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– Ya lo sé -dije-. Puerta número uno. Déjeme pensarlo. Le diré algo mañana.

Wyatt quedó boquiabierto y con los ojos en blanco. Hizo una pausa y luego dijo con voz de hielo:

– Le doy hasta las nueve de la mañana. La hora en que el fiscal general llega a su despacho.

– Le aconsejo que no mencione nada de este asunto a sus amigos, ni a su padre, ni a nadie -añadió Meacham-. O no sabrá qué camión le ha pasado por encima.

– Entiendo -respondí-. No es necesario que me amenace.

– No es una amenaza -dijo Nicholas Wyatt-. Es una promesa.

Capítulo 5

No parecía haber ninguna razón para volver al trabajo, así que me fui a casa. Era extraño estar en el Metro a la una del mediodía, con los viejos y los estudiantes, las mamás y los niños. La cabeza todavía me daba vueltas y me sentía mareado.

Mi piso quedaba a unos diez minutos caminando desde la parada del metro. Era un día soleado, estúpidamente alegre.

Mi camisa seguía húmeda y despedía un fuerte olor a sudor. Un par de jovencitas vestidas con mono y con múltiples piercings tiraban de un grupo de niños con una cuerda larga. Los niños chillaban. Unos chicos negros sin camiseta jugaban a baloncesto en un patio asfaltado, detrás de una valla metálica. Los ladrillos de la acera eran desiguales y estuve a punto de tropezarme, y luego sentí ese resbalón repugnante: el momento en que pisas mierda de perro. Un simbolismo perfecto.

La entrada a mi edificio olía fuertemente a orina, de gato o de vagabundo. El correo no había llegado todavía. Mis llaves tintinearon mientras abría los tres cerrojos de mi puerta. La anciana del piso de enfrente entreabrió la puerta tanto como se lo permitía su cadena de seguridad y luego cerró dando un portazo; era tan pequeña que no llegaba a la mirilla. La saludé amistosamente con la mano.

La habitación era oscura aunque las persianas estuvieran abiertas de par en par. El aire era sofocante, olía a cigarrillos rancios. Como el piso quedaba al nivel de la calle, no me era posible dejar las ventanas abiertas durante el día para que se aireara.

Mis muebles eran patéticos: la única habitación estaba dominada por un sofá cama verdoso de tela escocesa, de respaldo alto y cubierto de una costra de cerveza, con hilos dorados entretejidos por toda la tela. Estaba puesto de cara a un televisor Sanyo de diecinueve pulgadas cuyo mando a distancia había desaparecido. Una estantería alta y angosta de pino sin tratar se levantaba, solitaria, en una esquina. Me senté en el sofá, y una nube de polvo se elevó en el aire. La barra de acero debajo del cojín se me clavó en el culo. Pensé en el sofá de cuero negro de Nicholas Wyatt y me pregunté si alguna vez habría vivido en una pocilga semejante. Según el rumor, Wyatt se había hecho a sí mismo, pero yo no lo creía; no lograba verlo viviendo en una ratonera como ésta. Encontré el encendedor Bic debajo de la mesa de vidrio, encendí un cigarrillo y miré la pila de facturas que había sobre la mesa. Ya ni siquiera me molestaba en abrir los sobres. Tenía dos MasterCards y tres Visas, y todas tenían balances de espanto, y apenas si lograba cumplir con los pagos mínimos.

La decisión estaba tomada, por supuesto.

Capítulo 6

– ¿Te han echado?

Seth Marcus, mi mejor amigo desde la época del instituto, trabajaba como camarero tres noches a la semana en una especie de antro yuppie llamado Alley Cat. Durante el día trabajaba como asistente en un bufete de abogados del centro. Decía que necesitaba el dinero, pero yo estaba seguro de que secretamente trabajaba de camarero para conservar un último vestigio de personalidad, para evitar convertirse en el tipo de ganso de empresa del que a ambos nos gustaba burlarnos.

– ¿Por qué iban a echarme?

¿Cuánto había llegado a contarle? ¿Le había hablado de la llamada de Meacham, el director de seguridad? Esperaba que no. Ahora no podía decirle ni una palabra acerca del asunto en que me habían metido.

– Por tu superfiesta. -Había mucho ruido y no alcanzaba a oírlo bien, y desde el otro lado de la barra alguien estaba silbando con dos dedos metidos en la boca, un silbido sonoro y estridente-. ¿Me silba a mí? Qué soy, ¿un puto perro? -dijo Seth. Ignoró al del silbido.

Negué con la cabeza.

– Te has salido con la tuya, ¿eh? Realmente lo has logrado, es increíble. ¿Qué te pongo para celebrarlo?

– ¿Brooklyn Brown?

Movió la cabeza.

– No.

– ¿Newcastle? ¿Guiness?

– ¿Qué te parece una caña? Ésas no las cuentan.

Me encogí de hombros.

– Vale.

Me sirvió una caña, amarilla y esponjosa: era obvio que era un novato en el tema. El vaso chapoteó sobre la cubierta de madera rasgada de la barra. Seth era alto, moreno, bien parecido -un verdadero donjuán-, y llevaba una ridícula perilla y un pendiente. Era medio judío, pero quería ser negro. Tocaba y cantaba en un grupo llamado Slither que yo había escuchado un par de veces; no eran demasiado buenos, pero Seth hablaba mucho de «firmar con una discográfica». Tenía siempre miles de chanchullos en marcha para no verse obligado a admitir que trabajaba más de la cuenta.

Seth era el único de mis conocidos que me ganaba en cinismo. Probablemente, era por eso que éramos amigos, además del hecho de que no me sermoneaba sobre mi padre a pesar de que había jugado en el instituto en el equipo de fútbol que entrenaba (y tiranizaba) Frank Cassidy. En séptimo curso estuvimos en la misma clase, y de inmediato nos caímos bien, porque ambos éramos los escogidos para ser ridiculizados en público por el profesor de matemáticas, el señor Pasquale. En noveno dejé la escuela pública y entré en Bartholomew Browning & Knightley, el elegante instituto que acababa de contratar a mi padre como entrenador de fútbol americano y hockey y en el que yo recibí matrícula gratuita. Pasaron dos años en los que rara vez vi a Seth, hasta que mi padre fue despedido por romperle a un chico dos huesos del antebrazo derecho y uno del antebrazo izquierdo. La madre del chico era presidenta del consejo de supervisores de Bartholomew Browning. Así que la llave de las matrículas gratuitas se cerró y yo regresé a la escuela pública. Viniendo de Bartholomew Browning, a papá lo contrataron allí también, así que dejé de jugar al fútbol.

Ambos trabajamos en la misma estación de servicio Gulf durante el bachillerato, hasta que Seth se cansó de los asaltos y se fue a Dunkin' Donuts a hacer rosquillas en el turno de noche. Durante un par de veranos trabajamos limpiando ventanas para una compañía que se encargaba de varios rascacielos del centro, hasta que decidimos que colgar de un par de cuerdas a veintisiete pisos de altura sonaba más guay de lo que era en realidad. No sólo era aburrido, sino que al mismo tiempo daba un miedo terrible: una combinación asquerosa. Tal vez haya quien considere que colgar junto a la fachada de un edificio a cien metros del suelo es una especie de deporte de aventura, pero a mí me parecía más bien un intento de suicidio a cámara lenta.

Los silbidos se hicieron más fuertes. La gente miraba al tipo que silbaba, un calvo regordete de traje y corbata, y algunos se reían.

– Me va a sacar de quicio -dijo Seth.

– Que no te saque -dije, pero ya era demasiado tarde. Seth se dirigía al otro extremo de la barra. Saqué un cigarrillo y lo encendí mientras miraba cómo se inclinaba sobre la barra, fulminando con la mirada al tipo de los silbidos, como si fuera a agarrarlo de las solapas pero se estuviera conteniendo. Dijo algo. Hubo risas entre los que rodeaban al que silbaba. Fresco y relajado, Seth empezó a regresar. Se detuvo para hablar con dos mujeres hermosas, una rubia y una morena, y les sonrió.

– Ya está. No me creo que sigas fumando -me dijo-. Bastante estúpido, teniendo en cuenta lo de tu padre.

Sacó un cigarrillo de mi paquete, lo encendió, dio una calada y lo puso sobre el cenicero.