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– Vuelo directo a Ciudad del Cabo. Mi pasaporte noruego es reciente; resultó dificilísimo entrar en el país y más aún lo será salir. Tengo que marcharme esta misma noche.

Su amigo no contestó, no movió un músculo. Siguieron bebiendo.

– ¿Cuánto necesitas?

Ratko sonrió una vez más.

Jueves, 6 de diciembre

Las oficinas de la Asociación de las Autoridades Locales Suecas estaban en un lugar discreto a dos manzanas de Slussen. Thomas contempló las líneas bien definidas del edificio de estuco dorado; aquélla era la fortaleza del poder, el lugar donde se tomaban las decisiones. Llegar allí era su meta en la vida, o, mejor dicho, una de sus metas. Tomó aliento largamente, con sudoración en las palmas de las manos.

Dios, realmente quería aquel puesto.

El vestíbulo era espacioso y claro. Una mujer con auriculares estaba sentada tras una ventana en el mostrador, con aspecto de estar ocupada. Se anunció y se sentó en un sofá, cerca de la entrada, con su maletín. Trató de leer Metro, pero no podía concentrarse.

– Thomas Samuelsson, me alegro de verle.

Él se levantó y trató de sonreír. El director salió a su encuentro desde los ascensores, le estrechó la mano y le dio unas palmaditas en el hombro con la mano izquierda.

– Me alegra mucho que haya podido venir a pesar de haberle avisado con tan poca antelación.

El hombre no esperó respuesta. Arrastró a Thomas por la escalera, a un jardín a través de un corredor y luego a un ascensor que subió varios pisos.

Nunca encontraría la salida de este laberinto, pensó Thomas.

Las puertas se deslizaban; cerradas, abiertas; personas por todos lados conversando, discutiendo, leyendo.

¿A qué se dedica toda esta gente?, se preguntó, confundido.

Fueron hasta la oficina del director, una bonita habitación en el séptimo piso, con vista a los tejados de Hornsgatan. Se sentaron uno frente al otro en unos cómodos sillones; una mujer entró y desapareció dejando café, pastelillos vieneses y galletas.

Thomas tragó saliva; se concentró en estar relajado.

– Los ayuntamientos dedican más de 12.000 millones de coronas al año para prestaciones sociales -dijo el director, vertiendo café en dos tazas con el emblema de la asociación-. Esos costes aumentan cada año, a la vez que los políticos están en disposición de bajarlos.

El director se echó hacia atrás y sopló su café. Thomas captó su mirada: era inteligente y astuta.

– Los beneficiarios de los subsidios sociales forman parte de esa parte de la sociedad que ocupa el último lugar en la lista de prioridades de los representantes del gobierno local -dijo el director-. Para ser completamente franco, digamos que los beneficiarios de los subsidios son considerados como parásitos sin interés. Más de las dos terceras partes de los políticos piensan que es muy fácil conseguir subsidios. Esto ha tenido devastadoras consecuencias para los ciudadanos. Sírvase, están recién hechos y son muy buenos.

Thomas mordió obedientemente un pastelillo vienés; estaba espantosamente dulce.

– El año pasado, los ayuntamientos del condado examinaron la actuación de los Servicios Sociales a nivel local -continuó el director-. Los resultados fueron deprimentes, y creo que debemos tomarnos esa crítica de manera constructiva.

El director alcanzó un informe a Thomas, que él revisó y comenzó a analizar.

– A grandes rasgos puede decirse que el público percibe los Servicios Sociales de manera negativa; los empleados son insensibles y poco comprensivos -dijo el director-. Incluso es difícil conseguir una cita con un asistente social. Muchos solicitantes encuentran obstáculos en la puerta o por teléfono. Se los despacha diciendo que no tienen derecho al subsidio. Como en ese momento no se ha tomado una resolución formal, tampoco tienen derecho a reclamar. Esto implica que se compromete la justicia de manera inaceptable.

Thomas hojeó el informe.

– Cada vez más gente se siente humillada por la actitud de los Servicios Sociales -prosiguió el director-; pero no es culpa del personal. La mayoría de los asistentes sociales hacen lo mejor que pueden; su carga laboral ha aumentado, así como el riesgo de errores. No podemos seguir así.

Thomas cerró el informe.

– Para ser sincero -dijo el director-: estoy muy preocupado. Da la impresión de que no podemos controlar la estratificación y segregación en la sociedad. Las comunidades deberían tener la posibilidad de romper las tendencias negativas pero carecemos de los conocimientos y recursos necesarios. Esta mañana me llamó desde Motala una mujer desesperada. Lleva diez años cuidando a su hijo discapacitado a tiempo completo, con la ayuda de un subsidio. En octubre las autoridades decidieron retirarle los servicios de un cuidador personal que ayudaba a su hijo. Y desde entonces cuida ella sola de él las veinticuatro horas del día. No podía parar de llorar. Me siento muy impotente en situaciones así.

El director se restregó los ojos. Thomas se dio cuenta de que su reacción y era profunda y verdadera, lo que no dejó de sorprenderlo.

– Eso debe de ser contrario a la ley -dijo Thomas-; una resolución así tiene que poder apelarse.

– Intenté explicárselo -dijo el director-, pero la mujer esta mañana ya no tenía fuerzas ni para vestirse. Leerle las leyes locales y describir las fórmulas de la apelación habría sido una burla. Llamé a los Servicios Sociales de Emergencia de Motala y les hablé de la situación. Y van a hacer algo al respecto.

Thomas observó el informe que tenía en el regazo. Algunas personas estaban pasando por un infierno.

– Tenemos que coordinar tanto los hechos como los recursos -dijo el director-. Aquí es donde entra su cometido. Los que solicitan subsidios sociales son tratados de muy distintas maneras dependiendo de dónde vivan, de cómo esté organizado el trabajo y de qué asistente les toque. Lo que necesitamos son unas directivas claras y una estrategia común en todos los ayuntamientos. Tenemos que revisar los casos de manera individual y estudiar las posibilidades de hacer visitas personales. Además, necesitamos desarrollar técnicas de trabajo en equipo dentro de cada departamento y entre departamentos, y, desde luego, es necesario llevar una documentación exhaustiva.

El director suspiró y esbozó una leve sonrisa.

– ¿Es usted nuestro hombre?

Thomas le devolvió la sonrisa.

– Absolutamente -dijo.

Annika salió de la ducha con el cuerpo dolorido después de haber ido a correr. Había olvidado cuánto disfrutaba corriendo, qué placer era cubrir distancias y volar. Cruzó el patio en bata y con botas de goma y se dirigió hacia las escaleras, con una sensación agradable.

Tomó un buen desayuno, hizo café y se sentó en la sala de estar con los periódicos.

Cuando vio la primera página del Kvällspressen empezó a zumbarle la cabeza: ¡Dios!, han detenido a Rebecka, la han trincado.

La historia de la Fundación Paraíso no estaba hoy en primera plana, pero había un recuadro en la cabecera que remitía a ella. Con dedos temblorosos, Annika buscó las páginas 6 y 7. Ahí estaba Rebecka, con la cara aún borrosa, ¡se la llevaban entre tres policías. ¡Bien!

Annika se quedó mirando la foto, centrada en los detalles, en las ropas claras de Rebecka, sus botas caras, los árboles descuidados del fondo; debió de tomarse en la casa de Olovslund. Fue a por más café, se sentó con el teléfono en las rodillas, dudando por un momento, pero luego marcó un número directo de la central de la policía.

– ¡Vaya! ¿Qué es de tu vida? -dijo Q.-. ¡Cuánto tiempo!

Annika sonrió al auricular.

– ¿Tengo alguna posibilidad de visitar a mi amiga, Rebecka Björkstig?

– Te quiere -dijo el policía-. Tú sí que sabes cómo hacer buenos amigos.

Annika dejó de sonreír.

– ¿Qué quieres decir?