– ¿Por qué me engañaste?
La pregunta interrumpió su jadeante explicación.
– Quería salvar a Aida -susurró.
Sintió que el hombre se movía, su cara apareció justo delante de la suya.
– ¿Quién era el hombre en el entierro? -preguntó él, con los ojos brillantes.
Annika le miró fijamente, no entendía.
– ¿Quién?
– El militar -gritó, escupiéndole en la cara al decir las palabras-, ¡puta, tarada de mierda! ¿Quién diablos era el militar?
Ella cerró los ojos con fuerza.
– No lo sé -susurró, manteniendo los ojos cerrados.
– ¿De qué diablos hablabas con él?
Ella jadeó varias veces.
– Yo… le pregunté exactamente eso… que quién era… que de qué conocía a Aida.
– ¿Y qué dijo él?
Ella tembló, sin contestar.
– ¡¿Que qué dijo él?!
– No lo sé -lloriqueó Annika-, dijo Bijelina cuando estaba delante de la tumba, Bijelina, Bijelina, estoy segura…
Le llevó varios segundos darse cuenta del silencio de Ratko.
– ¿Bijelina? -repitió escéptico-. ¿Su ciudad natal?
Annika tragó saliva y asintió.
– Creo que sí.
– ¿Qué más?
– Yo no entiendo el serbocroata.
– ¿Qué dijeron los perros?
Ella lo miró, confundida.
– ¿Qué perros?
– ¡Los guardias, los tipos de la embajada, los de gris! ¿Qué dijeron?
Ella trató de hacer memoria.
– No lo sé. Nada que yo entendiera.
– ¡Me importa una mierda lo que entendieras! ¿Qué dijeron?
Volvió a tocarle la frente con el arma; ella se derrumbó, cerró los ojos y se quedó allí jadeando, con la boca medio abierta.
– Si no hablas -dijo Ratko-, no tiene sentido tener boca, ¿no te parece?
Él volvió a meterle el cañón del arma en la boca, le golpeó los dientes, ella notó el sabor del metal, el frío. Por un momento se le fue la cabeza y se sacudió.
– ¿Qué dijeron los escoltas? ¿Vas a contármelo?
Oscuridad, frío, ¿había cerrado los ojos o el día había muerto?
– Por última vez, ¿qué le dijeron los guardias al militar? ¿Vas a contármelo?
Ella asintió, despacio; la boca del arma se movió, golpeó sus dientes de nuevo, ella pudo respirar, quería vomitar.
– Repitieron algo varias veces -susurró-. Algo como porut… algo así. Porutsch. Porutschn…
– ¿Porutschinick? -preguntó Ratko con voz tensa.
– Quizá -susurró ella.
– ¿Qué más? ¿Qué más dijeron?
– No lo sé.
El arma se apretó otra vez contra sus dientes.
– Mii… -dijo-. Miisch… miischitj.
– ¿Michich?
El arma desapareció. Ella asintió.
– Eso es. Dijeron Michich.
Ratko se quedó mirando a aquella patética tipa que tenía delante y notó cómo surgía el triunfo entre sus piernas. ¡Qué golpe de suerte! Había dado en el clavo. Él sabía, entendía; allí, en aquel oscuro cobertizo, todo empezaba a encajar.
Porutschinick Michich.
Con rapidez recogió sus cosas y metió el arma en la bolsa. La cuerda la dejó, se podía comprar en cualquier ferretería de Suecia y no tenía huellas digitales.
– Siempre sabré dónde encontrarte -amenazó con la misma letanía que utilizaba para todos los informantes-. Si alguna vez dices una sola palabra de lo que ha pasado aquí hoy, te mato, ¿me has entendido?
Desmoronada, con la cabeza entre las rodillas, pareció no haberle oído.
– ¿Me entiendes? -le gritó al oído-. ¡Te mato si hablas!, ¿entendido?
Le temblaba todo el cuerpo, y de repente él echó una mirada al reloj; era hora de irse.
– Una puta palabra y estás muerta. Te pongo la pistola en la boca y después desparramo tu cerebro en medio de Djurgården, ¿entendido?
Abrió la puerta y echó una última mirada hacia ella: no hablaría. Y qué si lo hiciera. Si alguna vez le cogían habría cosas mucho más graves por las que juzgarlo.
Salió a la noche invernal, cerró la puerta tras de sí, y suspiró.
Porutschinick Michich, o, más bien, Porucnik Misic.
¡Allí estaba! No daba crédito a su suerte.
Abrió el maletero, metió allí las armas que tenía en la bolsa y las tapó con una manta sucia.
Suerte, y una mierda, pensó. ¡Eso era destreza! Empiezas el interrogatorio con algo que te importa una mierda, y cuando menos lo esperas cae la presa.
Se sentó en el coche. Tiró la bolsa en el asiento del acompañante, el coche arrancó como debía. Dobló y condujo hasta Frihamnen.
El coronel Misic era una leyenda dentro del KOS, el servicio de contraespionaje del ejército yugoslavo. El hombre que sobrevivió a todas las purgas, el hombre al que escuchaba Milosevic.
Ratko encendió el sistema de calor del coche, pronto se terminaría el frío.
No sabía por qué, pero aquel hombre y Aida eran íntimos. Los detalles, la naturaleza exacta de su relación, no le interesaba, pero ahora conocía los hechos. Sabía lo que había salido mal, por qué le habían arrebatado el poder.
Aida debía de tener un protector, y debió de enviarle un mensaje antes de morir.
Se encogió de hombros y los sacudió; tenía los músculos rígidos y tensos. Ya no le importaba, Aida de Bijelina podía pudrirse tranquila en su puta tumba junto a la estación de gasolina de Solna.
Salió de Tegeluddsvägen y fue hacia la zona del puerto, vio los carteles de Tallin, Klaipeda, Riga, San Petersburgo. Dejó el coche en un lugar vacío del aparcamiento. Estaba reservado, pero ¿a quién cojones le importaba? Cogió la bolsa de deporte llena de dinero y sus ropas, volviendo la cara al tonificante viento, y respiró hondo.
La luz de los focos bañaba el terreno entre los almacenes con tonalidades doradas. Vio la zona de los tráileres al otro extremo del aparcamiento, casi al lado del mar.
Ahí fue donde comenzó todo, pensó.
O, mejor dicho, donde todo terminaría.
Echó una mirada al reloj.
Ya era hora.
Annika oyó que el coche se ponía en marcha y se alejaba. Aún tenía el regusto del sabor metálico en la boca. Se sentó inclinada hacia delante, en medio del silencio; todo era quietud, oscuridad.
Tenía frío. Sentía el cuerpo entumecido, la mente paralizada. Se quedó sentada en aquel tronco, estaba a punto de dormirse y casi se cae. El frío se hizo más intenso, y también la somnolencia.
Sería tan fácil, tan maravilloso, dejarse ir…
La cuerda con que tenía atados los pies no estaba prieta. Se la quitó, liberando sus extremidades, luego se tumbó en el suelo. Era incómodo. Se quedó quieta con la mejilla contra la tierra, notando las manos cada vez más frías y entumecidas.
Volvió a oír la conocida nota de la soledad, resonando arriba y abajo de la escala, en el oído izquierdo.
Pronto, pensó. Pronto terminará todo. Pronto todo quedará en silencio.
La idea hizo que aquel zumbido se apagara.
Sería el final.
Darse cuenta de ello hizo que Annika recuperase el sentido de la realidad. La tierra bajo su rostro estaba helada y áspera, y olía mal. Estaba acostada sobre uno de sus brazos, que se le había dormido desde el codo para abajo.
Se quejó.
Si seguía acostada con aquel frío, pronto todo sería enormemente silencioso.
Pugnó por levantarse, apoyándose en el tronco. El frío le había atravesado los vaqueros, estaba entumecida.
¿Y si él volviera?
Esa idea hizo que respirase más deprisa y a continuación más despacio.
Exhausta, empezó a llorar de nuevo.
Quiero irme a casa, pensó. Tengo salchichas para cenar y quiero irme a casa.
Lloró un rato, sacudida por los sollozos y el frío.