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Permanecieron en silencio durante un rato.

– ¿Y por qué no reconocisteis nada?

Thomas suspiró.

– Probablemente porque nunca habíamos estado allí antes. El hombre del coche estaba tan borracho que podría haberse confundido, o quizá nosotros le entendimos mal. Podíamos haber estado en cualquier ciudad de Umbría: Asís, Terni, Spoleto…

Annika veía cómo luchaba Thomas con sus recuerdos, inclinado hacia delante, con los codos en las rodillas, el rebelde y brillante pelo rígido debido a la sangre, y tuvo que reprimir el impulso de ponérselo hacia un lado. ¡Qué hombre más atractivo era!

– ¿Tienes hambre? -le preguntó.

Él la miró, desconcertado durante un momento.

– Sí -contestó.

– Yo hago una pasta sencilla con salsa preparada -dijo Annika-. ¿Te parece bien?

Él estuvo de acuerdo, por supuesto.

Annika fue a la cocina y echó una mirada por la ventana. Alguien estaba cagando en el apartamento de huéspedes. Sacó un paquete de tallarines y un bote de salsa de tomate al estilo italiano y puso a hervir una olla con agua. Thomas estaba en la puerta, apoyado en la jamba.

– ¿Todavía un poco aturdido?

– Creo que es el vino. Qué buena cocina de gas tienes.

– Es un modelo de 1935.

– ¿Dónde está el baño?

– Tienes que bajar medio tramo de escaleras. Ponte los zapatos, el suelo está hecho un asco.

Annika puso la mesa y se planteó la posibilidad de poner servilletas, pero se detuvo y analizó la cuestión. ¿Servilletas? ¿Cuándo había usado ella servilletas? ¿Por qué tenía que empezar ahora? ¿Para impresionar a alguien? ¿Para hacer teatro?

Cuando regresó Thomas, ella estaba escurriendo la pasta. Le oyó quitarse los zapatos y carraspear. Al entrar en la cocina, Annika se dio cuenta de que ya tenía un poco de color en las mejillas.

– Interesante emplazamiento el del baño -dijo Thomas-. ¿Cuánto tiempo dijiste que llevabas aquí?

– Dos años. Y luego alguno más. ¿Quieres servilleta?

Él se sentó a la mesa.

– Sí, por favor.

Annika le dio una de papel amarillo brillante, recuerdo de la Pascua anterior. Thomas la desdobló y se la puso en el regazo, era lo natural. Ella dejó la suya doblada junto al plato.

– Buena, la pasta -dijo Thomas.

– No estás obligado a decir nada.

Se tomaron la comida, hambrientos y silenciosos. A veces se cruzaban sus miradas y sonreían. Bajo la estrecha mesa de cocina, todo el tiempo se chocaban las rodillas de ambos.

– Yo fregaré los platos -se ofreció Thomas.

– No hay agua caliente -dijo Annika-; yo lo haré después.

Dejaron los platos y volvieron al salón, con un silencio distinto entre ellos, una especie de vibración en el diafragma de Annika. Se quedaron paralizados uno a cada lado de la mesa.

– Y tú ¿qué? -preguntó él-. ¿Has estado casada alguna vez?

Ella se hundió en el sofá.

– Comprometida -contestó.

Thomas se sentó junto a Annika; la distancia entre ellos se hizo sentir.

– ¿Por qué terminó? -preguntó Thomas con una voz amable y que denotaba interés.

Intentando sonreír, Annika respiró profundamente. La pregunta era tan amistosa, tan normal ¿Por qué terminó? Ella deseaba encontrar las palabras.

– Porque…

Carraspeó y dio unos golpecitos en la mesa con los dedos. Una pregunta normal se merecía una respuesta normal.

– ¿Qué hay de malo? ¿Es que te dejó?

La voz de Thomas era tan agradable y tan cargada de compasión que dentro de ella se rompió un dique: las lágrimas comenzaron a caerle por la cara; se dobló hacia delante y se llevó las manos a la cabeza; no podía evitarlo. Annika detectó la sorpresa del hombre e intuyó lo incómodo y violento que se sentía, pero tampoco podía hacer nada a ese respecto.

Se va a marchar, pensó Annika, se va a marchar y no va a volver nunca más, como es lógico.

– ¿Qué pasa? -dijo él.

– Lo siento, no pretendía… -sollozó.

Thomas le dio unas palmaditas en la espalda y le acarició el pelo unas cuantas veces.

– Escucha, Annika, dime qué ocurre.

Ella trató de calmarse y de respirar con normalidad, pero los mocos le llegaban a las rodillas.

– No puedo decírtelo -dijo-. Sencillamente, no puedo.

La agarró por los hombros y la volvió hacia sí. Instintivamente, ella apartó la cara.

– Debo de estar horrible -farfulló.

– ¿Qué pasó con tu novio?

Annika se negaba a mirarle.

– No puedo decírtelo -respondió-. Me odiarías.

– ¿Odiarte? ¿Por qué?

Ella le miró, sabiendo que tenía la nariz colorada y las pestañas pegadas. Thomas tenía cara de preocupación, le brillaban los ojos. Le importaba, realmente quería saberlo. Ella bajó la mirada, respirando con la boca abierta, dudando, dudando, armándose de valor.

– Le maté -suspiró Annika, mirando el suelo.

El silencio se hizo enorme. Thomas se puso tenso a su lado.

– ¿Por qué? -preguntó en voz baja.

– Me pegaba. Casi me estrangula. Tenía que dejarle o me habría matado. Cuando rompí con él, cogió un cuchillo y mató a mi gato. Estuvo a punto de asesinarme. Yo me defendí y él se golpeó contra una vieja estufa al caerse.

Annika miraba fijamente al suelo, notando la distancia entre ellos.

– ¿Y murió?

La voz de Thomas era diferente ahora, amortiguada.

Annika asintió, con lágrimas rodándole por las mejillas.

– Si supieras lo horrible que fue -dijo-. Si pudiera cambiar algo de mi vida, sería ese día, el golpe.

– ¿Te juzgaron?

¿Distante? ¿Remoto?

Otro movimiento afirmativo de la cabeza.

– Me condenaron por homicidio involuntario y me ofrecieron la libertad condicional. Tuve que ver a un terapeuta durante todo un año, porque el oficial de la condicional pensó que necesitaba ayuda psicológica. Pero fue inútil. Mi terapeuta era un caso perdido. No he vuelto a sentirme bien desde entonces.

Annika dejó de hablar, cerró los ojos y esperó a que Thomas se levantara y se marchara. Lo hizo. Ella escondió la cara entre las manos y esperó a oír el sonido de la puerta de la calle. Un foso se le abrió bajo los pies, una monumental desesperación, el vacío, la soledad, Oh, Dios, ayúdame.

Pero, en lugar de eso, sintió su mano acariciándole el pelo.

– Toma -dijo, pasándole una servilleta-. Suénate la nariz. -Luego se sentó de nuevo a su lado-. ¿Sabes?, para serte sincero -dijo Thomas-, matarlos no debe de ser tan malo.

Annika levantó la cabeza. Y él le dedicó una lánguida sonrisa.

– Soy trabajador social -continuó-. Llevo siete años trabajando en Servicios Sociales. He visto de todo. No eres la única.

Ella parpadeó.

– Las mujeres pueden terminar viviendo un infierno -dijo-. En mi opinión, no deberían sentirse culpables. Fue en defensa propia. Mala suerte que te encontraras con ese hijo de puta. ¿Cuántos años tenías tú cuando empezasteis a salir?

– Diecisiete -contestó Annika en un susurro-. Diecisiete años, cuatro meses y seis días.

Thomas le acarició la mejilla.

– Pobre Annika -dijo-. Te mereces algo mejor.

En un instante se encontró junto a él, con la mejilla apoyada en su pecho, oyendo el latido de su corazón, y entonces él la rodeó con sus brazos. Un abrazo cálido y grande.

– ¿Cómo pudiste salir adelante? -le susurró junto a su cabello.

Ella cerró los ojos y escuchó su corazón, latiendo de vida, palpitante.

– Caos -respondió ella, hundiendo aún más la cara en su pecho-. Al principio todo fue un caos. No podía hablar, no podía comer, no podía beber. Estaba aturdida, todo… era un desastre. Entonces lo comprendí, todo se vino abajo, me desmoroné, nada funcionaba. No me atrevía a dormir. Las pesadillas eran interminables. Finalmente, me ingresaron en un hospital durante unos días. Fue entonces cuando el oficial de la condicional me obligó a ver a un psicólogo…