El cura es quien permanece más fiel a sí mismo, sin duda porque lo ayuda el negro de la sotana, que no varía, y el gris del pelo y de la cara. Es un mundo gris, donde la gente gris está sin duda bien ubicada.
– El mundo es para ustedes -le digo al cura, pero no puedo enterarme si me oyó. Hablé, de todos modos, en voz muy baja. Había comenzado a sentirme bien, repentinamente; nada excepcional y, además, sospechaba que no podría controlar durante mucho tiempo este estado de ánimo, lo cual era lamentable. Quizás era esta la calmada desesperanza de que habían hablado aquellos hombres, y me daba una nueva objetividad que me permitía ver las cosas tal como eran; al verme libre de la afectividad todo se volvía gris y, aun Angeline, poco apetecible. Así me era más fácil desproveerme de los deseos, y las cosas dejaban de ser inaccesibles simplemente porque ya no interesaban.
El presunto médico se incorporó y salió de la habitación después de cruzar unas breves frases con el cura. Este se volvió hacia mí, y dio un par de pasos en mi dirección.
– Parece que no hay nada que hacer -dijo, con calma-. Dice el médico que es una leucemia muy avanzada.
Me dio tristeza, a pesar de todo lo que me incomodaba ese viejo, pero al mismo tiempo sentí alivio, porque me estaba sintiendo culpable por haber dejado la ventana abierta. Ahora se mostraba mi inocencia.
La cara del sacerdote no indicaba ninguna pena; en realidad no tenía ninguna expresión particular.
– Otro que se nos va -dijo, con un suspiro, y no pude saber si hablaba en serio o si acudía al lugar común como una broma de mal gusto. Se abrió la puerta y entraron dos hombres de blanco que traían una camilla. Los hombres eran idénticos a aquellos dos oligofrénicos que intentaron llevarse a Abal de mi pieza la primera vez que había entrado, y a los monjes de la capucha gris que me habían llevado a misa. Depositaron al viejo en la camilla y se lo llevaron sin decir palabra. El cura fue hasta la puerta y la cerró. Luego fue hasta la cama y se sentó en el borde, frente a la ventana, de espaldas a Angeline.
– El día recién comienza -murmuró. Yo seguía viendo en gris, pero algo en el tono un tanto triste con que el cura dijo la frase hizo que por un momento notara el color amarillo, dorado de los primeros rayos directos del sol que entraban en la pieza. Sentí que no debía dejarme contagiar por la afectividad de aquel hombre; debía conservar en lo posible mi nueva actitud objetiva que me permitía un descanso de espíritu. Me sentía mejor y quería seguir sintiéndome así, aunque la base filosófica fuese falsa, aunque también ahora siguiera engañándome. Si no felicidad, ver las cosas en blanco y negro me traía paz.
Como si el cura se hubiera dado cuenta y quisiera tentarme, siguió hablando en tono afectivo. Se entabló entre nosotros una especie de duelo. Mi forma de lucha consistía en no participar de lo que él decía, y menos aún de lo que yo mismo pudiera contestarle. Habló de las cualidades de Abal, y yo sabía que, o bien no eran ciertas, o bien no era esa la opinión del cura; y que no debía dejarme engañar y entrar en una discusión, tomando partido.
Entonces le respondía afirmativamente, mientras por dentro me sonreía y formaba como una coraza a mi alrededor, contra la cual las palabras chocaban y patinaban o, mejor, un filtro que tamizaba las palabras y las hacía llegar a mí en forma aséptica, desprovistas de significación.
Así estuvimos largos minutos, y quizás él, si había comprendido mi actitud y si realmente buscaba modificarla, decidiera cambiar el sistema de ataque, eligiendo ahora uno mucho más peligroso para mí, no sé, en realidad, si eran estas sus intenciones; de todos modos, tuvo su resultado.
Con movimiento que pareció casual se volvió ligeramente hacia Angeline y la contempló, por encima de su propio hombro.
– Buena chica, Angeline -dijo, y con la mano derecha levantó el camisón unos centímetros, llevándolo por encima de la cintura, y posó en ella su mano grande y vellosa. Luego la acarició con lentitud. Angeline, aparentemente sin despertarse, hizo algunos movimientos que ayudaban a las caricias. Sentí una oleada de celos y de odio que surgió en forma violenta de mi interior, y fugazmente aparecieron todos los colores, vibrando en las cosas, y algo se agitó en mi espalda: las alas, y tuve que hacer un enorme esfuerzo para evitar que se desplegaran y me hicieran subir de golpe y pegar contra el techo. Respiré hondo. El cura volvió hacia mí una cara que me pareció sorprendida, como si lo hubiese tocado la oleada de odio que surgía de mí y que yo sentía extenderse por la pieza. Pero no hizo ningún comentario y se levantó despaciosamente de la cama, en dirección a la puerta. Las cosas habían vuelto a perder el color y me sentí más seguro de mí mismo; de vez en cuando asomaba algún rojo, o algún verde, pero lograba contenerlo.
– Otro día, otra jornada -dijo el cura, y se fue, cerrando la puerta. Angeline se desperezaba en la cama.
– ¿Y Juan?-pregunta.
– Se lo llevaron -digo-. Parece que es grave. Leucemia.
No pareció preocupada, ni apenada.
– ¿Qué hora es? -pregunta, sentándose en la cama y echando la cabeza hacia atrás.
– No sé -digo-. Las ocho, las nueve. No sé.
– ¿Hoy no hay misa?
– Parece que no -respondo-. Debe ser un poco tarde, ya. Quizá la hayan suspendido, por este asunto de Abal. El cura estaba aquí, recién se va…
Angeline se levanta y cruza la pieza en dirección al baño.
– Me voy a duchar -dice. Anda lentamente, con la cabeza inclinada, como si aún tuviera mucho sueño.
– ¿Te quedarás conmigo, luego? -pregunto, tratando de no mostrar ansiedad. Se detiene en la puerta del baño y me mira largamente.
– Sí -dice al fin-. Vamos a empezar de vuelta, de otra manera. Me quedaré. Pondré cortinas en la ventana, y cuadritos en las paredes. Necesito un hogar.
Cierra la puerta.
No puedo imaginar si habla en serio; sospecho que sí, aunque las palabras sonaban a burla en mis oídos. De cualquier modo, ella había pasado a ser algo secundario. Era gris; y si yo podía controlarme durante un tiempo más, si lograba llegar hasta la noche sin comprometerme emocionalmente con nada, podría irme de allí, podría volar sin dolor, abandonar sin pena ese lugar ingrato, esa ciudad ingrata.
Del baño llegó ruido de agua que corre y luego la voz de Angeline, que entona una canción. Habla de prados y campiñas, creo, aunque no puedo entender la mayor parte de las palabras. Me tiendo en la cama, con idea de descansar los músculos, pero las sábanas conservaban el calor del cuerpo de Angeline y de inmediato me llega su perfume de violetas, un tanto arranciado y mezclado con el olor de la transpiración; me resulta excitante, y hago un esfuerzo y vuelvo a levantarme. Ocupo la silla-.
Se abrió la puerta y entró Juan Abal. Me pongo otra vez de pie, de un salto. Él ha cerrado nuevamente la puerta y apoya la espalda contra ella. Está demacrado, y acusa en los ojos, más que en otras oportunidades, esa pequeña desviación y ese brillo agudo productos de la locura.
Me mira con aire desconfiado.
– ¿Dónde está Juan? -pregunta, y sin darme tiempo a abrir la boca se responde él mismo-: Se lo llevaron. Usted permitió que se lo llevaran.
– ¿Quién es Juan? -pregunto, porque ya no entiendo nada; pensaba que Juan era Juan Abal.
– Juan Abal -responde-. Mi hermano Juan Abal. Yo soy Pedro -me tiende la mano, recordando que quizá no habíamos sido presentados-. Pedro Abal, hermano de Juan. Él me habló mucho de usted. Me decía que usted no lo quería, que siempre trataba de entregarlo. Sin embargo, Juan le tenía afecto… Esperaba mucho de usted. ¿A dónde lo llevaron?
– Está muy grave -respondí-. No sé a dónde; vino el médico, dijo que tenía una leucemia muy avanzada…
Pedro rió sin ganas (si es que era Pedro; yo seguía viendo a Juan Abal).
– ¡Leucemia! Y usted les creyó… ¿Usted piensa que una leucemia puede diagnosticarse así como así? Mi hermano Juan -explica- tiene frecuentes ataques de una fiebre tropical. Algo crónico, de todos modos no es grave.
Esto me suena lógico. Me doy cuenta de que he aceptado el diagnóstico con absoluta falta de sentido crítico, preocupado más bien por mi problema con los colores. Sin embargo, ¿qué podía haber hecho?
Abal suspiró.
– Han logrado, por fin, llevárselo -dice-. Definitivamente. Esto es un golpe muy rudo para nosotros. Muy rudo.
– ¿Nosotros? -pregunto. Me mira atentamente.
– Es cierto que usted no sabe. No sabe nada. No quiere saber nada. Pero escuche -subió el tono y se me aproximó con aire que me parece amenazante-. Ahora va a tener que participar. Ahora va a entender. Usted es el responsable de que se hayan llevado a mi hermano. Ahora no les va a costar mucho llevarme a mí también, y a los otros. De usted no sospecharán. Tome -mete una mano entre las ropas y saca con cierta dificultad un librito-. Es el único ejemplar que queda. Está escrito por mi hermano. Allí está todo. Léalo. Salga de aquí y difúndalo. Esa es su misión.
Tomo el librito. Es un folleto muy pequeño, impreso probablemente a mimeógrafo, que se llama, nada menos, "TODA LA VERDAD "; y más abajo decía; "Por Juan Abal, catedrático de Filosofía de la Universidad de París". Luego venía el símbolo dibujado, algo con ruedas dentadas y serpientes entrelazadas.
– No se deje atrapar-, si se enteran de que usted tiene un ejemplar lo perseguirán implacablemente. Pero léalo. Léalo en profundidad. Se sentirá obligado a difundirlo. Hay que terminar con ellos. Con todos ellos. Léalo.
Abrió la puerta sorpresivamente, sacó la cabeza al corredor y miró en ambas direcciones. Luego, sin agregar más nada, salió y cerró la puerta con suavidad.
Estuve unos instantes contemplando el libro, sin animarme a abrirlo. Por un lado sentía gran curiosidad, y por otro tenía miedo de verme comprometido; de todos modos, pensé, ya por el hecho de tener el libro en mis manos, de haberlo aceptado, me veía de alguna manera comprometido; y lamenté haberlo hecho.