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Inclinó la cabeza y apretó los labios.

El silencio llenó el ambiente. No podía respirar. Las campanas empezaron a repicar nuevamente y todo terminó, Aida iba camino del olvido, se desvanecería para siempre. Ella quería protestar, parar a los hombres que levantaron el ataúd de Aida y lo llevaban por el pasillo, pasando apenas a un metro de ella: ¡No quiero que se vaya, tengo que saber por qué! Mareada, Annika se levantó y esperó a que los otros asistentes pasaran, percibió las miradas de soslayo; fue la última persona en salir.

El aire frío fue como una bofetada. El día estaba frío y despejado, y la nieve brillaba con el sol. Los hombres se demoraban poniendo el ataúd sobre unas andas. Vio a los demás juntarse en la escalera y en las salidas, sonarse las narices, murmurar.

Todos conocían a Aida. Todos tenían alguna relación con ella. Hasta el último de ellos sabe más que yo.

Caminó lentamente hacia una mujer que se hallaba algunos escalones más abajo.

– Perdone que la moleste -dijo Annika, y se presentó-. No conozco a casi nadie aquí. ¿De qué conocía usted a Aida?

La mujer sonrió con amabilidad y se enjugó los ojos con un pañuelo de papel.

– Soy directora del campamento de refugiados en el que estuvo Aida cuando llegó a Suecia.

Se estrecharon la mano. Las dos respiraron profundamente y sonrieron con timidez.

– Yo soy periodista -dijo Annika-. He venido porque creí que Aida estaría completamente sola.

La directora asintió.

– Estaba muy sola. Son muchos los que intentaron acercarse a ella, pero no era fácil. Creo que eligió su soledad.

Annika tragó saliva. Que fácil era echarle la culpa a Aida incluso después de muerta.

– ¿Y los que están aquí, entonces? Si no tenía amigos, ¿quiénes son?

La mujer la miró sorprendida.

– Son refugiados también; conocieron a Aida en el campamento, ella pasaba de vez en cuando a saludarlos. Veo a un vecino suyo de Vaxholm y a los representantes de la asociación cultural bosnia. Una de ellas era la que cantaba, ¿a que ha sido muy bonito?

– ¿No había nadie que pudiera ayudarla? -preguntó Annika-. ¿No tenía verdaderamente a nadie a quien recurrir?

La directora la miró con tristeza.

– No la conocía demasiado, ¿verdad?

Los hombres habían colocado el ataúd en unas andas con ruedas; el carro empezaba su lento camino hacia la sepultura. La mujer se puso en marcha para unirse a los demás y Annika la siguió.

– Es cierto -dijo Annika-, no la conocía muy bien. La vi un par de veces antes de que muriera. ¿Cuándo llegó a Suecia?

La directora miró a Annika por encima del hombro; dudaba.

– Al final de la guerra -murmuró después-. Tenía varias heridas de bala, fragmentos de granadas por todos lados, era terrible verlo. Sufría de visiones recurrentes, temblores, sudores, mala comprensión de la realidad. Bebía bastante. Hicimos todo lo posible por ayudarla, los médicos, consejeros, psicólogos. No creo que lográramos nada. Aida tenía terribles demonios en su interior.

Annika entrecerró los ojos.

– ¿Qué quiere decir?

Otra mujer se acercó a la directora, le susurró algo y las dos se alejaron hasta donde estaba una de las inmigrantes, que se había echado a llorar. Annika miró confundida a su alrededor, resbaló en un trozo de hielo y casi se cae. Se sentía mareada; el catafalco chirriaba en el frío. El ataúd avanzaba por el camino y quedaba oscurecido por los árboles, las sombras. Contuvo el impulso de correr hacia él y golpear la tapa.

¡Cuéntame tus demonios! ¿Qué es lo que te han hecho?

La tumba inspiraba temor, un estudio de la oscuridad y el frío. ¿Por qué han tenido que cavar tan hondo? Annika se inclinó con cuidado hacia delante, miró hacia abajo y vio su propia sombra desaparecer en lo profundo. Rápidamente, dio un paso hacia atrás.

El ataúd estaba junto a la tumba, apoyado en unas vigas. Los dolientes se juntaron a su alrededor, todos tenían los ojos enrojecidos. El oficiante habló otra vez. Annika tenía tanto frío que temblaba como una hoja: quería irse de allí. Aida no estaba en el ataúd; Aida no estaba presente; Aida ya se había escurrido con sus demonios y sus secretos.

Por el rabillo del ojo vio algo que se acercaba, dos coches negros y grandes, con las ventanas ahumadas y matrículas azules. Frenaron, pararon, apagaron los motores. Annika los miró, sorprendida.

De pronto se abrieron todas las puertas a la vez, cinco, seis, siete hombres bajaron, el oficiante dejó de leer. Todos los asistentes se miraron confundidos, los hombres de los coches tenían abrigos grises y miraban a su alrededor, observando a los asistentes al entierro, con los dientes apretados.

Entonces un hombre viejo se separó del grupo. Annika lo siguió con la mirada, boquiabierta; era un militar que caminaba pesadamente con expresión adusta. Sólo tenía ojos para el ataúd. Lucía muchas condecoraciones en su uniforme. Sostenía una pequeña bolsa de papel en una mano, todos los asistentes se apartaron de él. Annika se paró al otro lado de la tumba y vio asombrada al viejo caer de rodillas, quitarse la gorra con visera y comenzar a murmurar cosas incomprensibles. Su cabello era gris y escaso, y su cara pálida. Arrodillado, rezó, mucho tiempo, respirando pesadamente.

Annika no podía dejar de mirar, escuchaba intensamente su voz entrecortada.

Luego, él se levantó trabajosamente, cogió la bolsa, introdujo en ella una mano, la sacó y esparció un puñado de algo sobre el ataúd. ¡Tierra! ¡Un puñado de tierra!

Los murmullos aumentaron de volumen. Annika escuchó cómo caía otro puñado de tierra, algunas palabras, tristes, cargadas de significado. Un tercer puñado y cesaron los murmullos. El hombre guardó de nuevo la bolsa en el bolsillo y se sacudió las manos.

lo sabes todo sobre Aida, pensó. Conoces sus demonios. Se apresuró a rodear la tumba; el hombre estaba alejándose hacia los coches y los otros hombres. Lo agarró por la manga del abrigo.

– ¡Por favor, señor!

El hombre se detuvo, asombrado, y la miró por encima del hombro.

– ¿Quién es usted? -preguntó ella en inglés-. ¿De qué conocía a Aida?

El hombre la miró fijamente, intentando soltar su abrigo de la mano de Annika.

– Soy periodista -dijo Annika-. Conocí a Aida unos días antes de que muriera. ¿Quién es usted?

De repente, los hombres de los abrigos oscuros estaban por todas partes, se interpusieron entre ella y el militar, parecían alterados, le preguntaron algo al hombre, dijeron la misma cosa varias veces, el viejo negaba con la mano, les volvió la espalda y todos regresaron a sus coches: una masa gris. Entraron, pusieron en marcha los vehículos y se alejaron entre los árboles.

Sudorosa y pálida, Annika les siguió con la mirada.

Ella había entendido una palabra que el hombre murmuró junto a la tumba, una sola. La había dicho varias veces, estaba completamente segura.

Bijelina.

Las mujeres dieron un paso hacia la tumba, todas dijeron algo, dejaron caer las flores en la tumba. A Annika le entró pánico. Ella no tenía ninguna flor, no tenía nada que decir, sólo perdón, perdón por haberla decepcionado, perdón por haberla arrastrado hasta la muerte.

Se dio la vuelta, tropezó, tenía que salir de allí, no podía quedarse más.

El viejo debía de estar muy cerca de Aida, quizá fuera su padre.

Entonces Annika lo pensó: ¿Y si él sabe lo que he hecho?

Sólo trataba de ayudar, protestó en silencio. No quería hacerle daño.

Fue hasta la parada de autobús, vacilante por la culpa y la vergüenza; tenía náuseas, quería vomitar.