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Sonreí con picardía y la interrumpí:

– La última mujer que me dijo eso… -Noté que se quedaba paralizada a media frase-. Lo siento.

Enseguida, con la cabeza echada hacia un lado como una gatita, sonrió.

– Gracias. -Hizo una pausa-. Mantenga el apretón uno o dos segundos más. Míreme a los ojos y sonría. Ponga todo su empeño en conquistarme. Intentémoslo de nuevo.

Me levanté, le di otra vez la mano a Judith.

– Mejor -dijo-. Usted tiene talento. La gente lo conoce y piensa: hay algo de este tío que me gusta, pero no sé lo que es. Usted tiene el talento necesario.

Me miró como evaluándome.

– ¿Se ha roto la nariz en alguna ocasión?

Asentí.

– Déjeme adivinar: jugando al fútbol.

– Hockey, en realidad.

– Qué bonito. ¿Es usted deportista, Adam?

– Lo era. -Volví a sentarme.

Se inclinó hacia mí, con el mentón apoyado en una mano cóncava, observándome.

– Se nota. En su forma de caminar, la forma en que maneja su cuerpo. Me gusta. Pero no está sincronizado.

– ¿Disculpe?

– Tiene que sincronizar. Espejo. Si me inclino hacia delante, usted hace lo mismo. Si me recuesto, usted se recuesta. Si cruzo las piernas, usted cruza las suyas. Observe la inclinación de mi cabeza e imíteme. Sincronice hasta su respiración con la mía. Pero sea sutil, no sea descarado al hacerlo. Es así como uno conecta con los demás a nivel subconsciente, es así como los hace sentirse cómodos con usted. A la gente le gusta la gente que se le parece. ¿Está claro?

Mi sonrisa la desarmó, o pensé que la desarmaría, en cualquier caso.

– Una cosa más -dijo. Se inclinó aún más, hasta que su cara estuvo a pocos palmos de la mía, y susurró-: Usa demasiado aftershave.

La cara me quemaba de vergüenza.

– Déjeme adivinar: Drakkar Noir -dijo, y no esperó mi respuesta, porque sabía que estaba en lo cierto-. Todo un semental de instituto. Apuesto que a las animadoras les temblaban las piernas.

Más tarde supe quién era Judith Bolton. Era vicepresidente senior, y la habían traído a Wyatt Telecom unos años atrás como consultora principal de McKinsey & Cía para aconsejar personalmente a Nicholas Wyatt en ciertas cuestiones personales, «resolución de conflictos» en los niveles más altos de la compañía, ciertos aspectos de estrategia psicológica en los acuerdos, los negocios y las adquisiciones. Tenía un doctorado en psicología del comportamiento, así que todos la llamaban «Doctora Bolton». Ya te refirieras a ella como «entrenadora ejecutiva» o como «estratega de liderazgo», lo cierto es que para Wyatt ella era algo así como su entrenadora olímpica privada o su preparadora personal. Le aconsejaba acerca de quién era material ejecutivo y quién no, quién debía ser despedido, quién conspiraba a sus espaldas. Tenía ojos con rayos X para la deslealtad. Era obvio que Wyatt la había contratado sacándola de McKinsey con un salario absurdo. Aquí, ella tenía el poder y la seguridad suficientes para contradecirlo en su propia cara, decirle cosas que él no aceptaría de nadie más.

– Bueno, nuestra primera misión es aprender a hacer una entrevista de trabajo -dijo.

– Conseguí que me contrataran aquí -dije débilmente.

– Ahora jugaremos a un nivel muy distinto, Adam -dijo ella, sonriendo-. Usted es un as, y tiene que dar la entrevista como un as, alguien que Trion querrá robarnos cueste lo que cueste. ¿Qué le parece el trabajo en Wyatt?

La miré y me sentí estúpido.

– Pues estoy tratando de irme, ¿no es así?

Puso los ojos en blanco, respiró hondo.

– No. Sea siempre positivo. -Giró la cabeza hacia un lado e hizo una sorprendente imitación de mi voz-: ¡Mi trabajo me encanta! ¡Es completamente estimulante! ¡Mis colegas son geniales!

La imitación era tan buena que por un momento me hizo sentirme raro; era como si oyera mi voz en la grabación de un contestador automático.

– Y entonces ¿por qué estoy presentándome en Trion?

– Por las oportunidades, Adam. Su trabajo en Wyatt no tiene nada de malo. No está descontento, tan sólo está tomando el paso más lógico en su carrera, y en Trion hay más oportunidades para hacer cosas aún más grandes, aún mejores. ¿Cuál es su debilidad más grande, Adam?

Pensé un instante.

– No tengo ninguna, en realidad -dije-. Nunca hay que admitir debilidades.

Frunció el ceño.

– Ay, por Dios. Pensarán que está delirando o que es estúpido.

– La pregunta tiene trampa.

– Por supuesto que la pregunta tiene trampa. Las entrevistas de trabajo son campos de minas. Uno tiene que admitir debilidades, pero nunca hay que decir nada peyorativo. Así que diga que es usted un marido demasiado fiel, o un padre demasiado cariñoso -otra vez puso su voz de Adam-. A veces me siento tan cómodo con un programa de software que no llego a explorar otros. O: a veces, cuando me molesto por pequeñas cosas, prefiero no decirlo en voz alta, porque imagino que acabarán por pasar. ¡No se queja lo suficiente! Y qué tal esto: tiendo a involucrarme demasiado con los proyectos, y a veces trabajo demasiadas horas en ellos, porque me encanta llevarlos a cabo, y hacerlo bien. Tal vez trabajo más de lo necesario en cada cosa. ¿Me entiende? Se les hará la boca agua, Adam.

Sonreí, asentí. ¿En qué diablos me había metido?

– ¿Cuál es el error más grande que ha cometido en su trabajo?

– Obviamente tengo que admitir algo -dije nerviosamente.

– Aprende rápido -dijo ella con sequedad.

– Tal vez asumí demasiadas responsabilidades, y…

– ¿Y la cagó? ¿Así que usted no conoce los límites de su propia incompetencia? No, no va por ahí la cosa. Diga: «Nada importante. Una vez, estaba preparando un informe importante para mi jefe y olvidé hacer copia de seguridad, el ordenador se estropeó y lo perdí todo. Tuve que quedarme hasta las tres de la madrugada y rehacer desde cero el trabajo perdido. Vaya si aprendí la lección: siempre hacer copia de seguridad.» ¿Entiende? El error más grande que usted ha cometido no fue su culpa, y además terminó por hacerlo todo bien.

– Entiendo -dije. El cuello de la camisa me apretaba, y quería salir de allí.

– Usted tiene un talento innato, Adam -dijo-. Todo va a salir perfectamente.

Capítulo 8

La víspera de mi primera entrevista en Trion, fui a ver a mi padre. Era algo que hacía por lo menos una vez por semana, a veces más, dependiendo de si él me llamaba para invitarme a pasar por su casa. Me llamaba con frecuencia, en parte porque se sentía solo (mamá había muerto seis años atrás) y en parte porque los esteroides que tomaba lo habían puesto paranoico, y creía que sus enfermeros querían matarlo. Así que sus llamadas nunca eran amistosas, nunca eran para conversar; eran quejas, peroratas, acusaciones. Algunos de sus analgésicos habían desaparecido, me decía, y estaba convencido de que la enfermera Caryn se los robaba. El oxígeno proporcionado por la compañía de oxígeno era una mierda. La enfermera Rhonda tropezaba todo el tiempo con la manguera de aire, tirando de los tubitos que mi padre tenía en la nariz y casi arrancándole las orejas.

Decir que era difícil conservar a la gente que lo cuidaba sería un eufemismo cómico. Rara vez duraban más de unas pocas semanas. Francis X. Cassidy era un hombre malhumorado, lo había sido desde que yo tenía memoria, y su humor había empeorado a medida que se hacía más viejo y se ponía más enfermo. Siempre había fumado un par de cajetillas diarias y tenía una tos sonora y áspera, y siempre estaba con bronquitis. Así que no fue ninguna sorpresa que le diagnosticaran un enfisema. ¿Qué esperaba? Hacía años que no podía soplar ni las velas de su pastel de cumpleaños. Ahora, su enfisema estaba en lo que llaman etapa final, lo cual quiere decir que podía morir en un par de semanas, o meses, o tal vez en diez años. Nadie lo sabía.