Me senté en mi cubículo y empecé a fisgonear en el sitio web interno de Trion.
Si Wyatt quería saber a quién habían contratado para los trabajos secretos que habían comenzado dos años atrás, supuse que debería tratar de averiguar quién había sido contratado en los últimos dos años. Ese comienzo era tan bueno como cualquier otro. Había varias formas de buscar en la base de datos de los empleados, pero el problema era que yo no sabía exactamente qué o a quién estaba buscando.
Después de un rato lo resolví: el número de empleado. Todo empleado de Trion recibe un número. Los números más bajos significan que la contratación se hizo antes. Así que después de pasar por un grupo de biografías distintas y escogidas al azar, comencé a fijarme en el registro de números de la gente que había empezado a trabajar hacía dos años. Por suerte (al menos para mis propósitos), Trion había pasado por una época bastante floja, así que no eran demasiados. Conseguí una lista de unos cientos de nuevos contratados -es decir, los contratados en los últimos dos años- y grabé todos los nombres y sus biografías en un CD. Era un comienzo, por lo menos.
Trion tenía su propio servicio de mensajes instantáneos, llamado InstaMail. Funcionaba igual que Yahoo Messenger o el Instant Messenger de America Online: uno podía tener una «lista de contactos» que le decía cuándo estaban conectados y cuándo no. Me di cuenta de que Nora Sommers estaba conectada. No estaba aquí, pero estaba conectada, lo cual quería decir que estaba trabajando desde casa.
Y eso era bueno: quería decir que ahora yo podría entrar en su despacho sin correr el riesgo de que ella se presentara sin anunciarse.
La idea hizo que el estómago se me cerrara como un puño, pero sabía que no tenía alternativa. Arnold Meacham quería resultados tangibles, y los quería para ayer. Yo sabía que Nora Sommers formaba parte de varios comités de marketing de nuevos productos. Tal vez tuviera información acerca de nuevos productos o tecnologías que Trion estuviera desarrollando en secreto. Al menos valía la pena echarle una mirada al asunto.
El lugar donde con más probabilidad conservaría información semejante era su ordenador, y su ordenador estaba en su despacho.
La placa de la puerta ponía N. Sommers. Hice acopio de coraje para girar el pomo, pero la puerta estaba cerrada. Eso no me sorprendió del todo, ya que ahí dentro Nora guardaba registros confidenciales de Recursos Humanos. A través de la placa de vidrio se veía el interior oscuro del despacho, que no medía más de tres por tres. Adentro no había gran cosa; todo estaba, por supuesto, fanáticamente ordenado.
Sabía que en el escritorio de su asistente debía de haber una llave. Estrictamente hablando, su asistente administrativa -una mujer gruesa, fuerte y ancha de caderas, que tendría unos treinta años y se llamaba Lisa McAuliffe- no era sólo suya. Por lo menos en teoría, Lisa trabajaba para toda la unidad de Nora, incluyéndome a mí. Sólo los vicepresidentes tenían asistentes administrativos: ésa era la política de Trion. Pero aquello era tan sólo una formalidad: me había percatado ya de que Lisa McAuliffe trabaja para Nora, y la contrariaba todo lo que se metiera en su camino.
Lisa llevaba el pelo muy corto, casi como un soldado, y se vestía con monos o pantalones de pintor. Nadie imaginaría que Nora, siempre vestida a la moda, tan femenina, tuviera una asistente como Lisa McAuliffe. Pero Lisa le era ferozmente fiel; a Nora le reservaba sus pocas sonrisas, mientras que le ponía los pelos de punta al resto de la humanidad.
Lisa era una amante de los gatos. Su cubículo estaba atiborrado con cosas de gatos: muñecos de Garfield, estatuillas de Catbert, ese estilo de cosas. Miré a mi alrededor y no vi a nadie, y comencé a abrir los cajones del escritorio. Después de un rato encontré el llavero escondido, dentro de una bolsita de plástico para clips, en la tierra de su planta a prueba de luz de fluorescentes. Respiré hondo, cogí el llavero, que debía tener unas veinte llaves, y comencé a probarlas una por una. La sexta abrió la puerta de Nora.
Le di un golpecito al interruptor de la luz, me senté en el escritorio y encendí el ordenador.
Estaba preparado para el caso de que alguien pasara inesperadamente por aquí. Arnold Meacham me había llenado la cabeza de estrategias -tomar la ofensiva, hacerles preguntas a ellos-, pero ¿qué posibilidad había de que alguien de la limpieza, que hablaba portugués o español y nada de inglés, se diera cuenta de que me encontraba en un despacho ajeno? Así que me concentré en la tarea que tenía pendiente.
La tarea que tenía pendiente, desafortunadamente, no era nada fácil. Sobre la pantalla titilaban las palabras USUARIO/CONTRASEÑA. Mierda. Protegido con contraseña: me lo tenía que haber esperado. Tecleé NSOMMERS; era lo habitual. Entonces tecleé NSOMMERS en la contraseña. El setenta por ciento de la gente, según me habían enseñado, usan como contraseña el mismo nombre de usuario.
Pero Nora no.
Me imaginaba que Nora no era el tipo de persona que escribe su contraseña en un papelito adhesivo y lo pega dentro de un cajón, pero tenía que estar seguro. Busqué en los sitios habituales -bajo el ratón, bajo el teclado, detrás del ordenador, en los cajones-, pero nada. Tendría que arreglármelas sobre la marcha.
Intenté con SOMMERS, simplemente; intenté con su fecha de nacimiento, los primeros siete números de su número de seguridad social y los últimos siete también, su número de empleado. Toda una variedad de combinaciones, denegado; Después del décimo intento, me detuve. Cada intento quedaba registrado, asumí, y diez eran ya demasiados. La gente no suele equivocarse más de dos o tres veces.
La cosa no iba nada bien.
Pero había otras formas de descifrar la contraseña. Yo había recibido horas y horas de entrenamiento al respecto, y además me habían dado algunos artilugios que eran casi a prueba de idiotas. No es que yo fuera un hacker ni nada parecido, pero me las podía arreglar con un ordenador de forma bastante decente -lo suficiente, al menos, como para meterme en un problema de los gordos en Wyatt- y los aparatos que me habían dado eran ridículamente fáciles de instalar.
Básicamente se trataba de un sistema llamado «registro de pulsaciones». Este chisme grababa en secreto cada pulsación que hacía el usuario.
Podía venir en forma de software, como un programa de ordenador, o como dispositivo de hardware. Pero había que tener cuidado al instalar las versiones de software, porque nunca se sabía hasta qué punto se controlaban los sistemas de red de la empresa; tal vez podrían detectarlo. Así que Arnold Meacham me había recomendado que usara el dispositivo.
Me habían dado un surtido de pequeños juguetes. Uno era un diminuto conector de cable que se acoplaba entre el teclado y el ordenador. Era prácticamente invisible. Tenía un chip que grababa y guardaba hasta dos millones de pulsaciones. Después, simplemente, uno regresaba y lo quitaba del ordenador del objetivo, y así quedaba en poder de un registro de todo lo que él (o ella) había tecleado.
En un total de diez segundos, desconecté el teclado de Nora, lo conecté al Keyghost, y conecté el Keyghost al ordenador. Nora no lo vería nunca, y en un par de días yo volvería para recogerlo.
Pero no estaba dispuesto a salir de su despacho con las manos vacías. Repasé lo que había sobre el escritorio. No había gran cosa. Encontré el borrador, sin enviar todavía, de un correo electrónico dirigido al equipo del Maestro. «Mi más reciente investigación de mercado», escribió Nora, «indica que, si bien GoldDust es indudablemente superior, Microsoft Office va a aceptar tecnología inalámbrica BlackHawk. Aunque esto pueda representar un trastorno para nuestros magníficos ingenieros, creo que estamos todos de acuerdo en que lo mejor es no nadar contra la corriente de Microsoft…».