La violencia, la culpa y la vergüenza. Mis tres escuderos, mi combustible, mis estrellas guía.
¡Bienvenidos!
Violencia, tú que hiciste la primera entrada, tú que decidiste mi destino; te acojo en mi corazón y te hago mía.
Aquel día de primavera llovió durante toda la mañana; el día estaba gris y húmedo; se despejó por la tarde; un poco de sol en la ciudad.
Yo corrí para hacer la compra en la plaza; las hortalizas y las verduras miserables; tardé un buen rato.
Vi a los hombres entre las casas, ropas oscuras, boinas oscuras.
No sabía que hubieras llegado. No reconocí el rostro de la violencia.
Estaba delante del café Stojiljkovics cuando el hombre que se llamaba Ratko sacó a rastras a mi padre de la panadería. Yo lo vi cuando le puso la pistola en la sien y apretó el gatillo. Vi a papá desplomarse en la calle, oí el grito de mi madre. Otro hombre de negro le disparó a mi madre en el pecho. A mi cuñada, la esposa de mi hermano, Mariam, que tenía sólo un año más que yo, le dispararon en el estómago una y otra vez; estaba embarazada.
Después sacaron a Petar, mi hermano pequeño, el rayo de sol de mi corazón, de sólo nueve años. Él gritaba, cómo gritaba y entonces me vio delante del café Stojiljkovics, se soltó, corrió y gritó «Aida, Aida, ayúdame, Aida», con la mano extendida, con un terror sin límites.
Y yo me escondí.
Me escurrí por detrás de la cerca del café Stojiljkovics. Y vi, entre las grietas, cómo Ratko levantaba su arma; lo vi apuntar y disparar.
Mi Petar, mi hermano pequeño, no tengo perdón.
Tú estabas tirado en la calle y gritabas mi nombre, «Aida, Aida, ayúdame, Aida», y yo no me atrevía a salir, no tuve el coraje; yo lloraba detrás de la cerca del café Stojiljkovics y vi a Ratko adelantarse, te vi volver la cara hacia él; vi al hombre apuntar y disparar.
Perdóname, Petar, perdóname.
No tendrías que haber muerto solo.
Perdóname por haberte fallado: bienvenida sea la culpa, bienvenida la vergüenza.
Ahora le tocaba a él.
Y yo recurrí a la violencia para manteneros a raya.
La culpa me la curé con la muerte, la clase adecuada de muerte, la muerte de los serbios. No sirvió. Con cada muerte nacía más culpa, más odio, vergüenza por otros que también habían fallado a sus seres queridos.
Mi vergüenza era eterna, vivía en cada respiración, en cada momento de mi vida, porque mi vergüenza consistía en seguir viva.
Entonces oí que Ratko, el líder de las Panteras negras, estaba en Suecia. Cuando me hirieron llegó la hora.
Necesitaba ser fuerte para usar la violencia contra el creador del grupo, el que sembró la violencia en mi pecho. Me infiltré dentro del grupo, me acosté con sus hombres, me acosté con él mismo, pero la muerte no era suficiente, él debía sentir también la culpa y la vergüenza, y entonces saboteé su actividad; le destrocé la vida.
Me dan pena los hombres jóvenes de Kosovo, los pobres idiotas a los que induje a seguirme. Ellos sólo tenían que conducir el tráiler, todo lo demás lo arreglaba yo, y entonces robaron el tráiler equivocado. El tráiler con los cigarrillos todavía está en el puerto de Estocolmo, qué ironía.
Pero la violencia me traicionó, se negó a obedecer.
Empezó con el terrible temporal que destrozó edificios y personas.
Tenía que tener mucho cuidado, al subirme al tejado y abrir la bolsa.
La culata y el mecanismo estaban en una parte. La mira, el silenciador y el gatillo en otra. Tomé la culata y le ajusté el cañón. Monté la parte de abajo y ajusté la mira con una herramienta de montaje. Atornillé el silenciador al cañón. A una distancia corta no se necesitaba trípode.
Me apoyé en el borde del tejado, incliné el rifle en la mano, un Remington de francotirador con culata de fibra de carbono.
Ellos vinieron en grupo, tres personas, negras bajo la luz amarilla. Ratko un poco detrás de los otros, luchando contra el viento que venía del mar.
Le di al primero en la cabeza, el agujero de entrada bastante alto, en un lateral. Un segundo después cayó el otro. Otro segundo más y Ratko había desaparecido, tragado por la tormenta.
Me lancé hacia abajo, con el arma rápidamente guardada en la bolsa; corrí para no caer en una trampa.
Pero la violencia me traicionó. Pude huir pero la fuerza desapareció con mi enfermedad.
Esperé un tiempo, cuando me recuperé, me puse en contacto con él. Preparé un encuentro.
Sabía que él vendría.
Pero la violencia me falló.
La plaza estaba llena de personas, el lugar que había elegido en el tejado de la Casa de la Cultura no servía.
Tendría que alcanzarle en el suelo.
Cuando él me puso la pistola en la nuca supe que yo había ganado, sucediera lo que sucediese.
– Se terminó el juego -murmuró-. Has perdido.
Se equivocaba. Él susurró algo más, algo patético.
Bijelina, murmuró después, ¿te acuerdas de Bijelina?
Yo me solté, saqué mi pistola, un cochecito de niño estaba en mi camino; él me golpeó y perdí el arma, que saltó y se deslizó por el suelo de cemento; vi desaparecer mi oportunidad; el frío duro en mi nuca.
Se cumplió mi condena, las oleadas de violencia, la culpa y la vergüenza.
– Nunca podrás vencer -susurré-. Te he destruido la vida.
Lo miré por el rabillo del ojo.
Sonreí.
Proceso, sentencia y castigo.
Absolución.
Epílogo
La nieve había comenzado a caer de nuevo, grandes copos blandos que lentamente aterrizaban en el asfalto. Annika caminó hacia Rålambshovsvägen, despacio, pesada. Había comido todo el día. Algo le tiraba y desgarraba la espalda; se sentía un poco mareada, era el niño, el chico, el de cabellos claros. Bajó hasta la parada de taxis junto al quiosco de salchichas; saltó al asiento trasero y le pidió al chófer que la llevara a Vaxholm.
– Hay unas colas terribles -dijo él.
– No importa -comentó Annika-. Tengo todo el tiempo del mundo.
Tardaron cuarenta minutos en salir de la ciudad. Annika, sentada en el cálido asiento trasero, escuchaba la radio del coche, viejos éxitos de Madonna con el volumen bajo. Las ventanas adornadas con motivos navideños pasaban y se perdían; niños exaltados señalaban ansiosos los equipos mecánicos y los juguetes de plástico. Intentó mirar el cielo, pero no podía verlo bajo la nieve y las luces de colores.
Me pregunto si celebrarán alguna fiesta de Navidad en otros planetas.
En la autopista el tráfico disminuyó; la ruta 274 hacia la costa estaba casi vacía. Los campos se veían blancos, brillantes en la tarde oscura; los árboles se habían vestido con pesados ropajes e inclinaban sus ramas contra el suelo.
– ¿Dónde la dejo?
– Östra Ekuddsgatan -dijo ella-. Quiero que pase por delante primero; voy a ver si están en casa.