Una vez que hubo salido por el agujero de la valla y se había alejado unos metros, alguien le puso una mano en la boca.
Su primer pensamiento fue que los hombres del abrigo gris habían vuelto a buscarla. El viejo militar quería ajustar cuentas.
– Tengo una pistola en tu espalda -le advirtió un hombre-. Sigue andando.
Annika no podía moverse. Se quedó petrificada en el camino, con Ratko detrás de ella.
Él la agarró del pelo y le tiró de la cabeza hacia atrás.
– ¡Camina!
Voy a morir, pensó, voy a morir.
– ¡Camina, zorra!
Cerró los ojos sin poder respirar del pánico, y comenzó a caminar a tropezones hacia delante. Sentía el aliento del hombre en la nuca, olía mal.
Después de unos diez metros se detuvo.
– Sube al coche -le ordenó.
Ella miró a su alrededor, con el cuello rígido, ardiéndole el cuero cabelludo, ¿a qué coche?
Él la golpeó en el rostro, ella notó que algo caliente le bajaba desde los labios, y de pronto se puso alerta. La violencia le era familiar, estaba acostumbrada a los golpes, podía soportarlos.
– ¿Y si me niego? -preguntó; habían empezado a hinchársele los labios.
Él la golpeó de nuevo.
– Entonces te mato aquí mismo -respondió.
Le miró a la cara, enrojecida por el frío, con signos de cansancio. Notó que su propia respiración se hacía más rápida y superficial. Su campo visual empezó a oscilar. No tenía fuerzas para aquello, no quería.
– Adelante -dijo ella.
Sus palabras pusieron al hombre en el disparadero; sacó una cuerda, empujó a Annika contra el vehículo, un pequeño coche azul, le puso las manos a la espalda, y la ató. Luego le apretó el frío cañón de pistola contra la nuca.
– Ya sabes lo que le pasó a Aida.
Ella cerró los ojos, el mecanismo de defensa se puso en marcha, no sentía nada, se metió hacia adentro, tratando de no oír nada.
Tenía que hacer lo que le pedía.
– ¡Entra ya, maldita sea!
Ratko abrió la puerta del coche azul. Petrificada, Annika cayó en el asiento de atrás y vio al hombre rodear el coche, ponerlo en marcha y conducir. Le miró la nuca; agrietada y roja, y tenía caspa en el cuello de su chaqueta oscura. Se sintió separada de la realidad; plexiglás entre ella y el mundo. Veía pasar las casas, ninguna persona, nadie que se interesara.
– Tengo la pistola en el regazo -dijo Ratko-. Si intentas algo, te mato.
El sol empezaba a ponerse, el día era rojo y frío. Pasaron Los Azules, Solnavägen, coches, personas, nadie a quien ella pudiera gritar, nadie que pudiera ayudarla. Estaba atada en el asiento trasero de un coche mugriento, sentada sobre sus manos atadas, que le dolían. Intentó moverse para aliviar el peso sobre ellas.
El hombre en el volante giró, la miró rápido por encima del hombro y gritó.
– ¡Estate quieta, demonio!
Ella se paró a mitad de movimiento.
– Estoy muy incómoda.
– ¡Cállate la boca!
El desvío hacia Norrtull, Sveaplan, Cedersdalsgatan. El tráfico bramaba alrededor de ella, miles de personas, pero tan sola, siempre sola.
Cerró los ojos, vio el ataúd de Aida delante de ella, la espalda inclinada del hombre y las palabras que murmuró.
Quizá ahora me toca a mí.
Se encontraron con un atasco poco antes de Roslagstull, y podía ver directamente el interior de otro coche pequeño; una madre con un niño. Ella la miró fijamente, intentó captar su mirada. Al fin la mujer percibió que la observaban y miró a su vez. Annika abrió mucho los ojos, movió la boca con movimientos exagerados.
– Socorro -dijo sin sonido-, ¡ayúdeme!
La mujer volvió la cabeza bruscamente.
¡No!, pensó Annika. Mírame. Ayúdame.
– ¡Socorro! -gritó, y golpeó la cabeza contra el cristal-. ¡Socorro, socorro!
Los golpes resonaban en su cabeza, estaba a punto de marearse, el vidrio era duro y frío.
Ratko se puso rígido pero no se movió, siguió lentamente la cola hacia Roslagsvägen.
Annika se arriesgó más y gritó a pleno pulmón.
– ¡Me ha secuestrado! -gritó-. ¡Socorro, socorro!
Los coches pasaban a su lado, uno y luego otro, pasaban a un metro pero a mil años de distancia, aislados. Abrió la boca, gritó, se retorció, sudaba, se mareó, se puso ronca. Se tiró contra la ventana, gritando con todas sus fuerzas, pegó con la cabeza en el cristal. Un hombre en un Volvo nuevo captó su mirada, la miró preocupado, Ratko se volvió contra el hombre, alzó los hombros y sonrió. El hombre le devolvió la sonrisa.
Annika paró, jadeante, la humillación se le dibujaba en la cara.
No era una buena idea. Los hombres que la rodeaban tenían ya bastante con sus cosas. ¿Cómo iban a ocuparse de una loca en la fila de los coches de al lado?
Se quedó callada, la cabeza le dolía por los golpes, y empezó a llorar. Ratko no dijo nada. Salió de Roslagstull, pasó delante del Museo de Ciencias Naturales e Historia y dobló en Albano. Annika dejó que las lágrimas le corrieran por las mejillas. Se acabó. Nunca pensé que todo acabaría así.
El coche se internó por varios caminos rurales; ella alcanzó a ver los carteles de Björnnäsvägen, Fiskartorpsvägen, bosques, árboles.
Al fin, el coche se detuvo. Annika miró hacia delante; al otro lado de la ventanilla había un viejo cobertizo. Ratko dio la vuelta, buscó algo en el maletero, abrió la puerta del acompañante y bajó el asiento delantero.
– Sal del coche -dijo él.
Ella obedeció, le dolía la garganta.
– ¿Qué quieres de mí? -le preguntó, ronca.
– Entra en el cobertizo -dijo el hombre.
Le dio un empujón y ella avanzó, dando tumbos y mareada, a punto de desmayarse.
El interior del cobertizo estaba oscuro. El día que terminaba ya no tenía fuerzas para colarse entre las fisuras de las paredes, y dejaba la leña y las telas de araña en las sombras.
Ratko la empujó sobre un tronco de cortar que había en un rincón. Annika sintió el terror a lo largo de la espalda, las paredes se movían, inseguras. Él ató una soga alrededor del tronco y le aseguró los pies a él. Después se inclinó y le susurró al oído, la voz dura y baja.
– Soy yo quien pregunta -dijo-, y tú quien contesta. No es una buena idea que te hagas la fuerte; todos acaban por hablar, antes o después. Te evitarás mucho sufrimiento si respondes pronto.
Ella respiraba rápidamente, sintiendo cómo crecía el pánico en su interior. Ratko cogió su bolsa de deporte, hurgó en el fondo y sacó su semiautomática. Se puso delante de ella, inclinándose un poco, y le apuntó a la cara con el arma.
– El cargamento -dijo-. ¿Dónde está?
Ella tragó saliva, respiró, respiró, tragó saliva.
– ¡El cargamento! -gritó ahora-. ¿Dónde demonios está?
A Annika le temblaba todo el cuerpo, de manera incontrolable. Cerró los ojos; era incapaz hablar.
– ¿Dónde está?
Sintió el cañón del arma contra su frente y empezó a llorar de pánico.
– ¡No lo sé! -tartamudeó-. Sólo vi a Aida una vez.
Él apartó el arma y le dio una bofetada.
– Deja ya de decir estupideces -le dijo. Con una mano le cogió la cadena-. Tú tienes la cadena de oro de Aida.
Ella tembló, las lágrimas le bajaron hasta el mentón y más abajo, a la garganta.
– Fue un regalo -susurró.
Se quedó quieta, sin poder pensar, paralizada de miedo. El hombre soltó la cadena, se quedó en silencio un segundo, ella sentía su mirada.
– ¿Quién eres? -preguntó él en voz baja.
Ella tomó aliento.
– Soy… periodista. Aida me llamó al diario. Necesitaba ayuda. Me reuní con ella en el cuarto de un hotel. Luego llegaste tú y yo… te engañé. Después le di a Aida un número de teléfono al que debía llamar, personas que podían ayudarla a…