Выбрать главу

– Si lo que escribiste en el periódico es cierto, quizá deberías tener cuidado -dijo él-. Eres la única que ha revelado los negocios de Rebecka.

– Imaginaba que ahora estaría muy ocupada -dijo Annika-. Hablando contigo, por ejemplo.

– Por ejemplo -dijo Q.-. ¿Qué quieres?

– ¿Es culpable?

– ¿De qué? ¿Deudas, cambios de identidad, negligencias a la hora de tratar con los ayuntamientos? Sí, definitivamente, porque esas cosas son delitos. ¿Cómplice de asesinato? No estoy tan seguro como tú.

– ¿Sabes si su organización llegó a funcionar?

– Sí, en un caso: el suyo propio. Se las arregló para desaparecer de los archivos oficiales. No es tonta. La cuestión está en si lo hizo de buena fe o si había intención de cometer delitos.

– ¿Pero todos esos cambios de identidad? ¿No resulta sospechoso?

– ¿Lo parece? Primero tomó el apellido de soltera de su madre y cambió de nombre, luego tomó un apellido completamente nuevo. La gente lo hace todos los días.

Hubo un silencio.

– ¿Alguna otra cosa? -preguntó Q.

– Los asesinatos del Frihamnen. ¿Los habéis resuelto?

Se oyó un profundo suspiro.

– La respuesta es no -dijo Q.-. No estamos seguros. Algo tiene que ver con la mafia serbia y con el desaparecido cargamento de cigarrillos, pero no sabemos con exactitud cómo se relaciona una cosa con otra. Va más allá del simple contrabando, hay algo que no terminamos de comprender.

Annika contuvo el aliento.

– ¿Tiene que ver con Aida Begovic?

Q. guardó silencio.

– Probablemente -respondió.

– ¿Está implicada Rebecka Björkstig?

– Eso es lo que estamos investigando ahora.

– En una ocasión ella dijo que estaba amenazada por la mafia serbia. ¿Podría ser eso cierto?

El policía suspiró.

– La cosa es así -dijo él-. La mafia serbia se dedica a toda clase de fechorías de las que nadie sabe nada, pero también se la culpa de cosas que no ha cometido. Björkstig también nos ha contado lo de las amenazas; parece que uno de sus acreedores, un tipo llamado Andersson, la amenazó con mandarle a sus contactos con la mafia.

– ¿Así que no existe ninguna conexión entre Rebecka y los serbios?

– No.

Annika cerró los ojos; dudaba.

– ¿Ratko? -dijo-. El cabecilla de la mafia de los cigarrillos, ¿saben dónde está ahora?

– En Serbia, tal vez; es el único lugar de Europa donde puede encontrarse un poco más seguro. No puede moverse libremente por ningún otro lado.

– ¿Podría estar en Suecia?

– Tendría que ser en visita relámpago, en ese caso. ¿Por qué lo preguntas?

Ella tragó saliva con fuerza y le volvió el sabor metálico a la boca.

– A propósito -dijo-, ¿qué significa poruschn… porutschnick michich?

– ¿Qué? -preguntó el policía.

– Porutschnick michich. Creo que es serbocroata.

– Espera un momento -dijo Q.-. No hablo con fluidez todos los idiomas habidos y por haber.

– Es importante -dijo Annika-. ¿Conoces a alguien que hable ese idioma?

Él gruñó.

– Tenemos traductores aquí -dijo-. ¿Es muy importante?

– Mucho.

Se oyó un golpe sordo cuando el policía dejó el auricular en la mesa. Ella le oyó salir de la habitación y luego una voz a lo lejos gritó «Nikola», seguido de «¿qué demonios significa Porutschnick michich?».

Los pasos volvieron.

– Es un rango y un nombre. Porutschnick significa coronel, y Misic es un apellido bastante corriente.

– ¡Mierda! -exclamó Annika.

– ¿Qué? Ahora tengo curiosidad.

– Ayer fue un hombre que se llamaba así al entierro de Aida, y tenía un montón de condecoraciones y cosas en el uniforme.

– Ajá -dijo Q.-. ¿Sería un viejo pariente? ¿Y?

– Iba con varios guardaespaldas en coches de la embajada. ¿No es un poco raro?

– Tal vez estaba aquí por lo de los aviones JAS, como todos los demás tipos turbios. Describe sus insignias.

Annika pensó detenidamente.

– Hojas -respondió.

– ¿Hojas?

– Sí, como hojas, y muchas medallas.

– ¿Viste lo que decían?

Ella cerró los ojos y suspiró.

– Decía Santa algo en una de ellas, creo.

Q. silbó.

– ¿Estás segura?

– Por supuesto que no. ¿Acaso crees que soy un puto ordenador o algo así?

– Puede que sea del KOS -dijo Q.-, aunque está casi destruido.

Ella se tiró en el sofá y miró al techo.

– ¿Qué es eso del KOS? ¿De qué hablas?

– Seguro que te ha hecho pensar en una isla griega, ¿verdad? KOS es el servicio de contraespionaje del ejército yugoslavo. Milosevic casi desmanteló toda la organización. Durante los últimos quince años ha habido una dura batalla por el poder entre el KOS y el RDB, que realmente el KOS perdió. Eso ha provocado mucho resentimiento entre la vieja guardia.

– ¿RDB? -preguntó Annika, confundida.

– Los chicos de Slobodan, la policía secreta, la élite de las élites, Servicio de Seguridad de Serbia. Ellos controlan el crimen y a la policía de Serbia; son unos tipos duros.

Annika absorbió la información algunos segundos.

– Perdona -dijo después-, pero ¿de qué trabajabas antes de ir a parar a homicidios?

– Eso es información clasificada -dijo él, y oyó que soltaba una burla.

– ¿Dónde vive un coronel del KOS cuando viene a Estocolmo por lo de los aviones JAS?

– Si se lleva bien con los chicos del RDB de la embajada, se aloja allí. Si no, se queda en uno de los grandes hoteles de la ciudad.

– ¿Como por ejemplo…?

– Yo empezaría con el Royal Viking.

– Te querré siempre -dijo Annika.

– Dispénsame de semejante cosa -dijo Q., y colgó.

El coronel Misic se alojaba en el hotel Sergel Plaza. Annika permaneció fuera de su cuarto varios minutos con la mano alzada para golpear, el pulso galopando por sus venas, antes de dejar, finalmente, que los nudillos dieran contra la madera. Oyó un «Da» inquisidor que venía de dentro, y golpeó otra vez.

La puerta se abrió y quedó entornada.

– ¿Da?

Vio una vieja cara, una espalda velluda, una camiseta.

– ¿Coronel Misic? Me llamo Annika Bengtzon. Me gustaría hablar con usted.

Intentó sonreír, de manera insegura.

El hombre la miró, su rostro estaba en la sombra. Ella no podía desentrañar su expresión.

– ¿Por qué? -preguntó él con voz opaca.

– Yo conocí a Aida -dijo ella en tono muy agudo, nervioso.

Él no contestó, pero no cerró la puerta.

– Lo vi en el entierro -dijo ella-. Hablé con usted.

El hombre dudó.

– ¿Qué quiere? -preguntó.

– Sólo hablar -dijo ella rápidamente-. Quiero hablar sobre Aida con alguien que la conociera de antes.

El viejo coronel dio un paso atrás y abrió la puerta. Estaba descalzo, se había subido los pantalones y los tirantes le colgaban hasta las rodillas.

– Entre y siéntese -dijo él-. Voy a buscar una camisa.

Annika entró en la habitación doble pero poco espaciosa, con dos camas pequeñas, una televisión, minibar, escritorio y sillas con patas cromadas. La puerta se cerró detrás de ella; se oyó a sí misma tragar saliva. El hombre había desaparecido en el baño, y por un instante se sintió presa del pánico.

¿Y si sale con una automática?

O un cuchillo.

Quizá él había matado a Aida.

Su pulso se aceleró nuevamente; estaba a punto de huir hacia el corredor otra vez cuando el hombre salió del baño con una camisa blanca, sin abrochar, y un par de calcetines en la mano.

– ¿Conocía bien a Aida? -preguntó él en un inglés con acento.

Annika bajó la mirada.

– No muy bien -dijo, y alzó la mirada hacia los turbios ojos del anciano-. Pero me hubiera gustado conocerla mejor.