Decidió darse un baño. Entró en el cuarto de baño, encendió la luz, puso el tapón, dejó caer el agua, bien caliente. Se sentó en el váter mientras la bañera se llenaba, dejó que el frío del suelo le subiera por las piernas. Dio la bienvenida al dolor. Cuando el agua llegó hasta el borde y alcanzó sus pies, cerró los grifos. Fue hasta el cuarto, en la oscuridad, se quitó la ropa, la dejó cuidadosamente doblada en una silla.
Entonces el coronel se hundió en el agua caliente hasta la mandíbula; cerró los ojos durante un buen rato y dejó que el cuerpo se relajara.
Cuando el agua se enfrió salió de la bañera, se secó con cuidado, se afeitó, se peinó, sacó el uniforme de gala, todas las condecoraciones, las medallas por los servicios prestados. Se vistió lentamente y con esmero, pasó las manos por la tela del uniforme, se ajustó la gorra correctamente en la cabeza. Después fue a la caja de seguridad y cogió su arma de servicio.
Vio su reflejo en el cristal de la ventana. Su habitación del hotel flotaba por encima de los bordes de cementos triangulares de la plaza Sergel. Una mirada calmada y resuelta se cruzó con la suya en el cristal. Dirigió la vista a un punto nítido en la plaza de abajo: el lugar donde Aida había muerto.
Estaremos juntos, pensó el coronel Misic. Entonces se puso el cañón del arma en la boca y disparó.
Eleonor se secó la frente con el dorso de la mano.
– El asado está listo -dijo-. ¿Cómo van las patatas gratinadas?
Thomas abrió la puerta del horno y pinchó en el centro para comprobarlo.
– Necesitan un poquito más.
– ¿Ponemos papel de aluminio por encima para que las patatas no se quemen?
– Creo que no hace falta -dijo Thomas.
Eleonor se lavó las manos en el grifo de la cocina, se las secó en el delantal y soltó el aliento.
– ¿Tengo las mejillas coloradas de cocinar? -preguntó ella sonriendo.
Él tragó saliva y le devolvió la sonrisa.
– Estás muy guapa así -dijo él.
Ella se desató el delantal de la espalda, lo colgó del gancho y fue al dormitorio a cambiarse los zapatos. Thomas se dirigió al comedor con la ensaladera y la colocó entre los vasos de cristal, la porcelana inglesa, blanca y translúcida, y los cubiertos de plata. Observó la mesa, antipasto frío de entrante, las servilletas, el agua mineral, la ensalada, todo estaba en su lugar, menos el vino.
Suspiró, estaba cansado y habría preferido pasarse la tarde viendo la tele y pensando en su proyecto. Había estado leyendo el informe en el que las personas contaban cómo era vivir del subsidio social, cómo la marginalidad las destruía; lo desagradable que era estar allí sentado explicando por qué su hijo necesitaba unas zapatillas nuevas; la premura del asistente social, el constante sentimiento de humillación. Cómo se veían obligados a elegir entre arreglarse la dentadura o comprar medicinas. No poder permitirse nunca poner un pedazo de carne en la mesa. Los ruegos de los niños que querían unos patines o una bicicleta.
La desesperación de esas personas le había calado en la conciencia. No se le iba de la cabeza, como una herida que no cerraba. Si tuviera poder para cambiar las cosas… pensó, cerrando los ojos y respirando durante un rato.
Entonces oyó puertas de coches que se cerraban en el camino de entrada a la casa y esperó a oír el crujido y el chasquido de pisadas en la gravilla y el hielo.
– ¡Ahí están! -gritó en dirección al dormitorio.
Sonó la alegre melodía del timbre. Thomas se secó las manos y fue al vestíbulo a abrir la puerta.
– Bienvenidos; pasad, por favor, ¿me dais los abrigos?
Nisse, del banco local, los directores de la oficina de Täby y Djurholm y el director regional de Estocolmo; tres hombres, una mujer.
Eleonor, fresca, sonriente y hermosa, apareció cuando él ya se ocupaba de servir las bebidas.
– Me alegro de veros -dijo ella-. ¡Bienvenidos!
– Tenemos mucho que celebrar -dijo el director regional-. ¡Qué casa más bonita tenéis!
Él le plantó dos sonoros besos en las mejillas. Thomas se dio cuenta de que Elenor se ponía colorada, y eso le irritó.
– Gracias. Realmente nos gusta vivir aquí.
Miró de reojo a Thomas y él le devolvió una sonrisa forzada.
Bebieron un poco, y Eleonor dijo:
– ¿Os enseño la casa?
El grupo se alejó dando muestras de entusiasmo, y Thomas se quedó solo en la sala. Le llegaba la voz cantarina de su mujer.
– Pensamos reformar la cocina -dijo ella feliz- y poner una de gas; nos gusta mucho cocinar, y no hay nada como la llama… queremos instalar suelo radiante, de mármol a ser posible, y verde, que da sensación de paz… Y aquí abajo tenemos nuestro refugio, donde estamos pensando poner la bodega, nos parece que deberíamos cuidar mejor nuestra colección…
Él dejó a un lado la copa, sintió que le temblaba la mano. ¿De qué colección de vinos está hablando? Los padres de Eleonor tenían una buena bodega en el campo, con reservas de muy buena calidad, pero Eleonor y él no habían empezado a coleccionar nada; no habían tenido tiempo.
De pronto notó que le invadía el pánico y le paralizaba.
No, rogó, ahora no, tengo que poder con esto; al menos esta noche, es muy importante para Eleonor.
Thomas fue a la cocina, destapó el vino tinto para que respirase, abrió una botella de vino espumoso y lo sirvió en las copas de champán.
– ¡Una casa preciosa! -dijo el director regional cuando volvieron de la visita-. Las casas con dos niveles están muy bien.
Thomas intentó sonreír, pero no lo consiguió del todo.
– ¿Nos sentamos? -dijo.
Eleonor sonrió nerviosa.
– Una cena sencilla -dijo ella-.Thomas y yo estamos siempre tan ocupados… Thomas es el director financiero del Ayuntamiento de Vaxholm.
– Trabajo para los Servicios Sociales -dijo Thomas.
Eleonor fue al comedor y mostró a sus invitados su lugar en la mesa.
– Nisse, tú aquí… Leopold, aquí, a mi lado, Gunvor…
Los invitados alabaron la comida y el vino, y la atmósfera se animó. Thomas oía pequeños fragmentos de conversaciones sobre ganancias, resultados, mercado. Intentó comer pero no le pasaba la comida. Se sentía aburrido y mareado. El jefe regional solicitó la atención de todos, dando unos golpecitos en la copa.
– Quisiera proponer un brindis por Eleonor -dijo solemne-, nuestra maravillosa anfitriona, por sus fantásticos resultados en el banco durante el año. Debes saber, Eleonor, que la dirección del banco ha tomado nota de tus logros, tu tenacidad y entusiasmo, ¡salud!
Thomas miró a su mujer. A Eleonor le ardían las mejillas por los elogios.
– Y para ponerle la guinda al pastel, esta noche voy a revelar cómo la dirección del banco pretende expresar su satisfacción.
Los cuatro directores del banco se enderezaron, Thomas sabía que éste era el punto culminante de la noche, había llegado el momento de dar el hueso a los perros.
– Vosotros representáis a las sucursales con los mejores resultados de Svealand -dijo el director regional-. El rendimiento de las inversiones de capital ha vuelto a aumentar este año y las encuestas a las empresas y a los clientes particulares muestran una gran satisfacción.
Hizo una corta pausa para dar énfasis.
– También estoy en disposición de revelar que ya tenemos la evaluación que de los directores ha hecho el personal de las sucursales, y que los resultados no pueden ser mejores en vuestro caso. Por eso, con gran alegría, puedo informaros que la dirección del banco ha resuelto aumentaros tanto la prima como la participación en los beneficios.
Eleonor dio un grito ahogado, con un brillo de embeleso en los ojos.
– Y, además -agregó el director regional, inclinándose sobre la mesa-, tendréis también la oportunidad de entrar en el programa de directivos el año que viene.