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– ¿Tetas grandes?

– ¿Se prestaría a una foto con el cuerpo pintado?

– ¿Sabemos cuál será este año el regalo de Navidad más popular? -preguntó Schyman-. ¿O si televisarán un clásico de Disney en Nochebuena, como siempre?

Se vieron cejas enarcadas, todos recordaban el escándalo cuando el toro Ferdinando estuvo a punto de ser desechado. Todos empezaron a hablar unos con otros y Schyman les dejó hacer. Miró al director en el rincón, con la frente perlada de sudor, sin que nadie le hiciera caso.

El pensamiento reapareció: Soy una mala persona.

Por otro lado, pensó, al menos yo sé lo que hago. Sinceramente, ¿qué hay de bueno en dejar que una persona incompetente sea un dirigente? ¿Tengo que permitir que un imbécil como Torstensson destruya este periódico y deje a cientos de personas sin empleo, y de paso se cargue un medio de comunicación?

– ¿Qué opina, Torstensson? -preguntó, tranquilo-. ¿Qué cree usted que debemos destacar?

El director se puso de pie.

– Tengo que preparar una reunión -respondió, luego arrastró la silla hacia atrás y se fue.

Cuando la puerta se hubo cerrado con un furioso portazo, Schyman alzó los hombros significativamente.

– Vale -dijo-. ¿Dónde estábamos?

Annika se levantó de la cama, helada e incapaz de pensar. Fue a la cocina, aún con el amargo sabor metálico en la boca, y se cepilló los dientes con energía. Se echó yogur en un cuenco, tomó un poco y sintió náuseas. Luego se sentó a la mesa durante un rato, contemplando el candelabro de la abuela, respirando, respirando, ondulándose las estrellas de paja.

Solo tenía recuerdos vagos e indeterminados de cómo había llegado a casa la noche anterior. Había salido del cobertizo y bajado por el sendero hasta la carretera; no sabía exactamente cuánto había caminado. Luego llegó a una granja y vio una parada de autobús. Casi se había quedado dormida en el banco mientras lo esperaba. Luego llegó un 56; los pasajeros eran absolutamente normales, nadie se había fijado en ella; nadie había visto que estaba condenada, marcada por la muerte.

La noche había estado plagada de pesadillas y sus propios gritos la habían despertado. Los hombres del Studio 69 habían intentado ahogarla, le costaba respirar y tuvo que levantarse. Se le caían las paredes encima y se fue a la sala de estar, se le enredaron las piernas y cayó al suelo. Encogió las piernas, en posición fetal, y su respiración era cada vez más superficial, tensa, convulsiva. Exhausta, se quedó donde estaba; le dolía todo el cuerpo, era incapaz de levantarse. Se quedó dormida, y se despertó cuando sonó el teléfono, pero no contestó.

Se sentó en el sofá y cerró los ojos, el ataúd blanco danzaba ante sus ojos, la cantinela del militar; el sabor del metal le llenaba la boca.

Las paredes palpitaban y se estremecían, y ella respiró hondo. Pasará, ya pasará. Fue a la cocina, el candelabro de la abuela brillaba; bebió agua, mucha agua, y eso le quitó el gusto a metal, y empezó a llorar. Abrió el armario de la cocina, miró otra vez la caja de píldoras en sus burbujas de plástico, 25 miligramos de Sobril, y recordó lo que le había dicho la médica. No era lo bastante fuerte para una sobredosis, pero resultaba peligroso con alcohol.

Annika sacó de la caja los lotes de pastillas y las tocó con suavidad. Chasqueaban y hacían frufrú en sus burbujas de plástico. Colocó la primera pastilla de la primera lámina sobre la taza de café, y apretó; la pastilla tintineó al tocar el fondo del recipiente de porcelana. Movió la lámina y apretó la siguiente pastilla y luego la otra, y la otra; así, todo el paquete.

Había un montoncito de pastillas en el fondo de la taza. Las olió, pero no olían a nada; probó una: sabía amarga. Las removió y cerró los ojos. Sentía que le crecía una opresión en el pecho y se obligó a introducir aire en los pulmones, jadeando, resoplando.

No debe mezclarlas con alcohol.

Dejó la taza en la encimera, fue al vestíbulo, se puso los zapatos, se secó los ojos, se agarró a la barandilla al bajar las escaleras, apoyándose contra la pared mientras descendía. Agnegatan y Garvargatan; se dirigía al establecimiento estatal de bebidas de Kungsholm. Estaba casi vacío; sólo mujeres mayores y un grupo de vagabundos. Les dio la espalda a los otros clientes y encontró un ejemplar manoseado del Kvällspressen de ese día en un banco; miró sin ver los titulares en negrita. Temblaba y se tambaleaba cuando le llegó su turno y el cajero le lanzó una mirada suspicaz. Compró vodka, una botella grande. Volvió por el mismo camino, vacilante mientras caminaba por la estrecha acera, con la bolsa que contenía el vodka balanceándose de un lado a otro y el periódico debajo del brazo. Finalmente, llegó a la casa, helada y desfallecida. Fue a la cocina; puso la taza, el periódico y la botella junto al candelabro de la abuela, se sentó y lloró.

No más, no podía soportarlo más. Las víctimas de Paraíso cuentan su historia, véase páginas 8, 9, 10 y 11.

Apoyó la cabeza en los brazos, cerró los ojos y escuchó su respiración. Para Aida todo había terminado. Ya no tenía que luchar más.

Annika se levantó, alcanzó el vodka y rompió el sello.

No tenía sentido posponerlo más tiempo. Mejor hacerlo ya mismo.

En una mano tenía el alcohol, en la otra las pastillas; cerró los ojos. El cristal estaba más frío que la porcelana.

No me queda nada, pensó.

Abrió los ojos.

Salimos de la sartén para caer en el fuego. Mia Eriksson, una de las mujeres engañadas y utilizadas por Paraíso, habla en exclusiva para Kvällspressen sobre el terror de la Fundación Paraíso. Hoy continúan las revelaciones.

Annika puso en la mesa la taza y la botella, dudó unos instantes y fue a la sala de estar a sentarse en el sofá, con las pastillas, el alcohol y el periódico.

En la página 8 estaba el artículo sobre Mia, en la 9 las entrevistas de Berit sobre los casos de Nacka y de Österåker. En la 10 y la 11 había testigos de otros casos, seguramente aquellos que se habían presentado el día anterior.

Dejó caer el periódico y se echó hacia atrás en el sofá. Ella tenía la culpa de la muerte de Aida, Rebecka había traicionado a Aida y revelado su escondite; pero Annika le había dado a Rebecka la posibilidad de hacerlo. Se tapó los ojos con las manos y volvió a ver el entierro, la luz bajo la cúpula, «I'm most at home when I'm free to roam». Porutschnick michich, Porutschinck michich, Porutschnick michich.

El teléfono volvió a sonar. Dejó que sonara y esperó hasta que el sonido se apagó. Después el silencio se hizo denso y opresivo. Se sentó derecha en el sofá, quitó el tapón de la botella, se le revolvió el estómago -el bebé- y removió las pastillas en la taza, rebosante de autocompasión.

No tiene puñetero sentido, pensó. Qué pésimo acuerdo. Pobre Aida, pobre Mia. Cogió el diario, buscó la página, leyó sus propias palabras.

El padre del primer hijo de Mia le pegaba, la amenazaba, la perseguía y la violaba. Cuando Mia se casó con otro hombre y tuvo un hijo con él, los abusos se incrementaron.

El hombre rompió todas las ventanas de su casa. Atacó al marido de Mia en la oscuridad. Intentó atropellar con su coche a ella y a los niños. Quiso cortarle el cuello a su propia hija para que no pudiera hablar.

Las autoridades no sabían cómo actuar. Hacían lo que podían pero no era suficiente. Pusieron rejas en la vivienda familiar. Cada vez que Mia salía de casa, la acompañaban asistentes sociales. Finalmente, los Servicios Sociales decidieron que toda la familia debía pasar a la clandestinidad.

Durante dos años residieron en moteles destartalados. No podían decirle a nadie dónde estaban, se les dijo que no podían salir. Ni siquiera los padres de Mia sabían si la familia vivía o había muerto. Ahora el Tribunal de Apelaciones había determinado que no podían llevar una vida normal en Suecia y que debían emigrar. La pregunta era adónde. Rebecka había afirmado que ella tenía la solución; pero la familia había salido de la sartén para caer en el fuego.