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Ella le avisaría a la hora de girar. Cuando el taxi se deslizó hacia arriba en la brusca pendiente de la derecha, los nervios se adueñaron de ella. Se le secó la boca y le sudaban las palmas de las manos; su corazón comenzó a latirle con fuerza.

Estiró la cabeza para ver cuál era la casa.

Allí. La vio. Ladrillos blancos; su Toyota verde fuera. Había luz adentro, había alguien en casa.

– ¿Paramos aquí? -dijo el chófer.

– ¡No! ¡Siga!

Se echó hacia atrás contra el respaldo del asiento, y desvió la mirada mientras pasaban, invisibles.

La calle terminaba, volvían al camino de nuevo.

– ¿Y ahora, qué? -preguntó el chófer-. ¿Volvemos a Estocolmo?

Annika cerró los ojos, puso las manos cerradas bajo la nariz con pulso acelerado. Estaba completamente sin aliento.

– No -respondió ella-. Dé otra vuelta.

El chófer suspiró, echó una mirada al contador. No era dinero suyo.

Dieron una vuelta completa otra vez, Annika observó la vivienda cuando pasaron frente a ella, qué casa más fea. El jardín llegaba hasta la orilla, pero el edificio era cuadrado, de los años sesenta.

– Pare en la siguiente esquina -dijo ella.

Resultó caro; pagó con tarjeta de crédito. Después se quedó allí, de pie, mirando al coche alejarse en la oscuridad y la nieve, las luces de freno se encendían; los faros mostraban el camino de vuelta a la ciudad. Respiró profundamente para controlar el aliento y el corazón; no sirvió de nada. Hundió las manos, empapadas de nerviosismo, en lo más profundo de los bolsillos. Caminó lentamente hacia la casa, la casa de Thomas y su mujer, Östra Ekuddsgatan, la flor y nata de la sociedad.

La puerta de la casa era marrón, bien barnizada, y a ambos lados había claraboyas de colores claros. Un timbre y un cartel con un nombre: Samuelsson.

Cerró los ojos; casi no podía respirar, repentinamente a punto de llorar.

Una pequeña y tonta melodía resonó en su interior.

Nada sucedió.

Llamó de nuevo.

Entonces él abrió; los pelos de punta, la camisa desabotonada, con un lápiz en la boca.

Ella contuvo la respiración; las lágrimas pugnaban por salir.

– Hola -dijo ella.

Thomas se quedó mirándola, completamente pálido; se quitó el lápiz de la boca.

– No soy ningún fantasma -dijo ella, brotándole las lágrimas.

Él dio un paso atrás, agarrado a la puerta.

– Pasa -dijo.

Ella entró en el hall; de pronto sintió frío.

Él cerró la puerta; se aclaró la garganta.

– ¿Qué ocurre? -preguntó él cuidadosamente-. ¿Qué es lo que ha sucedido?

– Perdón -dijo ella con voz pastosa-. No era mi intención empezar a llorar.

Él la miró; diablos, qué fea se ponía cuando lloraba.

– ¿Necesitas ayuda? -preguntó él.

Annika carraspeó.

– ¿Está ella… en casa?

– ¿Eleonor? No, aún está en el banco.

Annika se despojó de la chaqueta y se quitó los zapatos. Thomas desapareció por la derecha; ella se quedó parada en el hall, mirando alrededor. Muebles de diseño, en parte de herencia, cuadros horrorosos. Una escalera hacia el sótano.

– ¿Puedo pasar?

No esperó respuesta, fue tras él a la cocina. Thomas estaba junto a la mesa, sirviendo café.

– ¿Quieres? -preguntó.

Ella asintió, y se sentó.

– ¿No trabajas?

Él se sentó con dos tazas en la mesa de la cocina.

– Sí, claro -dijo él-, pero hoy me he quedado en casa. La Asociación de Autoridades Locales me ha dado un proyecto de investigación; voy a trabajar en parte en casa y en parte en la ciudad.

Annika escondió las manos bajo la encimera de la mesa, se forzó a que dejaran de temblar.

– ¿Ha sucedido algo? -preguntó él, se sentó y la miró.

Ella lo miró a los ojos; respiró; no podía prever cómo reaccionaría, no tenía la menor idea.

– Estoy embarazada -dijo.

Él parpadeó, pero nada más.

– ¿Qué? -dijo.

Ella se aclaró la garganta, cerró los puños bajo la mesa y no desvió su mirada.

– Tú eres el padre. No existe ninguna duda al respecto. Yo no he estado con nadie desde que… Sven murió.

Ella miró la mesa, sintió su mirada.

– ¿Embarazada? -dijo él-. ¿De mí?

Ella asintió, las lágrimas empezaron a quemarle de nuevo.

– Yo quiero tener este hijo -dijo ella.

En el mismo momento se abrió la puerta de la calle; ella sintió cómo Thomas se ponía rígido. Su pulso se desbocó.

– ¡Hola!, ¿cariño?

Eleonor arrastró los pies, sacudió el abrigo, cerró la puerta tras de sí.

– ¿Thomas?

Annika miró a Thomas, él, le devolvió la mirada, la cara blanca, sin aliento.

– En la cocina -dijo él y se levantó; salió hasta el hall.

– Qué tiempo -dijo Eleonor. Annika oyó cómo ella besaba a su marido en la mejilla-. ¿Has empezado a preparar la comida?

Él murmuró algo, Annika miró por la ventana, paralizada. En el cristal vio venir a Eleonor, la vio entrar en la cocina y quedarse parada de pronto.

– Ella es Annika Bengzton -dijo Thomas tembloroso-, la periodista que escribió los artículos sobre Paraíso.

Annika tomó aire y miró a Eleonor.

La mujer de Thomas vestía de verde musgo y parecía amable; llevaba una pequeña cadena de oro alrededor de la garganta.

– Mucho gusto -dijo la esposa, sonrió y alargó la mano-. Debes saber que tu artículo significó un verdadero empujón en la carrera de Thomas.

Annika saludó con una mano fría y mojada, la boca seca.

– Thomas y yo vamos a tener un hijo -dijo ella.

La mujer siguió sonriendo durante algunos segundos. Thomas se puso blanco detrás de la espalda de su mujer; subió las manos a su rostro y se desmoronó.

– ¿Qué? -dijo Eleonor, todavía sonriendo.

Annika soltó la mano de la mujer y miró la mesa.

– Estoy embarazada. Vamos a tener un hijo.

– ¿Qué clase de broma es ésta? -dijo ella.

Thomas no contestó, se echó el pelo hacia atrás y cerró los ojos.

– En los primeros días de julio del año que viene -dijo Annika-. Creo que es varón.

Eleonor giró en redondo, miró a Annika. Todos los colores desaparecieron de la cara de la mujer, el blanco de los ojos se tiñó de rojo.

– ¿Qué es lo que has hecho? -aulló Eleonor; Annika se levantó y retrocedió, Eleonor giró hacia Thomas otra vez.

La mujer se acercó a Thomas; él no se movió, tenía la vista clavada en el suelo.

– ¡Maldito seas! -dijo la mujer ahogadamente-. Trayendo a casa sabe Dios qué clase de enfermedades; a mi casa.

Thomas miró a su mujer a los ojos.

– Eleonor, yo… fue algo que pasó.

– ¿Qué pasó? ¿Y cómo pudo pasar, Thomas? ¿En qué pensabas?

Él se pasó una mano por la frente. Annika sintió la presión del cerebro; ahora me muero; se apoyó en la mesa de la cocina para no caer al suelo.

– ¿Entiendes lo que significa? -dijo Eleonor, que intentó controlarse-. Deberás pagar durante dieciocho años; vas a ser económicamente responsable de la crianza de este chico. ¿Valía la pena? ¿Eh?

Thomas miró fijamente a su mujer como si no la conociera.

– Eres realmente increíble -dijo él.

Eleonor intentó reír.

– ¿Yo? -dijo ella-. ¿Soy yo la que ha actuado mal aquí? Tú has sido infiel y encima te presentas con un niño ilegítimo. ¿Crees que voy a aceptarlo como si nada?

Annika, de pronto, ya no pudo seguir respirando; no había aire en esa habitación; tenía que salir, irse a su casa; se obligó a recobrar la capacidad de movimiento; caminó alrededor de la mesa, hacia el hall, hacia la puerta de salida; las rodillas le temblaban. Eleonor observó sus movimientos por el rabillo del ojo, se volvió hacia ella, la amargura dibujada en el rostro.

– ¡Fuera de mi casa! -gritó.

Annika se detuvo, dejando que el odio de aquella mujer la golpeara, captó la mirada de Thomas y se la sostuvo.