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A estas alturas, los cuatro directores de banco ya no podían seguir callados por más tiempo y de sus labios salieron pequeños gritos de júbilo.

– Y, además -siguió el director regional-, el banco os proporcionará un muy ventajoso paquete de seguros de enfermedad. Eso significa que no tendréis que hacer ninguna cola para que se os atienda en un centro de salud… ¡Y eso también incluye a los cónyuges!

Absolutamente encantada, Eleonor miró a Thomas.

– ¿Has oído, cariño? ¿No es estupendo?

Ella se volvió otra vez hacia el director regional.

– Leopold, ¿cómo podremos estar a la altura de este reconocimiento? ¡Qué responsabilidad!

El director regional se levantó de nuevo.

– ¡Por nuestros éxitos!

Los demás se unieron a él.

– ¡Por nuestros éxitos!

A Thomas le entraron ganas de vomitar. Salió corriendo del comedor y se dirigió al baño. Cerró la puerta y se tiró sobre el inodoro, respirando entrecortadamente. El sudor le perlaba la frente y creyó que iba a desmayarse.

Preocupada, Eleonor llamó a la puerta.

– ¿Estás bien, cariño? ¿Qué te pasa?

Él no contestó, sólo quería llorar.

– ¡Thomas!

– Me siento mal -dijo él-. Ve con los demás, yo voy a acostarme.

– ¡Pero yo quería que tú hicieras el café!

Él cerró los ojos; con un gusto ácido en la garganta.

– No puedo -susurró él-. No puedo más.

Viernes, 7 de diciembre

Annika despertó tres minutos antes de las seis, sedienta y muerta de hambre. Al otro lado de la ventana, la noche invernal seguía impenetrable, oscura y fría. Se acostó de lado, miró el rectángulo luminoso del reloj despertador, que sonaría dentro de dieciocho minutos.

Tenía que estar en el hospital de Söder a las siete de la mañana. No podía comer ni beber nada, por la anestesia. Le pondrían un perno en el cuello del útero para abrirlo y poder aspirar el contenido.

Un niño, pensó. Rubio, como su padre.

Annika se puso boca arriba y miró hacia el techo, incapaz de encontrar ninguna forma en la oscuridad.

No hay prisa. Llegaré a tiempo.

Cerró los ojos y escuchó el nuevo día que empezaba a respirar. A las seis se ponía a funcionar el ventilador en la parte posterior del edificio, chirriaron los frenos del autobús 48 y oyó la sintonía del programa radiofónico de noticias Morgonekot, que se colaba por las paredes del piso de abajo. Sonidos que le resultaban familiares, cálidos, reconfortantes. Se estiró, alzó los brazos, los puso bajo la nuca y se quedó mirando la oscuridad.

La imagen del anciano oficial serbio se le vino a la memoria: tan apesadumbrado, resentido y solo. Él no tenía fe en la humanidad, sólo en el Estado: él eligió esa perspectiva. Siempre se tiene elección.

Aida había sido una francotiradora, una asesina; ella eligió serlo. Las circunstancias nos influyen, pero siempre podemos elegir.

Annika sintió de pronto el peso de la gruesa cadena de oro alrededor del cuello; se sentó, buscó el cierre torpemente, lo encontró y la dejó en la mesilla delante del despertador. Los verdes reflejos de las manillas destellaban sobre la superficie dorada del metal.

No quería la gratitud de una asesina.

Apagó el sonido del despertador, echó un vistazo de lado, se puso la bata y las botas, cogió la bolsa de aseo y corrió hacia el cuarto de la ducha al otro lado del patio. Se lavó el pelo, se enjuagó con cuidado los dientes para no tragar nada de agua antes de la anestesia.

Mientras subía a su apartamento, volvió a pensar en la posibilidad de suscribirse a un periódico matinaclass="underline" estaría bien leerlo mientras desayunaba. Un repaso al frigorífico dejó a la vista zumo, yogur, huevos, bacón, queso fresco con ajo y jamón italiano que había comprado en el cutre supermercado ICA la tarde anterior. Contempló el contenido de su frigorífico, con una mano en el tirador y la otra en su estómago.

Siempre tenemos elección.

Annika soltó el aire, sorprendida. Así de sencillo. Se rió. No era tan difícil.

Sacó el zumo, se sirvió un vaso grande, encendió un quemador y puso la sartén.

Bebió. Bebió.

Rompió huevos y los echó en la sartén y encima puso tiras de bacón. Tostó unas rebanadas de pan y untó queso con sabor a ajo. Mientras removía la tortilla, no dejaba de masticar.

Comía y comía.

Sintió la comida en el estómago, bebió el café muy caliente y el calor se le desparramó por el cuerpo, la cafeína la animaba. Encendió el candelabro sobre la mesa; el regalo de boda de su abuela, el candelabro de latón de Lyckebo; vio cómo saltaba la llama y se ondulaba. Sonrió a su imagen en el cristal de la ventana, la mujer de la bata con el cabello mojado; la mujer del candelabro iba a tener un hijo.

Fue al dormitorio, encendió la luz, vio los reflejos dorados en la mesilla. Se vistió, cogió la cadena y notó el pesó en la mano.

Pesaba. Pesaba mucho.

Por primera vez en un mes fue al pequeño cuarto que había detrás de la cocina, el cuarto de la criada, casi vacía salvo por la mesa del rincón y la silla con el respaldo roto. Ella nunca usaba esa habitación, en la que aún pensaba como el cuarto de Patricia.

Aquí, pensó ella. Aquí podía sentarse a escribir.

Miró el reloj. Eran casi las siete. A esa hora abría el taller de orfebrería del otro lado de la calle. Había entrado allí una vez, por equivocación, cuando quiso comprar unos pendientes por el cumpleaños de Anne Snapphane. Un hombre grandote y calvo con un grueso delantal de cuero y una tenaza en la mano apareció ante ella. Era mucho más alto que ella, y, aturdida, le preguntó si se hallaba en el lugar correcto. Sí, había dicho el orfebre, puesto que él vendía realmente pendientes de oro. Ella había terminado por comprar un par de zarcillos un tanto recargados.

Annika apagó el candelabro, se secó el cabello con una toalla, se caló un gorro, se puso el abrigo y unos zapatos y salió a la calle.

Había nevado por la noche, un manto suave cubría todavía las aceras. Sus pies dejaron una estela de huellas desde la puerta de su casa hasta la del taller del orfebre.

Él ya había abierto, tenía el mismo delantal grueso, la misma expresión jovial.

– Te has levantado pronto -dijo alegremente-. ¿Compras de Navidad?

Ella sonrió, negó con la cabeza y le mostró la cadena de Aida.

– Menuda cadena -dijo el orfebre, sopesándola en las manos.

Annika vio el metal relucir en sus grandes puños; seguro que él podría hacer algo hermoso con la gratitud de la asesina.

– ¿Es de oro? -preguntó ella.

El hombre raspó un poco en el cierre, se volvió y le untó una sustancia.

– Por lo menos de dieciocho quilates -dijo él-. ¿Quieres deshacerte de ella?

Annika asintió y el orfebre colocó la cadena en una balanza.

– Pesa mucho -dijo él-. Ciento noventa y cinco gramos, a cuarenta y ocho coronas el gramo.

Él cogió una calculadora.

– Nueve mil ciento veinte coronas, ¿te parece bien?

Annika volvió a asentir. El orfebre entró en el cuarto trasero, y volvió con el dinero y un recibo.

– Muy bien -dijo-. No lo quemes todo a la primera oportunidad.

Ella esbozó una leva sonrisa.

– De hecho -respondió-, eso es precisamente lo que pensaba hacer.

Los chicos de la tienda de informática de la esquina no abrían, en realidad, hasta las nueve, pero Annika vio que uno de ellos estaba sentado frente a un teclado en un cuarto de atrás del negocio. Golpeó la ventana, el chico alzó la vista, ella sonrió y agitó la mano; él salió del lugar y cerró la puerta.

– Ya sé que es temprano -dijo Annika-, pero quiero comprar un ordenador.