– ¿A los clientes?
Berit asintió, con los labios apretados.
– Una de las clientes era una madre de dos hijos; la otra una madre de tres hijos. Rebecka las amenazó: conozco a quienes os persiguen, si contáis una sola palabra a las autoridades, yo les diré a tus perseguidores dónde pueden encontraros.
– ¡Santo Dios! -exclamó Schyman.
– Y Aida murió -añadió Sjölander-. Hay un testigo que afirma haber visto cómo Rebecka la amenazó, y al día siguiente ya estaba muerta.
– ¿Qué dice la policía?
Berit cogió un tercer artículo.
– Acabo de hablar con ella. La brigada anticorrupción lleva un tiempo buscando a Rebecka, pero esta nueva información supone que existen más cargos contra ella, y de naturaleza más grave. A la policía le gustaría detenerla ya, así que tenemos que publicar estos artículos lo antes posible.
– De acuerdo -dijo Schyman-. El primer día lo dedicaremos a la historia de la organización, el chanchullo y las amenazas. ¿Qué tenemos para el segundo día?
Berit hojeó sus notas.
– Los relatos de las víctimas. Annika escribió la historia principal antes de enfermar. Una de las mujeres se llama Maria Eriksson. Tengo los otros dos casos y sus historias. Además, tendremos que estar preparados para recibir más relatos una vez que se publique la historia.
Schyman tomaba notas.
– Bien, estaremos listos. ¿Día tres?
– Las reacciones -dijo Berit-. Tengo unas cuantas preparadas: de un profesor de derecho penal, de un profesor asociado experto en psicología social, de la presidenta de la Organización Nacional de Alojamientos para Mujeres. Para entonces, espero que la policía también quiera hacer declaraciones, y quizá incluso el ministro de Sanidad y Bienestar Social, y el ministro de Justicia. Quizá podamos contar con denuncias de otras comunidades.
– ¿Cómo justifica esa mujer, Björkstig, todo esto? -preguntó Anders Schyman.
– Rebecka Björstig asegura que todas esas informaciones son una difamación contra su persona, puras injurias. No entiende quién quiere hacerle tanto daño. Su organización no está del todo desarrollada, y sostener que ella ha amenazado a alguien es una mentira.
– Algo que podemos refutar completamente -dijo Schyman-. ¿Amenaza con demandarnos por libelo si publicamos esa información?
La periodista suspiró.
– Por supuesto. Mencionó la cifra de treinta millones de coronas por daños y perjuicios.
Anders Schyman sonrió.
– No puede demandarnos si no publicamos ni su nombre ni su foto. Si no se la señala, no podrán criticar nuestra ética periodística.
– Yo opino que deberíamos publicar el nombre y la foto -dijo Sjölander-. No estaría mal que probara en sus carnes lo que es estar en un aprieto.
Schyman le dirigió al redactor de sucesos una mirada neutra.
– ¿Desde cuándo este periódico es un instrumento de castigo? -preguntó-. Rebecka Björkstig no es una celebridad ni un personaje público. Naturalmente, describiremos sus actividades y cómo cambió de identidad en numerosas ocasiones, y referiremos sus turbios negocios y sus amenazas. Pero revelar su nombre no mejora la historia en este momento.
– Es una cobardía no publicar todo lo que tenemos -dijo Sjölander-. ¿Por qué vamos a ser considerados con semejante arpía?
Anders Schyman se inclinó hacia delante.
– Porque nosotros fomentamos la verdad -explicó-. No nos dedicamos a machacar delincuentes. Porque tenemos una responsabilidad ética, porque se nos ha dado el poder y la autoridad de definir la realidad de nuestra sociedad. No vamos a utilizar nuestro poder para destruir a nadie, da igual que se trate de políticos, criminales o famosos. Salir en los periódicos no es lo mismo que poner a alguien en un aprieto.
A Sjölander se le sonrojaron un poco las mejillas. Pero Anders Schyman estaba seguro de que se le pasaría. Sjölander ya sabía lo que era tragarse el orgullo.
– De acuerdo -dijo-. Eres tú quien decide.
El redactor jefe adjunto se echó para atrás de nuevo.
– No, es Torstensson.
Los tres se miraron y acto seguido rompieron a reír. Torstensson, qué risa.
– ¿Algo más? -preguntó Schyman.
– Está todo muy tranquilo -dijo Sjölander, suspirando-. Demasiado tranquilo. Hace tiempo que no pasa nada. Estamos considerando la posibilidad de un artículo de fondo sobre el asesinato de Palme otra vez; Nils Langeby tiene nuevas pistas.
Al redactor jefe adjunto se le formó una arruga en el entrecejo.
– Ojo con las pistas de Langeby, no me fío mucho de sus fuentes. ¿Alguna cosa nueva sobre la relación de la mafia serbia con los crímenes del Frihamnen?
Sjölander suspiró.
– Ha quedado en nada. El tipo del que sospechaban, Ratko, parece haber abandonado el país.
– ¿Lo hizo él?
El redactor de sucesos se removió en la silla, dudó y recordó sus acusaciones anteriores.
– Quizá no -respondió-. Ratko nunca ha sido condenado por homicidio, pero es un tipo repugnante. Robos de banco, amenazas, maltrato y, desde luego, es un matón. Su especialidad era meter miedo a la gente, hacerla hablar. Por lo general, les soltaba la lengua metiéndoles el cañón de una ametralladora en la boca.
– Además de sus crímenes de guerra -recordó Berit.
– Tiene que haberle resultado difícil moverse de un país a otro -dijo Anders Schyman.
El Tribunal de guerra de La Haya dictaba una orden de arresto contra él hacia el mediodía del martes 6 de noviembre. A Ratko se le acusaba de crímenes de guerra cometidos en las primeras etapas del conflicto de Bosnia.
– Probablemente, ande emborrachándose en cualquier suburbio de Belgrado -dijo Sjölander.
Schyman suspiró.
– ¿Y la mujer bosnia que asesinaron en el centro de la ciudad? ¿Sabe alguien quién la mató?
Berit y Sjölander negaron con la cabeza.
– La entierran mañana -dijo Berit-. Una historia terrible.
– Vale -dijo Schyman-. Revisaré los artículos y, si no os llamo, se publican tal cual.
Los redactores de sucesos se levantaron y salieron de la habitación.
Annika pasó las hojas de una revista para padres de hacía dos años. Había leído tres números de Amelia, una revista de mujeres, dos folletos sobre el sida y el diario gratuito Metro. No tenía ganas de irse a casa; no podía estar sola. Le había dicho al personal que prefería sentarse en la sala de espera hasta que llegara la respuesta. La matrona encargada le lanzó una extraña mirada, pero no protestó.
El tiempo se había transformado en algo incidental. Annika se limitaba a ser una espectadora. No podía imaginarse cómo iba a reaccionar.
Una vez creyó estar embarazada de Sven. Fue hacia el final de su relación, cuando ella buscaba la forma de terminar. Estuvo muy preocupada, un hijo habría sido desastroso. El test había dado negativo, pero no se sintió aliviada. Aún hoy no entendía por qué se había sentido desilusionada y vacía.
– ¿Annika Bengtzon?
El pulso se le aceleró, el corazón le dio un vuelco y tragó saliva. Se puso de pie y siguió a la persona de blanco hasta el mostrador en el interior de la clínica prenatal.
– El resultado es positivo -dijo la mujer en voz baja y lentamente-. Eso significa que está embarazada. ¿Cuándo tuvo la última menstruación?
Todo le daba vueltas en la cabeza: Embarazada, esperando un hijo, por Dios, un hijo…
– No estoy segura, el 20 de octubre creo.