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Tenía la boca seca.

La matrona giró una rueda de cartón.

– Eso significa que está en la semana séptima. Se cuenta desde el primer día desde la última menstruación. Por lo tanto es muy temprano todavía, ¿va a llevar el embarazo adelante?

El suelo se movió bajo sus pies, se agarró al mostrador.

– No… lo sé.

Tragó saliva.

– Si se decide a interrumpir el embarazo es mejor hacerlo lo antes posible. Si desea tener al bebé, le prepararemos una cita. La primera revisión prenatal lleva poco más de una hora. Esa matrona seguirá luego su embarazo. ¿Vive en Kungsholmen?

– ¿Estás segura? -preguntó Annika-. ¿Estoy embarazada? ¿No puede haber algún error?

La mujer sonrió.

– Está embarazada -dijo-. Definitivamente embarazada.

Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. El dolor de espalda se había intensificado. ¿Y si tenía un aborto?

– El aborto espontáneo -dijo, volviéndose otra vez hacia el mostrador-, ¿es algo frecuente?

– Bastante -dijo la matrona-. El riesgo es grande hasta la semana doce. De todo eso hablaremos en la primera visita, si quiere seguir el embarazo. Llámenos para contarnos qué quiere hacer.

Fue hasta las escaleras, bajó la amplia y enorme escalinata del viejo hospital Serafimer, su centro de salud, su médico, el lugar adonde acudiría al pediatra para sus hijos.

Sus hijos.

Cada vez que bajaba un escalón sentía un tirón en el estómago.

No dejes que tenga un aborto. No dejes que le ocurra nada a mi niño.

Sollozó. Oh, Dios mío, voy a tener un hijo, Thomas y yo vamos tener un hijo. La alegría le crecía de dentro y se extendía por todo su cuerpo. ¡Un hijo! ¡Un bebé, una razón para vivir!

Caminó hasta la pared, se inclinó contra ella y lloró, un llanto de alivio, suave y luminoso.

Un hijo, su pequeño hijo.

Atardecía cuando salió; no había habido mucha luz durante el día. Nubes como grises barriles surcaban los cielos. Pronto empezaría a nevar. Caminaría a casa con cuidado: no podía resbalar, no podía hacerle daño al niño.

En su apartamento hacía bastante frío. Encendió todas las lámparas y se sentó en el sofá con el teléfono en el regazo.

Realmente tenía que llamar a Thomas antes de que saliera del trabajo. No quería oír la voz de Eleonor otra vez. El pulso le martilleaba. ¿Qué demonios iba a decirle?

Estoy embarazada.

Vamos a tener un hijo.

Vas a ser papá.

Cerró los ojos, respiró hondo, trató de que el corazón se le calmara y marcó el número.

Su voz era espesa cuando preguntó al recepcionista que le pasara con él. El zumbido de la cabeza se acrecentó; las manos le temblaban.

– Thomas Samuelsson -contestó él.

No podía respirar, no podía hablar.

– Hola -dijo él, irritado.

Tragó saliva.

– Hola -dijo ella, con la voz más pequeña del mundo-. Soy yo.

El corazón se le desbocaba, apenas podía respirar, no había respuesta al otro lado.

– Annika Bengtzon -dijo ella-. Soy yo, Annika.

– No llames aquí -dijo él con voz cortante, ahogada.

Ella sollozó.

– ¿Qué quieres decir?

– Por favor, déjame en paz. No me llames aquí nunca más, hazme el favor.

El clic resonó en su cabeza, la conversación se acabó, se oyó el vacío de la línea, que llenó todo su cuerpo.

Annika colgó el auricular, las manos le temblaban tanto que no podía acertar con el soporte, tenía las palmas completamente húmedas, y empezó a llorar. Oh, Dios, él no la quería, él no quería a su hijo, oh, por favor, ayúdame, Dios mío…

El teléfono sonó en sus rodillas, el asombro la alivió. Él llamaba, de todos modos. Él la llamaba.

Tomó el auricular.

– ¿Annika? Hola, soy Berit, del periódico. Sólo quería contarte que mañana vamos a publicar lo que nos relataste sobre Paraíso… Pero ¿qué pasa?

Ella lloraba con el aparato en la mano, aullaba.

– Pero, cariño -dijo Berit asustada-, ¿qué ha pasado?

Respiró hondo, se obligó a contener el llanto.

– Nada -dijo, y se secó los mocos con el dorso de la mano-. Estoy triste, solamente. Perdóname.

– No pidas perdón, sé lo que querías a tu abuela. Sólo quería decirte que vamos a publicar los artículos ya.

Annika se puso la mano sobre la nariz y la boca, ahogó el llanto.

– Qué bien -consiguió a decir-, qué estupendo.

– Lo peor es lo que le pasó a Aida. Mañana es su funeral -dijo Berit-. No tenía familia, nadie reclamó su cuerpo, va a ser una corta ceremonia en el cementerio del Norte.

– Perdóname, Berit, pero tengo que cortar -dijo Annika.

– Oye -le dijo su colega-, ¿qué es lo que pasa contigo realmente? ¿Necesitas ayuda?

– No -susurró Annika-, no pasa nada.

– ¿Prometes que me llamarás si necesitas ayuda?

– Por supuesto -respiró ella.

Dejó el auricular, pesado y caliente, en su sitio.

No me quiere. No quiere a nuestro hijo.

No había un solo lugar para aparcar en toda la isla de Kungsholmen. Thomas había conducido en círculos durante veinte minutos y no había encontrado nada. No importaba. En realidad no tenía nada que hacer allí, sólo estaba dando una vuelta: Scheelegatan, a la derecha por Hantverkargatan, despacio al pasar por la puerta 32, colina arriba, giro en Bergsgatan, delante de la comisaría de Policía, abajo por Kungsholmsgatan y vuelta a empezar.

Había hecho bien; era lo único decente. Eleonor era su mujer, él mantenía sus promesas, la confianza; era una persona responsable. Sin embargo, su voz al teléfono hoy lo había alterado. Había perdido la noción; reaccionó de un modo que no hubiera imaginado, tan tangible, tan duro. No tenía sentido seguir trabajando. Había huido del ayuntamiento, había correteado hasta el agua; soplaba el viento; empezaba a nevar; había oído su voz; recordado su cuerpo, oh, Dios, ¿qué había hecho? ¿Por qué la memoria era tan implacable, tan presente?

Había estado allí fuera al viento hasta tener el pelo y el abrigo empapados por el aire del mar y la nieve, con aquella pequeña y triste voz en la cabeza. Después había subido lentamente hasta su casa vacía. Eleonor tenía su curso de liderazgo. Así que cogió el coche y se fue a Estocolmo. No pensaba en lo que hacía, no quería pensar, sólo conducir.

Comer algo, se dijo Thomas a sí mismo, parar en un restaurante, tomar una cerveza y leer los periódicos.

Un restaurante de Kungsholmen.

No iba a llamarla. Se mantendría firme. Solo quería ver lo que podría ser, lo que esa vida podría haber sido, la clase de gente a la que vería, el tipo de comida que comería.

Lo que le había hecho a Eleonor era imperdonable. La vergüenza le había ardido en el rostro durante la primera semana; se había obligado a sí mismo a parecer normal, a actuar de manera normal y a hacer el amor como siempre. Eleanor no había notado nada diferente, ¿o sí?

Al principio soñaba con Annika, pero el recuerdo de ella fue desapareciendo, hasta hoy. Thomas manejaba el volante con una sola mano: ¡mierda!, ¿por qué tuvo que llamar? ¿Por qué no pudo dejarle en paz? Las cosas ya eran bastante difíciles.

De repente sintió ganas de llorar. Apretó los dientes y aceleró, quería encontrar un sitio donde comer. Giró en Agnegatan y aparcó en un cruce, ¿qué más daba?

Cerró el coche, bip-bip. Estaba en el barrio de Annika. Contempló los edificios deteriorados: tendrían que haberlos arreglado hacía años.

A lo mejor estaba en casa. Podría estar arriba, en el apartamento del tercer piso, en aquellas ensoñadoras habitaciones blancas, leyendo un libro o viendo la televisión.

El pensamiento hizo que se le secara la boca y que el pulso se le acelerara.

Una farola iluminaba débilmente el pasaje que llevaba al patio. La puerta estaba abierta, podía entrar, sería tan sencillo. Despacio se dirigió hacia el edificio de su apartamento, vio lo que ella veía todos los días, los grafitis de las paredes, los pedazos de cemento que se caían.