentaba arrimarme a ella todo lo que podía. Las cosas no fueron mal hasta que llegamos a Piazza Navona. Eleonor decidió darse un baño en la fuente, como Anita Ekberg.

– Se equivocó de fuente -dijo Annika.

– Y de hora también. Había siete mil hinchas de fútbol borrachos en la plaza y, cuando la camiseta de Eleonor se empapó, se transparentó completamente. Intentaron arrancarle la ropa, literalmente; casi la violan allí mismo, en la fuente.

Annika sonrió y le apremió a seguir.

– Pero tú la salvaste.

– Yo grité igual que el chef de la película de Disney La dama y el vagabundo: Sacramento idioto, voy a darte un puñetazo en la nariz. La saqué de la fuente y la arrastré al hotel.

– ¿Y os fuisteis juntos a la cama?

– Desgraciadamente no. Eleonor se pasó toda la noche vomitando. Al día siguiente estaba blanca como el papel. Pasamos la mañana en la comisaría, denunciando el robo, y la tarde en la Embajada de Suecia, consiguiendo un pasaporte provisional. Esa noche nos fuimos a la A1 con la intención de hacer autostop hacia el norte y volver a casa. Estuvimos siglos en la carretera, con aquel calor horroroso, y casi morimos intoxicados de monóxido de carbono. Al final nos recogió un tipo bajo y rechoncho con un coche rojo. Tenía una resaca como la de Eleonor y no hablaba ni una palabra de ningún idioma conocido. Se metió en la primera área de servicio que encontramos, nos hizo señas de que le siguiéramos y se fue muy decidido al bar. Pidió tres vasos de algo rojo y denso, lanzó una exclamación y se bebió todo el vaso de un trago. Después de dejarlo en el mostrador dando un golpe, nos dirigió una mirada autoritaria al tiempo que agitaba los brazos y decía Prego, prego! Teníamos mucho miedo de que nos dejara tirados si no le obedecíamos, así que bebimos aquella cosa repugnante y volvimos al coche. En cada área de servicio ocurría lo mismo: tres vasos, arriba, golpe en el mostrador. Pronto empezamos a cantar mientras viajábamos. Estaba muy oscuro. Bien entrada la noche llegamos a esa fabulosa ciudad que está en la cima de una montaña muy alta. Perugia, dijo el hombre, y nos buscó alojamiento en casa de un amigo suyo, el panadero. Nos pusieron en una habitación abuhardillada, encima de la panadería; el papel de la pared tenía un estampado de rosas. Hicimos el amor. Para mí era la primera vez.

Thomas se calló. Los recuerdos revoloteaban por el salón como suspiros. Annika tragó saliva y se sintió simultáneamente cercana y distante, y con una impresión de pérdida y dolor.

– La primavera pasada recorrimos la zona vinícola de la Toscana. Un día fuimos a Umbría. Volver a Perugia fue muy extraño; aquel lugar había representado siempre algo especial para nosotros. Fue allí donde nos convertimos en una pareja. No nos hemos separado ni un solo día desde entonces.

Una vez más, Thomas se quedó callado.

– ¿Y qué pasó? -quiso saber Annika.

– Que no reconocimos nada. Nuestra Perugia era una tranquila ciudad medieval, con edificios de piedra, como un telón de fondo pintado en lo alto de una montaña. La Perugia real era una ciudad productiva, vital, animada, con universidad. Yo estaba fascinado: Perugia era igual que nuestra relación, algo que había comenzado como una fantasía y había evolucionado hacia una unión productiva, vital e intelectual. Yo quería quedarme, pero Eleonor estaba consternada. Le parecía que la habían engañado. No encontró un matrimonio dinámico en lo que se había convertido Perugia; ella había perdido su sueño.