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Encendió un cigarrillo. Dio unas hondas caladas; notó cómo se le llenaban los pulmones y cómo la nicotina le subía al cerebro. Mierda, qué frío hacía en este país.

Si todo salía según sus planes, nunca tendría que volver allí. Dejaría aquel maldito territorio en cuanto lavara sus trapos sucios y los pusiera a secar.

– ¡Thomas, sales en el periódico de hoy!

La trabajadora social que llevaba el caso de Aida Begovic salió de su oficina como una exhalación. Tenía las mejillas coloradas y la frente brillante, sonreía tímidamente y agitaba con entusiasmo un ejemplar del Kvällspressen.

Thomas se obligó a devolverle la sonrisa.

– Ya lo sé -respondió.

– Habla de todo lo que hiciste…

– ¡Ya lo sé!

Thomas entró en su oficina y cerró la puerta, incapaz de hacer frente a toda aquella atención. Se hundió en su silla junto al escritorio y se cubrió la cara con las manos. Esa mañana había sido casi imposible ir a trabajar. El ayuntamiento había aprobado el presupuesto, todos los informes trimestrales estaban listos, había terminado todo a tiempo. Así que había llegado el momento de empezar todo por octava vez: cada año contaban con menos recursos y más gastos; recortes de personal, cobertura mediática de gente perjudicada por el sistema, enfadada, disgustada, triste, resignada. Cada vez había más gente con baja por enfermedad durante periodos más largos y menos dinero destinado a rehabilitación.

Suspiró y se sentó derecho en la silla, recayendo su mirada en el nombre de Annika en el periódico. Él había podido leer los artículos antes, pero no sabía que ella los hubiera escrito. Fue otra mujer quien le llamó, una periodista mayor, Berit Hamrin. ¿Por qué no había llamado Annika?

Irritado, apartó aquel pensamiento -en realidad no quería que llamara-; y extendió el periódico ante él. La foto de él era terrible, con el pelo en la cara, haciéndole parecer descuidado. Leyó los textos otra vez, los textos de Annika, reconoció los datos que ella había descubierto, se lo había contado todo, había sido sincera con él.

Llamaron a su puerta; instintivamente, dobló el diario y lo metió en el primer cajón del escritorio.

– ¿Puedo pasar?

Era su jefa. Tragó saliva.

– Por supuesto, siéntate.

La mujer lo miró con curiosidad mientras acercaba la silla y se sentaba, la silla en la que Annika se había sentado. Un escalofrío de inseguridad le recorrió la espalda, a pesar de que había discutido todo el asunto de la publicación con su jefa, y revisado qué podía divulgarse y qué no. Ella no había leído los artículos, pero no podía haber nada que pudiera señalarle como fallo.

– Sé que ha sido difícil para ti -dijo su jefa-, pero quiero que sepas que se te valora mucho aquí.

Ella se mostraba amable y seria, y le miraba a los ojos. Él desvió la mirada hacia un documento que había en el escritorio.

– Estoy muy contenta con tu trabajo. Sé que has pasado por un periodo duro, pero espero que mejore cuando el presupuesto esté listo. Si necesitas a alguien con quien hablar, siempre puedes venir a verme.

Alzó la vista y la miró, no pudo ocultar su sorpresa. Ahora le tocó a su jefa bajar la mirada.

– Sólo quería que lo supieras -dijo ella, y se levantó.

Thomas se levantó también, murmurando unas palabras de agradecimiento.

Cuando la mujer había cerrado la puerta al salir, él volvió a hundirse en su silla otra vez, confundido. ¿A qué venía todo eso?

En ese mismo segundo sonó el teléfono y dio un respingo.

– ¿Thomas Samuelsson?

Era un director de la Asociación de Autoridades Locales. Dios, ¿pero qué querían? Automáticamente se puso derecho.

– Tal vez no me recuerde, pero nos conocimos el año pasado en el seminario de los Servicios Sociales de Langholmen.

Lo recordaba perfectamente, una conferencia aburrida y trillada sobre los servicios sociales que había durado tres días. Pero no recordaba haber conocido a aquel hombre.

– Su nombre ha salido varias veces desde entonces y cuando vimos el artículo en el periódico nos dimos cuenta de que usted es la persona que necesitamos para el trabajo.

Thomas se aclaró la garganta y emitió un sonido de curiosidad.

– Buscamos un director de proyecto que investigue las diferencias en los pagos de subsidios de los servicios sociales de las diferentes comunidades. No hace falta que sea a tiempo completo, si quiere hacerlo trabajando media jornada, creemos que le llevará un año, más o menos. ¿Le interesa?

Estupefacto, cerró los ojos y se echó el pelo hacia atrás. Trabajar en el meollo de las cosas, investigar, dirigir un proyecto, Dios, eso era exactamente lo que siempre había deseado hacer.

– Sí, por supuesto -logró decir al fin-. Parece un proyecto increíblemente emocionante y muy importante.

Se contuvo: se estaba entusiasmando demasiado.

– Estaría encantado de hablar de las condiciones -dijo luego, ya más tranquilo.

– ¡Estupendo! ¿Puede pasarse el jueves?

Cuando Thomas colgó, se quedó mirando el teléfono durante todo un minuto. La oferta que acababa de recibir hizo que la sangre le fluyera por las venas como un arroyo en primavera. ¡Qué oportunidad!, ¡menudo trabajo! La sonrisa le brotó desde muy adentro. Esto explicaba la extraordinaria visita de su jefa, seguro que la habían llamado a ella antes.

Ellos habían visto su nombre en el periódico.

Abrió el primer cajón y sacó el periódico otra vez, leyó su nombre y dejó escapar un suspiro.

La olvidaría. Todo saldría bien. Todo consistía en aguantar ahí.

Había tomado la decisión correcta.

Involuntariamente, Annika dio un grito ahogado: el gel azulado estaba frío como el hielo cuando llegó a su vientre. La mujer de la bata blanca se acercó con una sonda manual, y Annika observaba todos sus movimientos.

– El gel es para obtener una buena imagen durante la ecografía -dijo la doctora.

Annika estaba tumbada sobre la mesa de reconocimiento de vinilo verde. La mujer se sentó a su lado, movió la sonda sobre el líquido en el vientre de Annika y empezó a hacer círculos. Ella contuvo el aliento otra vez -demonios, qué frío está-, y luego más abajo, casi contra el vello púbico. El borde de la braga se llenó de gel azul. La doctora movía un dispositivo junto a un pequeño monitor; las rayas blancas se doblaban como lombrices en la pantalla. Entonces se detuvo.

– Ahí -dijo la ginecóloga, señalando.

Annika se inclinó y miró la pantalla. Había un diminuto anillo blanco en la parte superior derecha.

– Ahí está su embarazo -afirmó la mujer mientras giraba el dispositivo.

Annika miró con desconfianza la mancha, se movía un poco, se retorcía, nadaba.

Su hijo. El hijo de Thomas. Tragó saliva.

– Quiero abortar -dijo.

La ginecóloga apartó el dispositivo del estómago de Annika y la imagen desapareció, la burbuja nadadora se desvaneció. La enfermera le alcanzó un pedazo de áspero papel verde para que se secara el vientre.

– Me gustaría hacerle un reconocimiento pélvico -dijo la doctora, y le dio el dispositivo a la enfermera para que lo limpiara-. ¿Podría por favor pasar a la silla de los estribos?

Su voz era amable, indiferente, efectiva. Annika se puso rígida.

– ¿Es necesaria realmente… esta revisión? -preguntó.

– Ya llevamos retraso -dijo la enfermera en voz baja.

La doctora suspiró.

– Siéntese, por favor.

Annika se quitó los pantalones y las bragas, se subió obedientemente a la silla ginecológica, el instrumento de tortura; la doctora se colocó entre sus piernas y se puso los guantes.

– ¿Puede bajar un poco más? Más… ¡Más! Y relájese.

Contuvo el aliento y cerró los ojos cuando la doctora le introdujo los dedos en la vagina.