– ¿Todo eso es verdad? -fue lo único que se me ocurrió decir.
– No te he dicho nada -dijo Mordden-. No sería beneficioso para mí. Adieu, Cassidy.
Capítulo 92
Nunca había visto nada parecido al ático del edificio A de Trion.
No se parecía al resto de la empresa: no había despachos asfixiantes ni cubículos apiñados, ni alfombras grises e industriales de pared a pared, ni luces fluorescentes.
Era un espacio inmenso y abierto con ventanas que iban del suelo al techo a través de las cuales destellaba la luz del sol. Los suelos eran de granito negro, había tapetes persas aquí y allá, y las paredes eran de alguna clase de lustrosa madera tropical. El espacio estaba dividido en zonas por lechos de hiedra, grupos de sillas y sofás de diseño, y justo en el centro de la habitación, una cascada gigante en la cual el agua brotaba de una fuente invisible y caía sobre rocas rosadas y rugosas.
La Suite Ejecutiva. Para recibir a visitantes de importancia: secretarios de gabinete, senadores y congresistas, presidentes ejecutivos y jefes de estado. Nunca antes la había visto, ni conocía a nadie que la hubiera visto, y no era para sorprenderse. No parecía muy Trion que digamos. No era muy democrática. Era dramática, intimidante, imponente.
Estaban preparando una pequeña mesa redonda en el área que había entre la cascada interior y una chimenea en la cual llamas de gas rugían sobre troncos de cerámica. Dos jóvenes latinos, un hombre y una mujer de uniforme marrón, hablaban en castellano y en voz baja mientras sacaban tazas de té y café de pura plata, canastas de pastelitos, jarras de zumo de naranja. Había cubiertos para tres comensales.
Miré alrededor, desconcertado, pero no había nadie más. Nadie me esperaba. De repente hubo un bing y las pequeñas puertas de acero pulido de un ascensor se abrieron del otro lado de la habitación.
Jock Goddard y Paul Camilletti.
Se reían a carcajadas, como alocados, más animados que nunca. Goddard me vio de repente, se detuvo a media carcajada y dijo:
– Bien, ahí está. ¿Nos disculpas, Paul? Ya lo entiendes.
Camilletti sonrió, le dio a Goddard una palmada en el hombro y se quedó en el ascensor mientras el viejo salía y las puertas se cerraban tras él. Goddard atravesó el espacio abierto casi trotando.
– Acompáñeme al lavabo, ¿quiere? -dijo-. Tengo que quitarme este maldito maquillaje.
Lo seguí en silencio hacia una reluciente puerta negra marcada con pequeñas siluetas de plata: hombres-mujeres. Las luces se encendieron cuando entramos. Era un lavabo espacioso y elegante, todo de vidrio y mármol negro.
Goddard se miró al espejo. Por alguna razón me parecía más alto. Tal vez era su postura: no iba tan encorvado como siempre.
– Joder, parezco Liberace -dijo mientras se formaba espuma en sus manos y él se salpicaba la cara-. Usted nunca ha estado aquí, ¿no es cierto?
Negué con la cabeza mientras miraba la imagen del espejo inclinarse hacia el lavamanos y levantarse de nuevo. Sentí una extraña mezcla de emociones -miedo, furia, una fuerte impresión-, tan compleja que casi no sabía qué sentir.
– Pues bien, ya conoce usted el mundo de los negocios -continuó. Parecía casi disculparse-. La importancia del aspecto teatraclass="underline" el fasto, la pompa y circunstancia, toda esa mierda. No hubiera podido recibir al presidente de Rusia o al príncipe heredero de Arabia Saudí en mi cuchitril de abajo, ¿o sí?
– Enhorabuena -dije en voz baja-. Qué mañana.
Se secó la cara con la toalla.
– Más teatro -dijo con desdén.
– Usted sabía que Wyatt compraría Delphos sin importar lo que costara -dije-. Aunque eso lo llevara a la quiebra.
– No podía resistirse -dijo Goddard. Arrojó la toalla, manchada de naranja y marrón, sobre la encimera de mármol.
– No -dije. Me percaté de que el corazón se me aceleraba-. Por lo menos mientras siguiera creyendo que usted iba a anunciar el gran adelanto técnico del chip óptico. Pero ese chip nunca existió, ¿no es cierto?
Goddard sonrió con su sonrisita de duende. Se dio la vuelta y yo salí del lavabo tras él. Seguí hablando:
– Es por eso que no había solicitudes de patentes, ni archivos de Recursos Humanos…
– El chip óptico -dijo, caminando a pasos de gigante hacia la mesa del comedor- existe sólo en las enfebrecidas mentes y los cuadernos emborronados de un puñado de mediocres de una pequeña y fracasada compañía de Palo Alto. Van en busca de una fantasía que puede o no darse en el curso de su vida, Adam, pero seguro que no en el curso de la mía.
Se sentó a la mesa y me invitó con un gesto a que me sentara a su lado.
Eso hice, y los dos camareros uniformados, que habían permanecido de pie junto a la hiedra a una distancia prudente, se acercaron y nos sirvieron café. Me sentía más que asustado y enfurecido y confundido: me sentía exhausto.
– Pueden ser mediocres -dije-, pero usted les compró la empresa hace más de tres años.
Admito que no era más que una especulación informada: el principal inversor de Delphos, según algunos documentos que había encontrado en Internet, era un fondo de inversiones con sede en Londres cuyo dinero se canalizaba a través de las islas Caimán. Lo cual indicaba que Delphos pertenecía a un jugador de peso, aunque hubiera unas cinco empresas que sirvieran como intermediarias y fachadas.
– Es usted muy astuto -dijo Goddard cogiendo un panecillo dulce y metiéndoselo con gula en la boca-. La verdadera cadena de propiedad es muy difícil de descubrir. Sírvase un panecillo, Adam. Estas cositas de frambuesa y queso crema están de muerte.
Ahora entendía por qué Paul Camilletti, un hombre que ponía todos los puntos sobre las íes, había «olvidado» -muy convenientemente- firmar la cláusula de garantía de la lista de condiciones. Tan pronto como Wyatt se dio cuenta de ello supo que tenía menos de veinticuatro horas para «robarle» aquella empresa a Trion: no tenía tiempo de buscar la aprobación de la junta, aunque ésta hubiera aprobado la compra. Lo cual probablemente no habría ocurrido.
Me fijé en el tercer puesto desocupado, y me pregunté quién sería el otro invitado. No tenía hambre, no me apetecía beber café.
– Pero la única forma de que Wyatt mordiera el anzuelo -dije- era que la información le llegara a través un espía que él creyera haber colocado.
La voz me temblaba. Ahora sentía ira, más que nada.
– Nick Wyatt es un hombre muy suspicaz -dijo Goddard-. Lo entiendo: yo soy igual. Él es un poco como la CIA: no creen en el menor descubrimiento de los servicios de inteligencia a menos que lo hayan conseguido por medio de subterfugios.
Tomé un sorbo de agua helada, tan helada que me provocó dolor en la garganta. El único sonido en aquel vasto espacio era el chapoteo y borboteo de la cascada. La luz del lugar me encandilaba. Allí dentro uno se sentía curiosamente alegre. La camarera se acercó con una jarra de cristal llena de agua para llenar mi vaso, pero Goddard agitó una mano.
– Muchas gracias. Pueden irse, creo que ya estamos bien. ¿Pueden pedirle a nuestro otro invitado que pase, por favor?
– No es la primera vez que hace esto, ¿no es cierto? -dije. ¿Quién me había dicho que cada vez que Trion estaba al borde de la quiebra, algún competidor cometía un atroz error de cálculo, y Trion se recuperaba con más fuerza que nunca?
Goddard me miró de soslayo.
– La práctica hace al maestro.