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Annika agachó la cabeza y jadeó.

– Voy a darle una baja médica. Necesita descansar lo que queda de mes -dijo-. También le recetaré un tranquilizante, veinticinco píldoras de quince miligramos de Sobril. No son lo bastante fuertes como para tomar una sobredosis, pero no las mezcle con alcohol, podría ser peligroso.

Annika se llevó las manos a la cara e intentó dejar de temblar. La doctora se sentó a su lado durante un rato, en silencio.

– Quería mucho a su abuela, ¿verdad? -preguntó finalmente.

Annika asintió.

– Esto ha sido un golpe terrible para usted… -dijo-. O, mejor dicho, dos. Fue usted también quien la encontró en la casa, ¿verdad?

Volvió a asentir.

– Todo el mundo pasa por una serie de etapas cuando muere un ser querido -explicó-. La primera es la del shock, que es en la que se encuentra usted ahora; luego sigue un periodo de agresividad, luego de negación y finalmente de aceptación. Ahora tiene que ser benevolente consigo misma: es posible que pase por momentos de angustia, y termine teniendo problemas estomacales o de sueño. Es normal, ya pasará. Pero si no es así, entonces deberá buscar ayuda. Tome estas píldoras por si le resulta demasiado difícil. Siempre puede llamar a alguien aquí en el hospital si desea hablar. Incluso puede permanecer un tiempo aquí con nosotros, recibiendo ayuda.

Negó con la cabeza.

– No, gracias, no necesito ningún terapeuta.

La médica le acarició la espalda.

– Avíseme si necesita algo. Ahora nos vamos a llevar a Sofia Katarina. ¿Quiere que la llevemos a algún sitio?

– Sofia Katarina… -susurró Annika-. Mi nombre me lo pusieron por ella: Annika Sofia.

– Bien, Annika Sofia -dijo la doctora-. Cuídese mucho.

Annika levantó la mirada hacia ella: tan cercana, y sin embargo tan lejos.

No respondió.

Tercera parte DICIEMBRE

La vergüenza es el mayor tabú

Podemos hablar de todo, excepto de lo que más nos avergüenza. Otros sentimientos, incluso los más difíciles, pueden compartirse con otras personas y sacarse a la luz, pero no la vergüenza. Eso forma parte de su naturaleza. La vergüenza es nuestro secreto más oscuro y profundo, y el hecho de que sea un secreto constituye una forma de castigo.

Para la vergüenza no hay perdón. Todo lo demás puede perdonarse: la violencia, el mal, la injusticia, la culpa, pero para el delito más abyecto no hay absolución. A la vergüenza no se le ha concedido ese privilegio.

En mi caso coinciden la culpa y la vergüenza. Suelen ir de la mano, aunque no tiene por qué ser así. Mi punto débil fue la traición. Todo lo que he hecho en los últimos años no ha sido otra cosa que expiar mi cobardía. En ese sentido, la vergüenza es una energía creativa: impulsa a la acción e invita a la revancha.

Soy incapaz de resolver mi vergüenza. Me destruye, del mismo modo que la violencia. No crece, no mengua, es como un cáncer en lo más profundo de mi conciencia.

Aguardando el momento oportuno.

Corroyéndome.

Lunes, 3 de diciembre

El hombre vestido de negro saltó al andén del ferrocarril sin hacer ruido. Flexionó las rodillas con el impacto, amortiguando en parte el sonido, y las suelas de goma de sus zapatos se ocuparon del resto. Soltó el aire y miró a su alrededor; era el único pasajero que se había bajado del tren. Se giró rápidamente y cerró la puerta; su marcha debía pasar desapercibida.

El aire era fresco, frío. Una sensación de triunfo empezó a correrle por las venas.

Ratko había vuelto a Suecia. Todo había salido exactamente como él había planeado. Lo único que se necesitaba era empuje, voluntad y ningún compromiso. Ellos creían que le tenían, que le dominaban.

Y una mierda.

El maquinista abrió una puerta más adelante. Ratko se alejó silenciosamente y con relativa rapidez hacia el edificio de la estación, como si fuera un caminante nocturno más por la estación de trenes de Nässjö, un alma inquieta.

Echó una mirada al reloj, 03.48, el tren había llegado casi puntual.

Al tiempo que daba la vuelta al edificio del ferrocarril, miró por encima del hombro: el maquinista estaba parado de espaldas a él y no había reparado en su presencia. ¿Por qué iba a hacerlo?

Se volvió hacia la ciudad dormida. Mientras tanto, se suponía que el ciudadano noruego Runar Aakre seguía cómodamente dormido en su litera del coche cama rumbo a Estocolmo.

Bajó por la explanada; había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí. De pronto sintió una cierta inquietud, ¿y si algo había salido mal? Sería mejor no darlo todo por sentado. Podría haber sucedido cualquier cosa con el coche, podrían haberlo robado, o haberse congelado, o agotado la batería. Lo que me faltaba, ser agorero, pensó Ratko, irritado.

Cruzó Stortorget, la plaza mayor, ya helada. Iba a ser una larga y fría caminata.

Había varias bicicletas aparcadas fuera de la Casa de Cultura de Rådhusgatan. Rápidamente, eligió una de mujer que no tenía candado.

Tendría aún más frío, pero durante menos tiempo. Pedaleó deprisa hacia el norte, hacia Jönköpingsvägen.

Hacía un tiempo espantoso: el viento de cara, carreteras resbaladizas, oscuridad. Había empezado a jadear.

Enseguida, pensó, llegaré enseguida.

El viaje le había pasado factura. El pasaporte falso le quemaba en el bolsillo. En cada control fronterizo se había sentido nervioso, casi desquiciado. Él sabía el motivo.

Ratko ya no tenía el control. El poder le había sido arrebatado. Le permitían mantener el club nocturno, pero el resto de los privilegios los había perdido. Eso se notaba enseguida en una ciudad como Belgrado. Desapareció el respeto, su mujer había pedido el divorcio. Ni siquiera su reputación como héroe de guerra ayudaba: para la gente él ya no era el de antes, no se había hecho cargo de su responsabilidad en Kosovo, porque según sus superiores fue él quien arruinó un negocio de cincuenta millones. Los trabajadores de la fábrica de cigarrillos falsos se quedaron sin sueldo. Toda la organización se complicó. Después del error, de su error, todos estaban obligados a trabajar el doble para reponerse de las pérdidas. ¿Cómo podían compararse diez años de esfuerzos con eso?

Siguió pedaleando. Demonios, qué empinado, lo había olvidado, empinado, húmedo y un auténtico infierno.

Esperaban que Ratko se retirase, que la amenaza del tribunal de La Haya le obligara a meterse en una cueva mugrienta de los suburbios de la que sólo saldría para ir a ver el fútbol una vez a la semana, follarse a algunas chavalas y beber Slivo el resto de su vida. Y una mierda.

Ahora trabajaba por cuenta propia, era su propio patrón. Haría lo que le diera la real gana.

Ella ya podía quedarse allí sentada y pudrirse, la muy puta de su mujer, y pensar en quién sería el mierda que le pagaría la ropa y la bebida en el futuro. El viaje de vuelta a Belgrado un mes antes había salido bien. Nadie había puesto en duda su pasaporte y los colegas le habían esperado en Sofía, tal como estaba planeado. El viaje en coche hasta Belgrado fue tan tedioso como siempre, pero con el Slivo se hizo más rápido. Todos estaban bastante borrachos cuando llegaron, nadie se acordó de cogerle el pasaporte falso.

Después de eso, a Ratko le abandonaron en el frío. Sus superiores ya no se pusieron en contacto con él. Si deseaba tener algún guardaespaldas, tenía que pagárselo de su propio bolsillo.

La amargura le reconcomía y pedaleó con más furia.

Eran unos peleles, pensó, no entendían lo que era operar sobre el terreno. No sabían sobrevivir en territorio enemigo.

Una cuesta abajo. Se relajó y una vez más se sintió invulnerable, al hacer frente al viento cortante.