¡Cómo los había engañado! Simplemente se largó sin que se enteraran. Nadie sabía dónde estaba; se había esfumado.
Runar Aakre, ese empleado de la Cruz Roja, había alquilado un coche en Belgrado para viajar hasta Hungría, y en la frontera había explicado en inglés que tenía que salir para arreglar algunos asuntos en Szeged y que sólo estaría fuera una hora más o menos. Tenía todos los papeles en regla, tarjeta verde, seguro internacional. Los oficiales de la aduana le examinaron, alumbrando con las linternas a través de las ventanillas del coche. En el asiento de al lado, había un ejemplar del Verdens Gang, el diario vespertino noruego, de hacía veinticinco días, pero el oficial de aduanas no se dio cuenta. Sabiendo que le sería útil, Ratko lo había llevado consigo desde el aeropuerto de las afueras de Oslo.
Lo dejaron pasar.
Por supuesto, no se detuvo en Szeged, sino que siguió hasta Budapest. Allí durmió varias horas en el asiento trasero, antes de dejar el coche en el aparcamiento de una tienda de muebles.
Los pasajes le esperaban en un apartado de correos del centro de la ciudad. Los había encargado por teléfono desde un bar, los pagó con una tarjeta de crédito limpia y dio el apartado como destinatario. Ya lo había hecho antes.
El viento cambió de dirección, creció en fuerza y le azotaba de costado. Las ruedas patinaban en la nieve embarrada y Ratko gruñó. En fin, se tomaría el frío con calma. Muy pronto estaría a resguardo, para siempre. Sus nuevos negocios se realizarían en algún lugar donde no hubiera caído nieve ni una sola vez. Sólo tenía que atar algunos cabos, la financiación, los clientes, los colaboradores.
Desde luego, había sido idiota al salir de Serbia cuando el tribunal de La Haya le pisaba los talones. Nadie creyó que lo haría, todos esperaban que se pudriera en su madriguera de los suburbios. Pero aún era posible viajar por Europa occidental sin llamar la atención, siempre que se tomaran los trenes expresos locales. Intentarlo desde el antiguo bloque oriental era impensable, pero los trenes que utilizaban los hombres de negocios con destino a las grandes capitales occidentales apenas paraban en los controles de frontera. Estaba dando un rodeo, pero era necesario. Tenía que llegar a Suecia y encontrar a su contacto del este.
El viaje en tren había sido exasperante pero sin incidentes: Viena, Múnich, Hamburgo, Copenhague. Había bajado en Limhamn la noche anterior junto con cuatrocientos suecos que volvían a sus casas, todos con carros llenos de cerveza. Él mismo había cargado una caja para mezclarse con la multitud. Y había cantado junto con un apestoso borracho de Trelleborg mientras pasaban el control aduanero.
El tren nocturno hacia Estocolmo salía a las 10.07, exactamente. Había dormido como un lirón hasta llegar a la ciudad, a las 12.30.
Pasó por Äng pedaleando rápida y silenciosamente, para no ser visto. Toda la ciudad dormía.
Entonces giró a la derecha y desapareció en el bosque, cuesta arriba. Los troncos de los árboles le escondían, le hacían invisible. El camino estaba fatal, difícil, casi intransitable para circular en bicicleta, y como consecuencia de ello se cayó dos veces. Al fin, el camino giró a la izquierda. Se detuvo y notó lo extenuado que estaba. Las piernas le temblaban de cansancio, las manos mostraban signos de congelamiento y advirtió que moqueaba. Descansó un momento, se inclinó sobre la bicicleta, jadeaba. Luego arrojó la bicicleta entre los árboles, Púdrete, puñetera, y caminó por la endurecida costra de nieve hasta el garaje.
Allí estaba el porche, de ese color teja tan típicamente sueco. Se le aceleró el pulso. ¿Y si fallaba algo y todo se iba al carajo?, ¿qué haría entonces?
Con dedos temblorosos, Ratko palpó en la pared posterior del garaje, pensando por un momento que había desaparecido, notando cómo el pánico le crecía por dentro, pero la halló. La llave estaba donde la había dejado.
Se tambaleó hasta la parte delantera del garaje, giró la llave y empujó la puerta; tuvo que presionar con el hombro para empujar la fina capa de nieve. Se quedó allí mirando el viejo coche, un vulgar montón de chatarra, un Fiat Uno de dos puertas, de 1987. Sacó la estampilla de impuestos que había quitado de la matrícula de un camión en Malmö. No cuadraba con el número de la matrícula, pero nadie se daría cuenta a menos que miraran atentamente. Lo aseguró con dos vueltas de la cinta adhesiva que llevaba en el bolsillo.
Ahora sí, ya estaba listo.
Dio una vuelta alrededor del coche, tanteó en la parte de arriba de la rueda derecha y encontró las llaves del vehículo. Lo abrió, ocupó su lugar al volante y giró la llave de contacto.
El motor se encendió, petardeó, tosió y se apagó.
Tragó saliva.
Una vez más: petardeo, sacudida y ahora sí se puso en marcha. Aliviado, soltó el aliento y se dio cuenta de que tenía la frente perlada de sudor a pesar del frío. Volvió a encenderlo varias veces, con el coche aún en el garaje, para que el motor se calentara y el aceite fluyera libremente.
Mientras el vehículo iba descongelándose, se inclinó despacio hacia delante, abrió la guantera y buscó la pequeña llave de latón. También estaba allí.
Cerró los ojos y descansó, mientras la confianza irradiaba por todo su cuerpo.
El dinero estaba a salvo. Se hallaba en una caja de seguridad en el sótano de las oficinas del Skandinaviska Enskilda Banken, en la parte vieja de Estocolmo. Nunca había tenido la intención de utilizar ese caudal para sí mismo, sino que estaba destinado a cubrir los gastos imprevistos en el negocio de los cigarrillos, pero la culpa era de ellos. Ellos le habían enviado al congelador y ahora tendrían que pagar por ese motivo.
Ratko no entendía por qué lo habían dejado en la estacada. De acuerdo, la dichosa carga valía un montón de dinero, pero eso no explicaba por qué sus superiores le volvieron la espalda. Ni siquiera el hecho de que le buscara un tribunal de guerra tendría repercusiones semejantes. Serbia estaba llena de sospechosos de crímenes de guerra que aún eran muy respetados.
Había algo más. No era capaz de identificarlo. Quizá alguien sin escrúpulos quiso deshacerse de él, algún pez bien gordo, alguien que quería quedarse con su poder y su autoridad.
Nunca podrán ocupar mi lugar, pensó. Nadie tiene mi experiencia ni mis contactos.
Pisó el acelerador y volvió a revolucionar el motor. El coche empezaba a entrar en calor.
Además del dinero, Ratko tenía algunos negocios pendientes en Estocolmo. El cargamento ya no existía, pero él no tenía por costumbre dejar cabos sueltos.
Despacio, dejó que el coche rodara hacia la noche.
Las estrellas de Adviento colgaban torcidas en la ventana del apartamento de la compañía. El pasado viernes, una mujer de la empresa de construcción había ido ahí para decorar el lugar y las había puesto allí. Annika las miraba: estrellas de paja que se bamboleaban un poco con el calor que ascendía de los radiadores. Le sorprendía la capacidad de la gente para ocuparse de cosas pequeñas y sin mayor sentido, como perder tiempo y energía en los adornos de Navidad.
Volvió a la cama y se quedó mirando la pared, concentrada en el dibujo que se adivinaba detrás de la fina capa de pintura, medallones violeta. El edificio del patio estaba vacío; sólo el aficionado al rock duro seguía en el piso de abajo. Cerró los ojos y escuchó cómo retumbaban los sonidos graves.
Esto no puede ser, pensó. No puedo vivir así.
Se quedó boca arriba y se puso a mirar al techo, observó cómo se movían las telarañas con la corriente que entraba por la ventana rota de la sala de estar. Siguió las grietas, interrumpidas e irregulares, con la mirada. Encontró la mariposa, el coche, el cráneo. Empezó a zumbarle el tono de la soledad en el oído izquierdo; se puso de lado otra vez, con la almohada en la cabeza, pero no dejaba de oírlo. Ya nunca podría esconderse. Volvió la desesperación, haciendo que el cuerpo se le encogiera. Echó la cabeza hacia atrás y oyó el sonido, su propio sonido, su llanto descontrolado. Lo reconoció y no se asustó, dejó que la atravesara, a sabiendas de que tendría fin, dado que su cuerpo no podría soportarlo eternamente.