Observó la redacción. El trabajo del día estaba en marcha. Los reporteros hablaban por teléfono, los editores aporreaban los teclados; miraban, evaluaban, le daban al ratón y hacían cambios. Muy pronto, recorrería los cuarenta y cinco metros que le separaban de la espaciosa oficina en chaflán del redactor jefe; hombre poderoso, cuando Schyman pasaba las conversaciones se acallaban, las miradas se volvían atentas, la gente se sentaba con la espalda recta.
¿A qué estaban dispuestos los hombres poderosos para conservar ese poder? Por la comisura de los ojos vio que los demás ya iban hacia la reunión, encaminándose con sus chaquetas de fieltro hacia la zona de los directivos: el acogedor pasillo, las salas con vistas y mucho espacio. Él les siguió y, cuando entró en la habitación, los otros se sentaron y aguardaron en silencio.
– Empecemos de una vez -dijo, mirando a Sjölander-. La sección de sucesos. ¿Cómo va la historia sobre la mafia serbia? ¿La mujer de Bosnia asesinada en Sergel-storg tiene algo que ver en todo esto?
Todas las miradas convergieron en Sjölander, que se enderezó.
– Es posible. Los dos cadáveres del camión quemado han sido identificados. Eran dos chavales jóvenes, de diecinueve y veinte años respectivamente, procedentes de un campamento de refugiados en Upplands Väsby, al norte de Estocolmo. Estuvieron un tiempo desaparecidos, y tanto la policía como los responsables del campamento creyeron que habían escapado para evitar que los deportaran. Pero no era el caso. Uno de los chavales pudo ser identificado por su historial dentaclass="underline" acudía a la consulta del odontólogo desde que llegó aquí. Aún no se ha confirmado la identidad del otro, pero todo apunta a que es el amigo desaparecido del muchacho identificado. La policía sospecha que puede existir una relación entre la mujer asesinada y los chavales.
– ¿Por qué? -preguntó Schyman-. ¿También ellos eran bosnios?
– No -dijo Själander-. Eran albaneses de Kosovo. Pero Aida, la mujer asesinada, estuvo en el mismo campamento de refugiados. Aunque, eso fue mucho antes de que los chicos vivieran allí, el personal afirma que ella se pasaba de vez en cuando de visita. De modo que pudo conocer a los dos muchachos.
El redactor jefe se echó hacia atrás.
– ¿Y qué nos dice todo eso a nosotros? ¿De qué va realmente esta historia?
Todos le observaron, en expectante silencio, sin saber muy bien qué decir. Schyman los abarcó a todos con la mirada, a la Panda del Fieltro, a los jefes de los diferentes departamentos: los de artículos de opinión, los de espectáculos, sociedad, deportes, también Torstensson estaba allí y el jefe de la sección de arte.
– Ha habido cinco muertes en poco más de una semana -dijo Schyman-. Todas han sido extremadamente espectaculares. Primero los dos jóvenes de Frihamnen con disparos en la cabeza desde larga distancia, con una poderosa arma de caza. Luego los pobres diablos del camión, torturados hasta la muerte, cortados en pedazos. Y por último la mujer de Sergelstorg, asesinada a bocajarro en medio de cinco mil testigos. ¿Qué nos está diciendo todo esto?
Todos le miraron.
– Poder -dijo finalmente-. Es una lucha por el poder. Quizá por motivos de dinero o de influencias, tanto políticas como de bandas criminales, el poder sobre la vida y la muerte. Dudo que esto haya terminado realmente. Sjölander, quiero que sigamos este asunto.
Todos asintieron, todos se mostraron de acuerdo con él. Lo percibió claramente.
Poder. Schyman estaba a punto de ganárselos.
El techo flotaba sobre ella, brillante en la penumbra. Por un segundo permaneció así, preguntándose dónde se encontraba, dejándose colmar por esa sensación de embriaguez, un sentimiento de absoluta felicidad. Y entonces cayó en la cuenta de que había algo que fallaba.
Annika se sentó de golpe en la cama, puso la mano en la almohada de al lado para comprobar que realmente él ya no estaba allí. El vacío fue un golpe, un dolor frío y penetrante.
Thomas se había ido. Había vuelto a casa con su mujer, que se llamaba Eleonor. Eleonor Samuelsson.
Saltó de la cama para ver si le había dejado escrito algún mensaje, algunas palabras sobre su encuentro, o al menos la promesa de una pronta llamada. Buscó en la cocina, en el hall, en la sala de estar, revolvió la ropa de cama, miró debajo de las almohadas -un papel puede caerse en cualquier parte-, debajo de la cama, siguió buscando.
Nada.
Annika trató de poner orden en todas las sensaciones que se le acumulaban: alegría, traición, vacío, confianza, exultante embriaguez.
Se acostó entre las sábanas y colchas revueltas, y volvió a fijar la vista en el techo.
Júbilo. Nunca antes había sentido júbilo, no de aquella manera al menos. Con Sven el amor siempre había tenido un trasfondo oscuro, inquietud, obstinación en buscar la felicidad.
Esto era diferente. Cálido, tranquilo, extraño, fantástico.
Se puso de lado y recogió las piernas. El esperma de Thomas aún seguía allí, pegajoso entre sus muslos. Atrajo el edredón hacia sí y aspiró su perfume.
Thomas Samuelsson, el burócrata.
Lanzó una fuerte carcajada y dejó que aquella sensación chispeante siguiera burbujeando.
Thomas Samuelsson, el hombre de cabello reluciente y espalda ancha, una boca que podía besar, acariciar, chupar y morder.
Se hizo un ovillo, balanceándose y tarareando.
Lo sabía. Estaba completamente segura. Lo quería. Thomas Samuelsson, el burócrata.
Se incorporó y cogió el teléfono.
– Lo siento, Thomas Samuelsson no está -le dijo la recepcionista del Ayuntamiento de Vaxholm-. Ha sido víctima de un ataque. Estamos todos muy preocupados.
Annika sonrió para sí misma. Sabía que el funcionario no corría ningún peligro. Dio las gracias y colgó. Sostuvo el auricular en la mano durante algunos segundos, dudando. Luego marcó el número, las ocho cifras, el número de su casa. Esperó con el corazón galopante, mientras el aparato sonaba. Pronto él estaría de nuevo con ella, pronto, muy pero que muy pronto. Sonrió, empezaba a tener calor.
– Samuelsson.
Ella estaba en casa. Eleonor no había ido al banco, se había quedado con él.
– ¿Hola? ¿Quién es? ¿Qué quiere?
Annika volvió a colgar el auricular lentamente, la boca seca. Mierda, mierda, mierda. Amainó aquel trémulo deseo, y la soledad aporreó su puerta.
Se los imaginó juntos, el hombre al que conocía y la figura indefinida de una mujer, la mujer de sus sueños de juventud. Tragó saliva, la roía cierta sensación de fracaso. Se puso la ropa de jogging, dio una vuelta, fue hasta el baño, luego a la cocina e hizo café, volvió a la sala de estar y cogió los apuntes y el teléfono.
Thomas Samuelsson y su mujer. Mierda, mierda, mierda.
Llamó a Anne Snapphane. No estaba en casa. Llamó a su madre. Nadie respondió. Luego al hospital de Kullbergska: la abuela dormía.
– Iré a verla esta noche -le dijo a la recepcionista.
Luego marcó el número directo de Berit Hamrin. Nadie respondió. Probó con Anders Schyman. Llamaba y llamaba. Estaba a punto de colgar cuando él respondió, un poco agitado.
– ¿Ocupado? -preguntó ella.
– Acabo de salir de una reunión. ¿Qué tal estás?
Sintió el ramalazo de la mala conciencia: se suponía que estaba enferma.
– Así, así. Ayer fui a Järfälla, a ver la casa que posee allí Paraíso. Fue interesante.
Oyó un gran ruido, movimiento de muebles, un gran suspiro.
– ¿No he dicho que te olvidaras un poco de ese asunto?
– Me sentía bien -dijo ella-, así que fui a dar un paseo. La información que me pasó mi fuente parece ser correcta. Entré en la oficina, pero no encontré ninguna prueba de que estuvieran haciendo lo que aseguraban que hacían, aparte de enviar facturas. Y para no hacer nada, la verdad es que las facturas son elevadas, cobran caros sus servicios. Los demás archivos estaban vacíos.