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Él abrió la puerta y se rió.

– ¿Y no puedes esperar hasta que abramos?

Ella sonrió.

– ¿Tenéis algo por nueve mil ciento veinte coronas?

– ¿Mac o PC?

– Me da lo mismo -respondió ella-, mientras no se estropee constantemente.

El chaval miró por toda la desordenada tienda. Ellos vendían ordenadores, nuevos y usados, arreglaban ordenadores, programaban, hacían servicios, soporte técnico y páginas web, todo según el cartel de la ventana. Annika pasaban delante de ese negocio más o menos ocho veces al día, y en general le daba la impresión de que pasaban el tiempo jugando con juegos de ordenador.

– Éste -dijo el chico, y puso una gran caja gris sobre la mesa-. Es de segunda mano, pero el procesador es nuevo y tiene mucha memoria. ¿Para qué vas a utilizarlo?

– Como máquina de escribir -respondió Annika-. Y para navegar un poco.

El chaval dio unas palmaditas en la caja.

– Éste es perfecto. Ya tiene instalados todos los programas, Word, Excel, Explorer…

– Me lo llevo -lo interrumpió ella-, con una pantalla, y todo eso.

El chaval dudó.

– ¿Quieres todo lo demás también por nueve mil coronas?

– Nueve mil ciento veinte. El disco duro está usado, ¿no?

El chaval suspiró.

– Vale, pero sólo porque es muy temprano.

El chico la dejó un momento delante del mostrador, salió a la parte de atrás y volvió con un pequeño monitor.

– No es muy grande, pero es una pantalla con garantía -dijo él-. No emite mucha radiación, hay que tener cuidado con esas cosas. Yo me mareo un poco con los monitores viejos, es como si el cerebro se me empezara a encoger. ¿Algo más? ¿Disquetes?

– Sólo tengo nueve mil ciento veinte coronas.

Él suspiró otra vez, sacó una bolsa de papel y la llenó con un par de altavoces, un ratón, una almohadilla, algunos paquetes con discos, cables y un teclado.

– Y una impresora -dijo Annika.

– Ten piedad -dijo el chico-. ¿Por nueve mil ciento veinte coronas?

– Puedo llevarme una de segunda mano -dijo Annika.

Él volvió al almacén y regresó con una caja nueva en la que ponía Hewlett Packard.

– Acabo de regalar el disco duro -dijo él-. ¿Ponemos algún regalito más ya que estamos?

Ella soltó una carcajada.

– Así está bien, pero ¿cómo me lo llevo a casa?

– Por ahí no paso -dijo el chaval-. Tendrás que llevártelo tú sola. Sé que vives en el barrio, te he visto por ahí.

A Annika se le enrojecieron las mejillas.

– ¿Que me has visto?

Él sonrió un poco avergonzado. Era un encanto, y tenía el pelo negro y rizado.

– Pasas siempre por aquí -dijo él-, y siempre vas con prisa. Debes de tener una vida interesante.

Ella aspiró hondo.

– Sí -respondió ella-, realmente sí. Aunque soy bastante débil y necesito ayuda con todas estas cosas.

Él protestó y puso los ojos en blanco; cogió con firmeza la impresora y fue hacia la puerta.

– Espero que vivas cerca -dijo.

– En un último piso, sin ascensor -dijo Annika y sonrió.

El cielo comenzaba a aclarar cuando se sentó a la mesa en la habitación del servicio con su bloc de notas al lado. Mirando hacia el patio, vio los adornos de Navidad y las estrellas de paja balanceándose.

Es una habitación estupenda, pensó. ¿Por qué no la he utilizado antes?

Revisó todo de cabo a rabo, una y otra vez; escribió; borró; cambió. Fue hasta ese nivel de la conciencia en la que el tiempo y el espacio se suspenden; dejó que las palabras fluyeran, y que las consonantes danzaran.

De pronto sintió que tenía hambre otra vez. Corrió a la calle, buscó una pizza en la tienda de la esquina y se la comió junto al ordenador.

Para cuando terminó la impresión -la impresora era de cartuchos de tinta, increíblemente lenta- había empezado a oscurecer. Annika metió los papeles en un archivador de plástico, guardó el documento en un disquete y se fue a la comisaría de policía.

– No puedes venir aquí cuando te apetezca -dijo Q., algo irritado cuando la vio en la recepción-. ¿Qué quieres?

– He escrito un artículo y quiero que me des tu opinión -dijo ella.

Él protestó.

– Por supuesto… Y supongo que no puede esperar, como siempre.

– Exacto.

– Vamos a tomar un café.

Fueron a la cafetería de la esquina y pidieron café y unos sándwiches. Annika sacó la carpeta de plástico.

– No sé si me lo publicarán -dijo ella-. Voy a ir al periódico y les daré este material en cuanto haya hablado contigo.

El inspector la miró con atención y cogió el escrito.

Leyó en silencio; hojeó las páginas; leyó nuevamente.

– Esto -dijo él- es nada más y nada menos que una lista completa de las actividades de la mafia serbia, tanto a nivel internacional como en Suecia. Todos los depósitos, cuarteles centrales, transportes, contactos, rutinas…

Ella asintió, y él la miró fijamente.

– Eres increíble -dijo él-. ¿De dónde diablos has sacado esa información?

– Tengo dos informes con sellos TIR de seguridad en el bolso -respondió ella.

De repente él se echó hacia atrás en la silla y dejó el brazo colgando sobre el respaldo.

– Ahora lo entiendo -dijo-. Tienes un enorme talento para matar gente…

Annika se puso tensa, como si la hubieran apuñalado en el pecho.

– ¿Qué quieres decir?

Él se quedó mirándola fijamente varios segundos, recordando el informe en su escritorio, el suicidio en el hotel Sergel Plaza la noche anterior; el coronel yugoslavo con pasaporte diplomático.

– Nada -dijo él.

Se inclinó de nuevo hacia delante y tomó el café.

– Nada, una tontería. Perdóname.

– ¿Qué te parece? -dijo ella-. ¿Coinciden los datos?

Él lo pensó largo rato.

– Debo comprobarlo todo antes de decir nada. Esa pizzería de Gotemburgo, por ejemplo, puede que no tenga nada que ver con la mafia serbia.

Ella suspiró sin emitir sonido.

– ¿Cuándo puedes comprobarlo? -preguntó en voz baja.

– Con suerte, antes de que publiques todos los datos, porque después ya no será relevante.

– Yo necesito una confirmación cuanto antes -dijo ella-. Tengo sólo una fuente.

Él la miró detenidamente.

– ¿Y si yo no quiero?

Ella se inclinó hacia delante, y bajó aún más la voz.

– Lo único que pido es que lo compruebes con tus contactos y me digas si los datos se sostienen o no.

– Debo meterme en las fauces del león para poder contestarte -dijo él-, y en el mismo instante en que golpeemos la primera puerta, saltará la alarma. Entonces, ya será tarde.

Ella asintió.

– Vale -dijo ella-. Eso ya lo había pensado. Qué tal si lo hacemos así: yo he recibido detallados informes sobre los paraderos de la mafia, sus cuarteles generales y depósitos, pero como no puedo confirmar que esto sea así, no puedo publicarlo. Esto significa que debo dar a conocer los datos generales, nada en detalle. Las direcciones no son lo más importante. Cuando tú lleves a cabo tu parte del trabajo, ya sabremos la respuesta, ¿o no?

Él dudó y luego asintió.

Ella sonrió, nerviosa.

– ¿Tengo razón al suponer que la policía llevará a cabo una redada bien coordinada pronto? ¿Quizá el día en que la primera parte de la historia salga de la imprenta?

– ¿Y cuándo será eso?

– No puedo decirte la fecha exacta, pero las ediciones regionales se ponen en marcha justo después de las seis.

– ¿Cuántas personas habrán visto los artículos?

Ella pensó un momento.

– Menos de veinte, el turno noche y los muchachos que preparan las galeradas en la imprenta.

– ¿Y así no habrá riesgo de filtraciones? Okey, entonces puedo decir que la redada se va a hacer uno de los próximos días a las seis de la mañana en punto.