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– Nada de eso, Chad. No lo aceptaré.

– Te debo…

– No me debes nada, hombre -dije. Pensé un instante. No hay nada que le guste más a la gente que dar consejos-. Excepto tal vez uno o dos consejillos sobre Nora.

Los ojos se le iluminaron. Ahora estábamos jugando en su campo.

– Le hace lo mismo a todos los nuevos. Es su novatada habitual, no tiene importancia. No es nada personal, créeme. Yo recibí el mismo tratamiento cuando comencé aquí.

Noté el tácito «Y ahora mira dónde estoy». Chad se cuidó mucho de no criticar a Nora; sabía que debía ser cauteloso conmigo, no abrirse demasiado.

– Ya soy mayorcito -dije-. Puedo soportarlo.

– Te digo que no tendrás que hacerlo. Ella ha probado lo que quería probar. Tú ve con cuidado y ella te dejará en paz. No lo habría hecho si no te considerara un AP -alto potencial, quería decir-. Le caes bien. No habría luchado por tenerte en su equipo si no fuera así.

– Vale -dije.

No podía saber si me ocultaba algo.

– Quiero decir, si quieres… Fíjate, es como la reunión de esta tarde. Tom Lundgren estará, repasaremos las especificaciones del producto, ¿no? Y durante semanas hemos estado comiéndonos el coco, atorados en un diálogo de besugos acerca de si debemos ponerle compatibilidad GoldDust al Maestro -puso los ojos en blanco-. No me jodas, tío. Y ni mencionárselo a Nora. Como sea, tal vez sería bueno que tuvieras algo que decir sobre el GoldDust. No tienes que estar de acuerdo con Nora en que es una pura mierda y un inmenso desperdicio de dinero. Lo importante es tener una opinión al respecto. A ella le gustan los debates informados.

GoldDust, según sabía yo, era la última maravilla de la electrónica de consumo. Era el elegante nombre de marketing que un comité de ingeniería le había puesto a cierta tecnología de transmisión inalámbrica de corta distancia y baja potencia que supuestamente te permite conectar tu Palm o Blackberry o Lucid a un teléfono o a un portátil o a una impresora, lo que sea. Todo lo que haya en un radio de unos siete metros, más o menos. Tu ordenador puede hablarle a tu impresora, todo puede hablar con todo, sin antiestéticos cables con los que tropezarse. Iba a liberarnos de nuestras cadenas, de las conexiones y los cables y los traspiés. Por supuesto, lo que no se imaginaron los freaks que inventaron el GoldDust fue la explosión de los WiFi, 802.11 inalámbricos. Ya antes de que Wyatt me pusiera a padecer la Marcha de la Muerte en Bataan, había tenido conocimiento acerca del WiFi. De GoldDust supe por los ingenieros de Wyatt, que lo ridiculizaron hasta cansarse.

– Sí, en Wyatt siempre había alguien tratando de imponernos este asunto. Pero nos mantuvimos firmes.

Chad sacudió la cabeza.

– Los ingenieros quieren meterlo todo, sin importar los costos. ¿Qué les importa si nuestros precios suben a más de quinientos dólares? De todas formas, eso se va a mencionar esta tarde, seguro. Me imagino que en ese tema eres como pez en el agua.

– Sólo sé lo que he leído.

– En la reunión, te colocaré la pelota para un golpe perfecto. Gánate un par de puntos estratégicos con el jefe. Nunca sobra, ¿no?

Chad era como el papel de calcar; era traslúcido; sus motivos eran bien visibles. Era una víbora; nunca podría confiar en él, pero era obvio que intentaba formar una alianza conmigo, quizá con la teoría de que era mejor alinearse con el nuevo talento, ser mi amigo, que dar la apariencia de sentirse amenazado por mí. Que era, por supuesto, como se sentía.

– Muy bien. Gracias, tío -dije.

– Lo menos que puedo hacer.

Para cuando regresé a mi cubículo, quedaba media hora antes de la reunión, así que me conecté a Internet para hacer un poco de investigación de superficie acerca del GoldDust y al menos sonar como si supiera de qué estaba hablando. Estaba pasando a toda prisa por docenas de páginas de diversa calidad, algunas de promoción industrial, otras (como GoldDustparafreaks.com) dirigidas por freaks obsesionados con esta mierda, cuando sentí a alguien parado a mi lado y mirándome. Era Phil Bohjalian.

– El alumno entusiasta, ¿eh? -dijo. Se presentó-. Tu segundo día y mírate -sacudió la cabeza con asombro-. No trabajes demasiado, acabarás quemándote. Y además nos harás quedar mal a los otros.

Soltó una especie de risilla, como si lo dicho fuera una gracia o algo así, y salió por la parte izquierda del escenario.

Capítulo 19

El grupo de marketing del Maestro se reunió de nuevo en Corvette, y cada uno se sentó en su sitio de antes, como si tuviéramos las sillas asignadas.

Pero esta vez Tom Lundgren estaba presente, sentado en una silla que había contra la pared del fondo, no en la mesa de conferencias. Luego, justo antes de que Nora llamara al orden, entró Paul Camilletti, jefe de servicios financieros de Trion. Se veía magnífico, como un ídolo de matiné salido de Amor al estilo italiano; llevaba una chaqueta de pata de gallo color gris oscuro sobre un suéter negro de cuello redondo. Se sentó junto a Tom Lundgren, y toda la habitación quedó paralizada, cargada de electricidad, como si alguien hubiera accionado un interruptor.

Hasta Nora parecía un poco nerviosa.

– Bien -dijo-, ¿por qué no empezamos? Es un placer darle la bienvenida a Paul Camilletti, nuestro jefe de servicios financieros. Bienvenido, Paul.

Paul bajó la cabeza con el tipo de saludo que dice: «No me prestéis atención, me voy a sentar aquí de incógnito, anónimamente, como un elefante.»

– ¿Quién más está hoy con nosotros? ¿Quién está en línea?

Una voz salió del intercomunicador.

– Ken Hsiao, Singapur.

Luego:

– Mike Matera, Bruselas.

– Muy bien -dijo Nora-, está toda la pandilla.

Se veía excitada, estimulada, pero era difícil saber hasta qué punto su actitud no era una demostración de entusiasmo pensada para Tom Lundgren y Paul Camilletti.

– Ahora es un buen momento para echar un vistazo a los pronósticos, revisar las bases, hacernos una idea de dónde estamos. Nadie quiere oír el viejo cliché de «marca en decadencia», ¿no es así? Maestro no es una marca en decadencia. No vamos a torpedear el valor de marca con el que Trion se ha hecho gracias a esta línea sólo por afán de novedad. Creo que todos estamos de acuerdo.

– Nora, soy Ken, desde Singapur.

– Dime, Ken.

– Pues… aquí hemos sentido la presión, tengo que decirlo, de Palm y de Sony y de Blackberry, particularmente en el espacio empresarial. Los pedidos iniciales de Maestro Gold para Asia y Pacífico no han sido demasiado importantes.

– Gracias, Ken -dijo ella presurosamente, interrumpiéndolo-. Kimberly, ¿cuál es tu percepción de los distribuidores?

Kimberly Ziegler, pálida y de aspecto nervioso, levantó su cabeza de rizos salvajes y miró a través de su montura de carey.

– Debo decir que mi opinión es muy distinta de la de Ken.

– ¿Ah, sí? ¿Distinta en qué sentido?

– Veo una diferenciación de productos que en realidad nos beneficia. Tenemos mejores índices de precios que los sistemas de paging textual avanzado de Sony o de Blackberry. Es cierto que la marca ha sufrido un cierto desgaste, pero la mejora del procesador y la memoria flash van a añadirle valor. Así que me parece que lo llevamos bien, especialmente en los mercados verticales.

Lameculos, pensé.

– Excelente -sonrió Nora, encantada-. Buena noticia. Me gustaría también saber qué opiniones se han recibido acerca de GoldDust… -Nora vio que Chad levantaba el dedo índice-. ¿Sí, Chad?

– Estaba pensando que tal vez Adam tenga algo que decir sobre GoldDust.

Nora se giró hacia mí.

– Genial, oigámoslo -dijo, como si yo acabara de ofrecerme para sentarme a tocar el piano.

– ¿GoldDust? -dije con una sonrisa de suficiencia-. Tío, ¿acaso se puede ser más 1999? El betamax de los inalámbricos. Eso pertenece a los tiempos de la Nueva Coca-Cola, la fusión en frío, el fútbol XFL y el Yugo.