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– Relájese o le dolerá.

Cerró los ojos con fuerza mientras la doctora apretaba y le examinaba el vientre, con una mano en la vagina, y la otra en el abdomen: dolor, náuseas.

– Tiene el útero ladeado -dijo la ginecóloga-. No es algo usual, pero tampoco es peligroso.

Cuando la médica retiró la mano, Annika oyó un ruido como de absorción y se sintió avergonzada.

– Muy bien. Puede vestirse. Después venga a mi consultorio.

La doctora tiró los guantes a un cubo, y se dirigió con rapidez al cuarto de al lado. En estado de confusión, Annika intentó bajar las rodillas de la posición en que estaba, sintiéndose vulnerable y disgustada.

Sentía algo pegajoso entre las piernas, pero no se atrevió a pedir una toallita de papel para secarse. Rápidamente se puso las bragas y los vaqueros, toda la parte de abajo del vientre la sentía pegajosa; luego siguió a la enfermera hasta el cuarto de al lado.

– Está embarazada de siete semanas -dijo la ginecóloga-. ¿Y dice que desearía abortar?

Annika asintió, tragó saliva, se aclaró la voz y se sentó.

– Tiene derecho a hablar con un orientador, ¿quiere hacerlo?

Negó con la cabeza, sus manos le parecieron grandes y las escondió entre los muslos.

– Perfecto. Le doy hora para el viernes 7 de diciembre. ¿Le viene bien?

No, pensó, hágalo ahora. ¡Ahora mismo! Faltan tres días para el viernes; no puede ser, no lo soportaría: No puedo tener este bebé dentro de mí tres días más, no quiero sentir su peso, las náuseas, la hinchazón de los pechos, la vida que late en mi interior.

– ¿Quedamos para el 7 entonces? -repitió la doctora, y la miró por encima de las gafas.

Annika asintió.

– Venga a las siete de la mañana, en ayunas desde la medianoche, ya que le pondremos una leve anestesia. Primero le colocaremos un perno en el cuello del útero para que se abra, después la dormiremos. Haremos lo que se llama una extracción con ventosa. Esto significa que el canal del útero se agranda y el contenido se aspira. Se tarda un cuarto de hora y podrá irse a casa a mediodía. Después debería esperar unas dos semanas antes de tener relaciones, para evitar riesgos de infección. ¿Tiene alguna pregunta?

Quince minutos, el contenido se aspira.

– No, ninguna pregunta.

– Entonces, la espero el viernes.

Y Annika salió al vestíbulo largo y gris. Se topó con una mujer joven que se dirigía a la sala de reconocimiento; evitaron mirarse. Oyó que la doctora la saludaba. Volvió el mareo, las náuseas, el dolor en la espalda; tenía que salir de allí.

El autobús 48 iba lleno y viró bruscamente, por lo que Annika estuvo a punto de vomitar en el suelo. Se bajó en la plaza de Kungsholm y se dirigió rápidamente a su edificio. Tuvo que detenerse en el patio a que se le pasaran las náuseas antes de entrar y subir las escaleras de su casa. La bolsa con la comida seguía detrás de la puerta del vestíbulo y no tuvo ganas de ocuparse de ella. Se hundió en el sofá, mirando fijamente hacia delante.

Una burbuja diminuta, un pequeño punto blanco.

Sabía que era chico, un pequeño niño rubio, como Thomas. Cerró los ojos, lloró, arrancó del diario la parte de los cómics y la usó para limpiarse los mocos. Recorrió los artículos sobre Paraíso otra vez, hojeando el texto hasta la última página. Rebecka era sospechosa de complicidad en un asesinato, según la policía. Ella había amenazado a un cliente, Aida Begovic, que fue asesinada en la plaza Sergel el día después. La mujer sería enterrada hoy, a las dos de la tarde.

Dejó el periódico, una sensación de fracaso la quemaba por dentro, le dolía el estómago, el punto flotaba, el corazón le latía a mil por hora; todo le daba vueltas. Recordó la voz de Berit al teléfono: no tenía familiares, nadie reclamó su cuerpo, será una ceremonia corta en el cementerio Norte.

Nadie debería estar tan desamparado, pensó Annika. Todo el mundo merece un último adiós.

Cerró los ojos y se echó hacia atrás en el sofá.

Tres días más con el bebé en el vientre.

Miró su reloj.

Si salía en ese momento, llegaría al entierro de Aida.

Había gente dentro de la capilla.

Annika se quedó en la puerta. De pronto se sintió insegura, miró con cuidado a su alrededor, algunas mujeres y un joven en uno de los bancos de atrás se volvieron y la observaron.

Delante había un pequeño ataúd, brillante y blanco, con tres rosas rojas en la tapa.

Tragó saliva, mareada y temblorosa, dio algunos pasos, se quitó el abrigo y se sentó en un banco vacío, atrás. Había olvidado llevar flores y de pronto fue muy consciente de sus manos vacías.

El silencio era enorme, la luz escasa. Por las vidrieras de debajo de la cúpula entraban cintas de luz, formando pequeñas parcelas de colores en los muros y el suelo. El sol iluminaba las paredes, haciendo que brillara la pintura amarilla.

Se oía un vago zumbido. Con discreción, Annika intentó observar a los otros asistentes al entierro sin que se le notara. La mayoría eran mujeres, la mitad parecían suecas, las otras probablemente yugoslavas. En total unas doce, catorce personas, todas con flores.

La sorpresa que se llevó Annika al principio se transformó en irritación.

¿Dónde estaban todas ellas cuando Aida necesitaba ayuda?

¡Qué fácil resulta estar disponible cuando es demasiado tarde!

Las campanas de la iglesia se pusieron a repicar sobre su cabeza. El sonido, seco y fatídico, caía sobre los bancos casi vacíos y ella sentía cada repique como un golpe físico. Las lágrimas le nublaban la vista.

El repiquetear de las campanas terminó y resonó el silencio. Sollozos, carraspeos, el susurro de los salmos. Alguien puso un CD, reconoció el primer movimiento del Réquiem, de Mozart. Ahora sí que lloraba, la música la inundó, aquellas lentas estrofas creadas por un moribundo Wolfgang Amadeus.

Cesó la música. Un hombre de traje gris oscuro, el clérigo que oficiaba, se paró delante del ataúd. Decía cosas sobre la vida y la muerte, lugares comunes. Unos minutos después, Annika cerró los ojos y escuchó sus palabras, dejó que la inundaran como la música. «El crepúsculo es la hora más hermosa», «Todo el amor que el cielo nos da», prometía el poema. Cuando empezó a sonar la canción popular I'm almost at home when I'm free to roam, volvió a sentirse irritada.

Free to roam, ¿libre para andar por ahí? Por el amor de Dios, ¿qué significaba aquello? Aida era libre para pasear por la plaza de Sergelstorg, ¿se sintió allí como en casa? ¿Qué imbécil había elegido la música?

Enfurecida, Annika se secó las lágrimas. Todos parecían llorar. Miró al oficiante, la cabeza inclinada por la rutina, en la primera fila. ¿Qué sabrá usted de Aida? No tenía ni una sola cosa personal que decir de ella, porque nunca la había conocido.

Cerró los ojos, intentó recordar a Aida, la vio delante de ella, enferma, con miedo, perseguida.

¿Quién eras?, se preguntó Annika, ¿Por qué moriste?

El hombre del traje se puso a hablar otra vez; rítmicamente, recitó un poema de Edith Södergran. Una de las mujeres de la primera fila salió al altar y cantó a cappella, con una preciosa voz. Annika no entendía nada: las palabras eran en serbocroata. Las notas se elevaron, vibrando bajo la cúpula, y de repente el dolor que surgió en la capilla era genuino, cortante: ¿Por qué, por qué?

Annika sollozó entre sus manos, la pena como un peso terrible en el pecho, tangible, hendida de culpa.

Esto lo hacemos por nosotros mismos, pensó, no por Aida. A ella ya le da igual.

Otro himno, éste le sonaba conocido, también lo habían cantando en el entierro de su abuela. Annika decía las palabras sin voz, «Cantando las glorias de la tierra, cantando las glorias del cielo, así entraremos en el Paraíso».