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No tenía la menor idea de por qué estaba Wyatt aquí. ¿Qué amenaza podía formular el presidente ejecutivo de la compañía que Meacham no hubiera utilizado ya? ¿Condena a morir por miles de cortes de papel? ¿A ser devorado vivo por un jabalí salvaje?

En el fondo tenía la efímera fantasía de que fuera a decirme «choca esos cinco», o a felicitarme por una buena jugada, o a decirme que le gustaba mi temple, mi movida. Pero ese patético fantaseo se marchitó tan pronto como apareció en mi imaginación desesperada. Nicholas Wyatt no era uno de esos curas que juegan a baloncesto con sus discípulos. Era un hijo de puta vengativo.

Yo había oído rumores. Sabía que cualquier persona con dos dedos de frente se esforzaba por evitarlo. Había que bajar la cabeza y no llamar su atención. Wyatt era famoso por sus cóleras, sus berrinches y sus disputas a gritos. Se sabía que era capaz de despedir a alguien en un solo instante, haciendo que los de Seguridad recogieran sus pertenencias y lo acompañaran a la salida. En sus reuniones ejecutivas, siempre escogía alguien a quien humillar durante toda la sesión. No había que darle malas noticias; no había que hacerle perder ni un segundo de su tiempo. Los que tenían la desafortunada obligación de hacer una presentación en Powerpoint para él, la ensayaban y la ensayaban hasta dejarla perfecta, pero al más mínimo problema técnico, Wyatt interrumpía gritando:

– ¡Es que no me lo puedo creer!

La gente decía que se había sosegado mucho desde los primeros años, pero ¿en qué se basaban? Wyatt era un competidor sanguinario, levantador de pesas y triatlonista. Quienes hacían ejercicio en el gimnasio de la compañía decían que siempre estaba retando a los deportistas más serios a competir haciendo flexiones en la barra fija. Nunca perdía, y cuando el otro se había dado por vencido, lo provocaba diciendo: «¿Quieres que siga?» Decían que tenía el cuerpo de Arnold Schwarzenegger, un condón moreno lleno de nueces.

No era sólo que estuviera obsesionado por ganar, sino que la victoria no era dulce si no lograba además ridiculizar al vencido. Una vez, en una fiesta de Navidad para toda la compañía, escribió sobre una botella el nombre de su principal competidora, Trion Systems, y la destrozó contra la pared entre las ovaciones y los silbidos de los borrachos.

Era el líder de un club de alta testosterona. Los de su equipo vestían, como él, trajes de siete mil dólares: Armani o Prada o Brioni o Kiton o cualquier otro diseñador cuyo nombre yo no había escuchado nunca. Y le aguantaban sus gilipolleces porque por ello recibían compensaciones asquerosamente buenas. Todo el mundo conoce la broma que hay sobre éclass="underline" ¿Cuál es la diferencia entre Dios y Nicholas Wyatt? Que Dios no se cree Nicholas Wyatt.

Nick Wyatt dormía tres horas por noche, parecía no comer más que barras proteínicas durante el desayuno y la comida, era un reactor nuclear de energía nerviosa y transpiraba copiosamente. Lo llamaban «El Exterminador». Su herramienta era el miedo y nunca olvidaba un desaire. Cuando uno de sus ex amigos fue despedido de la presidencia ejecutiva de cierta empresa de alta tecnología, Wyatt le mandó rosas negras. Sus asistentes siempre sabían dónde conseguir rosas negras. La frase por la que es famoso, la única cosa que repetía con tanta frecuencia que debería estar tallada en granito encima de la entrada, o transformada en salvapantallas para todos los ordenadores, era: «Claro que soy paranoico. Quiero que todos mis trabajadores sean paranoicos. El éxito exige paranoia.»

Seguí a Wyatt por el corredor, desde Seguridad Empresarial hasta su suite ejecutiva, y no fue fácil mantener su paso: caminaba muy rápido. Casi tuve que correr. Meacham, detrás de mí, nos seguía, llevando un portafolio de cuero negro que se balanceaba en su mano como un bastón de mando. A medida que nos acercábamos a la zona ejecutiva, las paredes de yeso se transformaron en caoba; el alfombrado se hizo suave y grueso. Estábamos en su despacho, su guarida.

La pareja de asistentes le sonrió cuando nuestra caravana pasó entre ellas. Una rubia, otra negra. Wyatt dijo «Linda, Yvette», como si les pusiera un subtítulo. No me sorprendió que ambas fueran hermosas como maniquíes: aquí, todo era de alto nivel, como las paredes y el alfombrado y los muebles. Me pregunté si su trabajo incluía responsabilidades no administrativas, como mamársela al jefe. Eso era lo que se decía, por lo menos.

El despacho de Wyatt era inmenso. Todo un pueblo bosnio podría vivir allí. Dos de las paredes eran de vidrio, del suelo al techo, y la vista de la ciudad era increíble. Las otras paredes eran de madera oscura y fina, y estaban cubiertas por cosas enmarcadas, portadas de revistas con su careto estampado encima, Fortune, Forbes, Business Week. Yo las miraba con los ojos como platos mientras pasaba medio caminando, medio corriendo. Una foto de Wyatt con otra gente y la difunta princesa Diana. Wyatt con ambos George Bush.

Nos condujo a un «grupo de conversación» constituido por un sofá y dos sillas de cuero negro y mullido que parecían recién salidas del MOMA. Wyatt se hundió en un extremo del enorme sofá.

La cabeza me daba vueltas. Estaba desorientado, estaba en otro mundo. No lograba imaginar por qué me encontraba en la oficina de Nicholas Wyatt. Tal vez Wyatt había sido uno de esos niños a los que les gusta arrancar las patas a los insectos una por una y con pinzas, y enseguida quemarlos con una lente de aumento.

– Ha montado usted una jugada muy elaborada -dijo-. Digna de admiración.

Sonreí, bajé la cabeza con modestia. Negarlo no estaba entre las opciones, «Gracias a Dios», pensé. Parecía que estábamos en la ruta del choque esos cinco, de qué buena mi movida.

– Pero nadie me toca los cojones y se sale con la suya. Ya va siendo hora de que lo sepa. Y cuando digo nadie, quiero decir nadie.

Había sacado las pinzas y la lente de aumento.

– Bueno, ¿quién es usted? Veamos, lleva tres años como subdirector de líneas de producción, sus calificaciones de rendimiento son una mierda, no ha obtenido un aumento ni ha sido promovido en todo el tiempo que ha pasado aquí; cumple con las formalidades, con el día a día. Usted no es precisamente un chico ambicioso, ¿no? -Hablaba con rapidez, lo cual me puso aún más nervioso.

Sonreí de nuevo.

– Supongo que no. Es que tengo otras prioridades.

– ¿Cómo cuáles?

Dudé. No tenía ni idea. Me encogí de hombros.

– Todo el mundo tiene que sentir pasión por algo, o si no, no vale una mierda. Es obvio que a usted no le apasiona su trabajo, así que dígame, ¿qué le apasiona?

Yo no soy de los que se quedan callados, pero esta vez no se me ocurrió nada agudo. También Meacham me observaba, con una sonrisita sádica y repugnante dibujada sobre su cara de cuchilla. Estaba pensando que había gente en la empresa, gente de mi unidad, que se pasaban el día planeando la forma de conseguir treinta segundos con Wyatt, en un ascensor o en el lanzamiento de un producto o donde fuera. Incluso habían preparado una «rutina de ascensor». Y aquí estaba yo, en la oficina del gran jefe y mudo como un tronco.

– ¿Es usted actor o algo así en su tiempo libre?

Negué con la cabeza.

– Pues bien, de todas formas es usted bueno. Todo un Marlon Brando. Puede que sea una mierda para vender routers a clientes empresariales, pero es usted un artista olímpico de la mentira.

– Si lo dice como cumplido, muchas gracias.

– Me dicen que hace una imitación cojonuda de Nick Wyatt. ¿Es cierto? Veámosla.

Me ruboricé, negué la cabeza.

– Como sea, el asunto es que usted me ha timado y ahora cree que se puede salir con la suya.

Puse cara de horror.

– No, señor, no creo que «vaya a salirme con la mía».

– Ahórreme la molestia, no necesito otra demostración. Hace rato que me ha conquistado.