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– Lleva puesto su collar -dijo el hombre-. El lirio bosnio, el corazón del amor. Fui yo quien se lo compró a Aida. Le quitó el encanto con las águilas serbias.

Annika se llevó la mano hacia el collar y notó que se ponía colorada.

El anciano se sentó en una de las camas, colocó el pie en la otra rodilla y se puso un calcetín.

– Siéntese -dijo.

Ella se sentó en la cama frente al militar, las rodillas temblorosas; dejó el bolso en el suelo, junto a la cama.

– ¿Por qué hace esto? -preguntó él.

Annika miró al anciano, sus mejillas moteadas de gris, los hombros enjutos, la figura pesada, la camisa que apenas lograría cerrar en el estómago, el cabello escaso.

La pena lo quebró, se dio cuenta. Una tristeza que enfermaría a cualquier persona.

¿Alguien sufriría así por ella?

De repente sintió que las lágrimas se le escapaban. Se tapó la cara con las manos.

El hombre seguía sentado, mudo, sin moverse.

– Perdón -susurró ella al fin, y se secó con el dorso de la mano-. Mi abuela murió hace poco, y aún no me he recuperado.

El militar se levantó, fue al baño y volvió con un rollo de papel higiénico.

– Gracias -dijo Annika; lo cogió y se secó.

El hombre la contemplaba, fijamente pero sin mala intención.

– ¿Por qué lleva la cadena de Aida?

Annika se secó bajo los ojos con el papel higiénico.

– La conocí un par de días antes de que muriera -dijo Annika-. Estaba enferma y tenía mucho miedo. Yo soy periodista, Aida llamó al periódico donde yo trabajo y pidió ayuda, yo intenté ayudarla…

– ¿Cómo?

Annika respiró hondo y dejó salir el aire sin un sonido.

– Ella estaba muy sola. No había nadie que pudiera ayudarla. La perseguía un hombre; tenía terror a morir. Yo la fui a ver porque ella tenía información de dos homicidios que se cometieron aquí. Después no pude dejarla, estaba enferma, le di un par de números de teléfono de una organización que se llama Paraíso… Creí que podrían ayudarla.

Ella lanzó una mirada al hombre; él escuchaba atentamente pero no reaccionó cuando ella nombró la fundación.

– La mujer que está detrás de Paraíso ha resultado ser una estafadora -dijo Annika-. Me siento muy culpable porque yo envié a Aida a esa organización.

Agachó la cabeza, sintió que las lágrimas acudían nuevamente; esperaba la ira del hombre.

Pero no llegó.

– Es bueno -dijo el hombre- ayudar a un amigo. Aida debió de apreciar lo que hiciste, puesto que te dio su collar.

– Lo siento tanto… -murmuró ella.

El viejo militar se levantó, fue hacia la ventana, se detuvo a mirar la plaza Sergel.

– Aquí murió ella -susurró-. Aquí murió Aida.

El silencio se hizo más denso, sintió la desesperación del hombre, vio que le temblaban los hombros. Se quedó sentada, insegura, las manos frías y torpes. Al fin cortó un pedazo de papel, se levantó y fue despacio hacia él. Las lágrimas corrían por sus mejillas, se le enredaban en la barba. Él no hizo ningún intento de coger el papel.

– Perdón -dijo Annika en voz baja-. Yo creí que la ayudaba.

El hombre le dedicó una breve mirada, después miró la plaza nuevamente.

– ¿Por qué se siente culpable? -preguntó.

– La mujer que está detrás de Paraíso; me temo que ella…

El hombre se volvió rápidamente, fue al frigorífico, cogió una botella de Slivovits y se sirvió un trago en un vaso.

– Aida eligió morir -dijo él, y alargó la mano con la botella hacia Annika.

Ella negó con la cabeza; él le puso el corcho y la guardó. Se dirigió nuevamente hacia la cama; se hundió en el colchón que crujió.

– ¿Quién era Aida, en realidad? -preguntó Annika-. ¿De qué la conocía?

– Yo he nacido en Bijelina -dijo el viejo-, igual que Aida.

Annika se sentó frente a él.

– ¿Conoce Bijelina?

Ella intentó sonreír.

– No, pero he visto fotos de Bosnia. Es muy bonito, con las montañas y las palmeras.

– Eso no existe en Bijelina -dijo el militar-. La ciudad se encuentra en una pradera, un poco al noreste de Tuzla; los inviernos son duros; las primaveras lluviosas.

Su mirada se fijó en un punto indefinido por encima de su cabeza.

– Ni siquiera el río es muy bello.

Él suspiró y miró a Annika.

– Seguramente has visto fotos del río, el Drina, que corre junto a la frontera serbia, pero las fotos famosas se tomaron en las afueras de Gorazde.

Ella sacudió la cabeza.

– Montañas de cadáveres -dijo él-, cuerpos que se tiraban al río Drina y quedaban atascados a la altura de Gorazde. Un fotógrafo danés entró en nuestras líneas y tomó esas fotos, que se publicaron en todo el mundo.

Annika tragó saliva, sí, lo recordaba, había leído una novela sobre eso, y el Kvällspressen había comprado los derechos de esas fotos en Suecia.

Él se calló, la mirada desapareció de la habitación de nuevo, Annika esperó.

– ¿De modo que usted es… serbio? -preguntó.

El viejo militar la miró, cansado.

– En aquellos tiempos uno crecía sin pensar en su origen -dijo-. Yo era hijo único, mi amigo más íntimo de la infancia era como un hermano para mí. Era el padre de Aida. Jovan era un hombre muy inteligente, pero como era musulmán no había caminos abiertos para él en el Estado. Él se hizo panadero, muy buen panadero.

El hombre calló, se restregó los ojos, la mano peluda, los dedos peludos.

– Pero usted no se hizo panadero -dijo Annika en voz baja.

– Yo hice carrera dentro del ejército -respondió el viejo-, como mi padre y mi abuelo antes que yo. Nunca me casé. Jovan, en cambio, tuvo una familia fantástica, una hermosa mujer y tres hijos talentosos. Yo los visitaba todos los años, en el verano y en Navidad. La hija era mi favorita. Aida. Ella era esbelta como un ángel, su voz tenía la claridad de una campana…

El viejo se tomó el alcohol de un solo trago y se secó la boca con el dorso de la mano.

– ¿Por qué se preocupa por Aida? -preguntó él.

– Soy periodista -dijo ella-, mi trabajo es escribir sobre lo que es importante y verdadero, describir la condición humana…

– ¡Ja! -soltó el hombre de pronto-. Los periodistas son lacayos, como los soldados. Ustedes golpean con mentiras, no con armas.

Annika parpadeó, sorprendida por su ira.

– ¡No es cierto! -dijo cuidadosamente-. Mi único lema es la verdad.

El militar miró su vaso vacío.

– ¡Ajá! ¿Sí? ¿Usted escribe al servicio del bien? ¿No recibe un sueldo por su trabajo?

Ella cerró sus manos.

– Por supuesto que sí, soy empleada en un periódico libre, que no está vendido a la publicidad.

– ¿Un periódico comercial, que se vende por dinero? ¿Cómo puede ser libre? Su voz está comprada, corrompida; es mentirosa.

El hombre se levantó de nuevo y se llenó el vaso. Esta vez no se molestó en convidar a Annika. Cuando volvió a sentarse, ella vio algún brillo en sus ojos; aquél era un hombre que en el pasado disfrutó discutiendo de cosas, que tuvo poder y el don de las palabras.

– El capital tiene su propia verdad -dijo él-. Está destinado sólo a multiplicarse a sí mismo, al precio que sea.

– No es cierto -dijo ella, sorprendida de su propia vehemencia-. Sólo una prensa libre y sin compromisos puede garantizar la democracia…

– ¡Democracia, sí! Sólo crea competitividad e inestabilidad, políticos que se ofrecen a los electores como putas, capitalistas que utilizan y explotan a su prójimo. No tengo mucha fe en vuestra democracia.

– ¿Y cuál es la alternativa? -preguntó Annika-. ¿Un Estado totalitario con la prensa censurada?

El hombre se inclinó hacia delante, casi sonriente.

– Sólo el Estado puede responsabilizarse de sus ciudadanos. Al Estado no puede regirlo otro propósito más que el bienestar de las personas. No son las voces libres las que hablan en sus diarios y en sus canales de televisión; es el capitalismo.