No llegaba ningún sonido. Resolví levantarme, y me vestí apresuradamente. Luego golpeé la puerta del baño.
Me sorprendió que abrieran de inmediato.
– ¿Qué pasa? -preguntó Abal. Angeline estaba sentada en el borde de la bañera, completamente vestida.
– ¿Qué están haciendo? -pregunté.
– Conversamos -dijo Abal, aparentemente extrañado de mi pregunta.
– ¿Acaso no podemos conversar? -intervino Angeline, agriamente-. ¿También quieres echarnos de tu baño? ¿Por qué metes las narices en todas partes?
– Oh, está bien -respondí, y volví al cuarto. Evidentemente mentían, ya que si hubiesen tenido alguna conversación yo los habría escuchado; a menos que se hablaran al oído, a un volumen tan bajo que no llegara hasta mí ni un susurro.
Volvieron a encerrarse. Trato de desentenderme de ellos, pero recordando las palabras del cura me asalta la idea de reivindicar mi propiedad sobre esa mujer. Cierro con llave la puerta del cuarto y guardo la llave en el bolsillo, cuando salgan del baño podremos discutir o no el asunto, pero tengo el firme propósito de no dejarla escapar otra vez. Voy hasta la valija y la abro. Tenía intenciones de cambiarme de traje. Pero la valija está llena de ladrillos.
Me desplomé en la silla. Había perdido, realmente, todo lo que poseía. No sólo el traje, sino la documentación y otras cosas muy importantes. Y un libro. Una lapicera. Y lo demás.
Siento que es un golpe grande, quizás el más grande recibido en París, a pesar de que no puedo decir que me haya ido muy bien en las pocas horas que han pasado desde mi llegada. Me invade de nuevo todo el cansancio del viaje en ferrocarril, como si aún estuviera en el duro asiento, moviéndome con el moliente traqueteo a través de los siglos, interminablemente, cubriéndome de polvo y desesperanza, olvidándome de todos mis propósitos. Una memoria que se fue sepultando a sí misma, devorando paisajes monótonos -que más bien parecían un telón que girara eternamente sobre un eje, un telón pintado con árboles y campiñas y estaciones de pueblo todas iguales entre sí-; y ahora siento como si mi identidad hubiese estado no en las células de mi cerebro o de mi cuerpo, no en la memoria, sino, lo siento, allí, en la inerte valija de cuero que he perdido. Quizá le atribuyo a la pérdida una importancia exagerada, pero así lo siento, como si la valija fuese la única cosa que me mantenía ligado a mí mismo. No tanto por el libro, ni por los documentos, ni menos, aún, por el traje, como por las otras cosas, o quizá por todo el conjunto, o quizá, nada más que por la responsabilidad de llevar algo en mis manos, de tener alguna cosa para cuidar. Ahora no me queda nada. Angeline… Angeline no tiene resonancias. Ya no me interesa retenerla. Aún permanecía encerrada con Abal, y no sé cuál será mi actitud cuando intente salir de la pieza.
¿Cuándo se había producido el cambiazo? En la estación, probablemente, cuando sentí más pesada la valija al levantarme del asiento. O quizás allí mismo, en el Asilo. El cura había prometido quitármela. De cualquier manera, ya no tiene importancia.
Pensé en la noche, que se va aproximando muy lentamente. Recién es mediodía; parecen interminables las horas que todavía faltan para que pueda extender las alas y descansar en el cielo oscuro, sobre la ciudad y sobre los campos.
Y siento, también, la necesidad urgente de volver a hacer un viaje en ferrocarril. No sé hacia dónde. Pero es evidente que me he equivocado al venir a París.
Ahora que no tengo la valija, se me ocurre que puedo viajar utilizando las alas. Ahora que no hay nada que me ate a ningún sitio. En cualquier parte estaré igualmente desprovisto -desprovisto, casi, hasta de mí mismo. Pero el problema es: a dónde. Hacia qué lugar, a qué ciudad, a qué país dirigir mi vuelo. Sé que no hay distancia que no pueda cubrir en una noche. Pero ¿hacia dónde?
No importa; quizás, el error está allí, en planificar. Quizá sea mejor dejarme llevar por la inspiración del momento, dejarme caer en un lugar cualquiera y esperar allí el amanecer. Lejos de París. En el otro extremo de la Tierra. En cualquier parte. Volar con los ojos cerrados y posarme, de pronto, donde el corazón lo indique.
Tuve una duda, fugaz e intensa, que luego me hizo sonreír. Me llevé las manos a la espalda. Sí; las alas siguen allí, achatadas, sobresaliendo apenas de la espalda. Suspiré aliviado.
Me levanté de la silla y fui hasta la ventana. Evidentemente recién era el mediodía. Sentí que la impaciencia me devoraba. Estuve tentado de bajar y desafiar a los carabineros, echar a correr por la calle en cualquier dirección, pero me contuve. Así no pasaría más rápido el tiempo. O tal vez sí, pero no vale la pena correr el riesgo.
Tampoco me atreví a aventurarme en otro sueño, incluso trataba de mantenerme alerta para no ser sorprendido de nuevo. Tenía la oscura seguridad de que la próxima vez no volvería a salir de él. "Aunque -pensé- no veo que haya mucha diferencia con la vigilia." Pero no era el sueño en sí mismo, el no poder salir de él, lo que me asustaba, sino la dualidad tan' curiosa que se había dado hacía un rato, el hecho de estar viviendo al mismo tiempo dos realidades palpables y completamente distintas.
Comenzó a sonar una campana monótona, de iglesia, como si recién ahora estuviesen llamando a la misa de esta madrugada. La puerta del baño se abrió de inmediato y salió Angeline, alegremente.
– ¡Por fin! -exclamó-. Estoy muerta de hambre.
Detrás salió Abal, inexpresivo -aunque me pareció que trataba de disimular algo como un sentimiento de culpa con respecto a mí; evitaba mirarme a los ojos, y tenía las manos en los bolsillos.
Angeline fue hasta la puerta y no logró abrirla. Yo me levanté y utilicé la llave.
– Perdón -dije-. Olvidé que había cerrado. Angeline no demostró sorpresa.
– ¿No vienes a comer? -preguntó.
– No -respondí simplemente, mientras ellos salían al corredor. Omití agregar que nunca comía. Por un instante manejé la idea, pero la deseché rápidamente. Si pensaba viajar esa misma noche, con rumbo desconocido, no era momento de volver a crearme un hábito que podría llegar a ser realmente incómodo. Bastaba con la experiencia sexual, que me había arrojado otra vez a un ciclo que ignoraba cuándo y cómo podía terminar. Cerré la puerta, y volví a mi lugar ante la ventana.
Pero tuve una idea repentina; salí al corredor.
– ¡Angeline! -llamé, y me llegó una respuesta poco clara desde algún lugar en los pisos superiores. Subí la escalera, dos o tres pisos, hasta encontrarla, junto a Abal, esperándome en uno de los descansos. Me detuve, jadeante.
– ¿Qué quieres? -preguntó, con desconfianza.
– ¿Tienes aguja e hilo oscuro? -pregunté. Ambos soltaron una carcajada. Angeline buscó en su cartera.
– No -dijo, moviendo la cabeza-. Pero luego te llevaré. O mejor, si lo deseas, te coseré yo lo que haga falta.
– También llevaré mis cosas -dijo Abal-. Hemos resuelto ir a vivir a su pieza. Lo discutimos largamente.
Angeline lo apoyó:
– Ayer le diste permiso, ¿recuerdas? -yo asentí; de todos modos me daba lo mismo. Realmente me había desentendido de ambos; ahora sólo quería coser el saco, el único que me quedaba, mientras esperaba la puesta de sol.
– ¿A qué hora sale el sol? -pregunté. Angeline rió.
– A las siete, o a las ocho -dijo, y me tocó la punta de la nariz con el índice, añadiendo-: murciélago, murciélago.
– A las ocho, o a las ocho y media -precisó Abal. Luego siguieron subiendo las escaleras. Yo bajé.
"Claro -pensé-, Angeline tiene que saberlo. Aunque no me haya visto, tiene que saberlo. Nadie que no tenga alas puede reaparecer después de caerse de un séptimo piso."
Me fastidiaba la idea de que alguien lo supiera. Pero si lo sabía Angeline, también lo sabría Abal. Y con todo lo que hablaba ese hombre ya pronto lo sabría todo el mundo, incluyendo al cura. Se me antojó que todo eso era peligroso, que intentarían detenerme, evitar que me fuera.
"Les debo dinero" -pensé, y me sentí preocupado. Traté de consolarme, pensando que Angeline había dicho "murciélago" por algún otro motivo, pero no pude imaginar ninguno.
Volví a mi pieza y comencé a recorrerla, nervioso, y sin saber qué hacer.
– ¿Se puede? -pregunta una voz a mis espaldas. Me doy vuelta y veo a la presunta prostituta, que ha dado ya un par de pasos dentro de la habitación-. Vi la puerta entornada -agregó, explicando-. ¿No está Angeline?
– No -respondo-. Fue a almorzar.
– Ah -dice-. ¿Me permites?
Se sienta en la silla y cruza las piernas. Luego busca en la cartera y saca un paquete de cigarrillos que me extiende.
– Gauloises -digo, tomando uno; siento que en mi memoria se agita algo, algún recuerdo que quiere salir a la superficie. Pero vuelve a hundirse sin que pueda atraparlo. Ella me acerca un encendedor, y ambos encendemos nuestros cigarrillos. La primer bocanada me produce un acceso violento de tos.
– Creo que hace muchos años que no fumo -digo, un poco avergonzado de la tos.
– Tienes cara de bebé -me dice, sin que al parecer venga al caso-. La piel rosada y el cráneo cubierto de una suave pelusa rubia, y la frente abultada y los ojos de víbora.
– ¿Ojos de víbora? -pregunto, sorprendido- ¿Tienes un espejo?
– No. No permiten espejos, aquí. Pero créeme que tienes ojos de víbora.