Annika se puso el periódico en el regazo y empezó a llorar.
¡La condición humana era tan terrible y el precio tan espantosamente alto! ¿Por qué en las guerras tenían que hacer daño a las mujeres y luego éstas debían huir? ¿Por qué no afrontábamos nuestras responsabilidades? ¿Por qué dejamos que mueran nuestros seres queridos? ¿Por qué Mia no podía tener una buena vida? ¿Por qué no tenía derecho a una vida normal, como todas las demás, con marido e hijos, trabajo y guardería?
Se levantó y fue a buscar un vaso de agua. Se hundió en el sillón con el artículo en el regazo de nuevo.
Los problemas de la gente, pensó, no deberían ir más allá de tener que elegir los adornos de Navidad, o decidir si ir a ver a la abuela el viernes o el sábado, o tal vez si debería uno buscar un ascenso en el trabajo, o vivir en un apartamento o en una casa. Mia anheló para sí esa clase de problemas, pero su deseo no le fue concedido.
Se quedó mirando fijamente el artículo, sus frases, sus propias conclusiones.
El derecho a tener un marido, un hijo, un trabajo y una vida normal.
No sólo para Mia o Aida, sino también para ella.
Annika dio un grito ahogado cuando comprendió. Contempló las pastillas que había en la taza y la botella de alcohol y se sentó inmóvil, mientras aquella revelación se apoderaba de su cuerpo.
La fuerza que la privaba de vida era la suya propia. Era ella quien iba a quitarse de en medio, ella quien se daba por vencida, la que se apeaba del tren antes de terminar el viaje, para que el mundo siguiera sin que ella supiera lo que le deparaba.
Oyó la voz de su madre en la cabeza.
«¡Nunca terminas nada. Siempre la fastidias! ¡Eres perezosa y cobarde y no das más que problemas!».
Annika se llevó la mano a la mejilla, notando aún el dolor de la bofetada que le había dado su madre hacía veinte años.
No, madre, pensó, te equivocabas, eso no era verdad. Yo pretendía terminar las cosas, pero siempre me adelantaba y pensaba en diferentes posibilidades, y eso te enfurecía, creías que era negligente. Birgitta nunca fue negligente.
No había pensado en su infancia durante muchos años, ¿por qué ahora?
Cuando nos decías que dibujáramos un pájaro, Birgitta dibujaba un pájaro, yo dibujaba un bosque lleno de pájaros y otros animales, y entonces te enojabas; yo hacía las cosas mal; no te obedecía.
Le vinieron a la memoria más recuerdos: la ira de su madre cuando iban a esquiar o a nadar o cuando los sábados hacían la limpieza semanal. Su madre siempre encontraba una razón para gritarle; si era rápida, no había limpiado en condiciones; si lo hacía a conciencia, se había entretenido; si resbalaba con los esquís durante un paseo campo a través con la familia, estaba tratando de estropearles adrede el día; si cogía velocidad, iba demasiado deprisa; si trataba de seguir el paso a los demás, estaba en el medio.
Nunca hacía nada bien, pensó Annika, sorprendida por la conclusión, sin saber de dónde le venía.
Pero no era culpa mía.
Las palabras tuvieron un impacto físico en ella, causándole un hormigueo en la yema de los dedos.
Aquellos arrebatos no tenían nada que ver con ella, era su madre la que tenía un problema. Su madre no soportaba su propia vida y lo pagó con Annika.
Boquiabierta, Annika miraba al vacío. Se había retirado una cortina ante ella, dejando entrever un paisaje virgen; veía las causas y los efectos, las consecuencias y la situación.
Su madre no tuvo fuerzas para quererla. Era triste y doloroso, pero ella no podía remediarlo. Su madre había hecho cuanto había podido, pero no lo había hecho muy bien. La verdadera cuestión era cuánto tiempo debía seguir Annika castigándose a sí misma. La verdadera cuestión era cuándo pensaba tomar las riendas de su propia vida, romper el círculo vicioso y convertirse en una persona adulta.
Podía dejar que Barbro siguiera mangoneándola y Annika podía aceptar el papel de persona inútil, la que fastidia a los demás, la que siempre está en el medio, la que nunca logra nada.
Su vida era suya, ella tenía derecho a tenerlo todo. ¿Quién, aparte de ella misma, iba a impedírselo?
Una vez más, se echó a llorar. No fue un acceso violento; las lágrimas eran cálidas y llenas de tristeza.
La seguridad era cosa del pasado. Nadie habría dicho que aquélla era una sociedad que funcionaba de manera eficiente tan sólo diez años antes.
Ratko caminaba deprisa, con determinación y las manos en los bolsillos. En aquella época esta ciudad se llamaba Leningrado y desde luego no había matones merodeando por ahí; las putas podían caminar por el centro en mitad de la noche sin siquiera pensar que pudiera ser peligroso. Hoy todos tenían que tener, hasta él, ojos en la nuca. No había ningún filtro en las bandas; cualquier puto pueblerino podía hacer carrera en el crimen o el robo.
Capitalismo, pensó con desprecio. Eso demuestra que no funciona.
Trató de tranquilizarse. La avenida Nevsky era bastante segura. Las calles principales solían serlo. Sólo doscientos metros después de doblar la esquina en Mayakovskaya ya habría llegado.
La bocacalle estaba más oscura. Vio varias figuras aparecer entre las sombras y cruzó al otro lado para evitarlas. Se dio cuenta de que estaba empezando a ponerse paranoico.
La puerta estaba cerrada y apretó el intercomunicador. La cancela se abrió sin que nadie dijera nada, sólo echó una mirada cuidadosa a la cámara de seguridad escondida en la parte alta de la puerta de entrada.
La escalera apestaba. En todos los descansillos había cubos llenos de basura y trastos, desconchones en las paredes y montones de cemento por los rincones.
Algunas cosas no cambian nunca, pensó. ¿Por qué esta gente no puede mantener las cosas limpias y ordenadas?
Subió hasta arriba; no había ascensor. El timbre no funcionaba, golpeó suavemente la puerta de madera, desgastada, con el color deslucido. Se abrió sin hacer ruido; por el otro lado, la puerta estaba reforzada de acero.
– ¡Ratko! ¡Viejo cabrón, he oído que te buscan!
Su viejo amigo del Este había engordado aún más. Se abrazaron e intercambiaron besos en las mejillas.
– ¡Esto hay que celebrarlo, saca algo fuerte!
Unos jóvenes se deslizaban como ratas, llevando alcohol, vasos y cigarrillos. Él acompañó a su amigo por el pasillo con su ajado papel aterciopelado; crujía el entarimado que había bajo el suelo de linóleo. Entraron en la habitación del fondo y se sentaron. Cuando llegó la bebida, su amigo ordenó a las ratas que los dejaran solos.
La puerta se cerró, su amigo llenó las copas; bebieron y después la cosa se puso seria.
– Necesito dinero -dijo Ratko en voz baja-. Tengo entre manos una gran inversión. -Le contó a su amigo sus planes, cómo desarrollaría el nuevo negocio, los clientes, los contactos, los socios.
Su amigo le escuchó sin interrumpirlo, sentado con las piernas abiertas en la silla, la cabeza inclinada y el vaso en la mano.
– Tengo siete millones de coronas contantes y sonantes -dijo Ratko-, pero, como comprenderás, necesito más para ponerlo en marcha. Tengo que encontrar a la gente adecuada.
Su amigo bebió y asintió.
– ¿De qué se trata?
Ratko sonrió.
– Se trata de una industria que está empezando. Va a crecer como el demonio. La cosa es estar ahí desde el comienzo.
– ¿Las condiciones de siempre?
– Por supuesto -dijo Ratko.
Su amigo suspiró con una crisis de asma.
– ¿Cómo llegarás hasta allí?