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Del baño llega todavía el ruido de la ducha y la voz de Angeline, que de pronto se hace más aguda y entrecortada, sin duda porque se estará duchando con agua fría, y luego cesan los sonidos. Me siento en la silla y abro el libro, pensando que de cualquier manera esta noche habré de partir. No sé lo que haré con el libro, aunque lo más seguro es que no habré de llevarlo conmigo. Decido no sentirme culpable por haberlo aceptado, y desentenderme por completo de Juan (o Pedro) Abal (o de ambos, si existían los dos).

En la primera página había un prólogo del propio Juan Abal, que resumía en algunas líneas aquella historia que me había contado sobre sí mismo. Intentaba darle un tono trascendente, y prometía que en las páginas siguientes habría de ser revelada "toda la Verdad, para que nadie pueda llamarse nuevamente a engaño". En la página cinco comenzaba el texto, que repetía el título "TODA LA VERDAD " y más abajo, con letra un poco más pequeña: "Manual de Orientación Cósmica". Me sentí vivamente interesado, y comencé a temer que Angeline saliera del baño y me sorprendiera con el libro; aunque ella y Abal parecían muy compinches, no podía estar seguro de nada con respecto a toda esa gente, y temía verme envuelto, ya, en la persecución que, según el supuesto Pedro Abal, habría de sufrir a causa del libro. Leí algunas líneas del texto, que comenzaban, nuevamente, prometiendo descorrer los velos de todos los misterios, y haciendo un esfuerzo lo cerré y lo guardé en el bolsillo posterior del pantalón. Luego comencé a pasearme nerviosamente por la pieza, esperando a Angeline.

Me doy cuenta de que las cosas han retomado sus colores habituales, y lo interpreto como un mal síntoma, como un debilitamiento, pero en adelante me fue imposible readquirir la visión en blanco y negro. Pensé que el interés por el libro, la ansiedad por leerlo, o el temor de las consecuencias del compromiso adquirido, o todo ello junto, me habían devuelto la visión habitual.

Y pensé que todos los cambios que se operaban en mí eran el desenlace de emociones muy intensas; y al no poder mantener esas emociones, o el estado de ánimo que ellas provocaban, me resultaba también imposible que esos cambios fuesen permanentes.

– No puedo continuar por ningún camino en línea recta -pienso-. Siempre me desvío sin llegar a ninguna parte. Nunca he de llegar a ninguna parte.

Angeline salió del baño. Aparece fresca y atractiva, con un atractivo más sano ahora que ha perdido la pintura exagerada de labios y pechos. Al mismo tiempo tiene una expresión agradable, en la cual no advierto como hasta ahora, un rechazo hacia mí. Pienso que debo afirmarme en la idea de partir esta noche, lo que me ayudará a aceptar cualquier forma de relación con la mujer, sea favorable o no, satisfactoria o no. Trataré de adivinar qué cosa quiere y hacerle el juego, para no sentirme frustrado nuevamente. Debo aferrarme a la idea de partir esta noche, a cualquier precio.

– Voy a buscar mi ropa -dice. Era cierto que aún llevaba el camisón transparente y amplio-. Luego saldremos a comprar las cortinas y los cuadros.

Intento sugerirle que podemos, antes, acostarnos un rato.

– No -dice-. Me haría sentirme mal. Primero, debemos darle a la pieza carácter hogareño. Cuando estén las cortinas y los cuadritos será distinto. Créeme, quiero cambiar de vida, quiero quedarme contigo para siempre. ¿Vamos?

Hago una seña hacia la ventana.

– Los carabineros -digo-. No puedo salir.

– ¡Oh, los carabineros! -ríe-. Hay otras salidas. Ven, pasaremos primero por el hotel para buscar mi ropa.

No puedo menos que seguirla, extrañado de la poca importancia que le da a los carabineros. Y si hay otras salidas, imagino que también estarán controladas; aunque, recuerdo, frente a la puertita que da a la calle, pasando bajo la escalera y atravesando el lugar de la misa, no había carabineros.

Me toma de la mano y me conduce escaleras arriba, hasta el cuarto piso. Allí, hacia el final del corredor con puertas a ambos lados, semejante al que hay en mi piso, se abre otro corredor, muy estrecho y corto. Lo atravesamos y nos encontramos en una construcción parecida, aunque evidentemente más lujosa y moderna. Hay alfombras mullidas y las barandas y los pasamanos relucen, limpios y brillantes.

Subimos ahora por otra escalera, alfombrada, y un par de pisos más arriba encontramos un tercer corredor. Ella se detiene ante una puerta, numerada 52 en bronce reluciente, y golpea con suavidad.

Abren de inmediato. Me hace pasar. Este lugar es completamente distinto del Asilo. Una pieza enorme y lujosa, el piso alfombrado, las paredes empapeladas en verde claro, el gran ventanal con cortinas de encaje. Una radio, sobre una mesita, deja oír música ligera. Hay dos camas, una común, cerca de la ventana, y hacia el centro de la habitación otra muy grande, de más de dos pía/as, ocupada casi totalmente por una mujer muy gorda; también tiene puesto un camisón, y sobre su vientre hay una bandeja llena de naipes, como si estuviese haciendo un solitario. Quien nos ha abierto la puerta es un hombre delgado, alto, más que maduro, quien sin decir palabra fue a sentarse en una silla próxima a la ventana y tomó un diario que al parecer estaba leyendo, y clavó la vista en él. Parece muy cansado o muy viejo. Tiene bigotes caídos a los costados de la boca y una mirada acuosa, lo que le da un aspecto de infinita tristeza.

La gorda en cambio me mira en forma penetrante.

– Un amigo -me presenta Angeline.

– Este debe ser el que entregó a Abal -comenta la mujer, mirándome torvamente.

– El no tiene nada que ver -me defiende Angeline-. No sabe nada.

– Él lo entregó -insiste la gorda, y me hace con la mano un ademán para que me acerque y me siente en una silla junto a la cama-. Le voy a leer la fortuna -dice.

– Por favor -suplica Angeline-. No lo maltrates.

– Nadie habla de maltratarlo -replica la gorda-. Le voy a leer la fortuna.

Angeline abre el ropero y comienza a rebuscar en el interior. Me parece ver una hilera de sotanas colgadas de perchas, pero no puedo asegurar que lo sean; puede tratarse simplemente de vestidos negros de mujer.

La gorda mezcla las barajas con mucha paciencia y por fin me da el mazo, advirtiéndome que debo cortar tres veces. Así lo hago. Ella vuelve a juntar las cartas en un montón, y luego las va dando vuelta de a una.

– La Dama -dice, moviendo la cabeza-. Parece que el amor le sonríe. Cuidado con Angeline -advierte-. Es una buena chica; no me la vaya a pervertir -da vuelta otra carta-. El ahorcado -comenta, y me pregunto qué clase de barajas son ésas-. Mala suerte, muchacho. Tendrá disgustos con un hombre poderoso; cuídese de él. Veamos -da vuelta otra-. ¡El Bufón! La cosa cambia un poco, favorablemente; pero no confíe demasiado… ¡El Mono! Esto sí que está bueno: le van a robar la Dama, no se preocupe… Ya me parecía que no podía durar… ¡Hola! ¡El Enterrador! Pero no para usted, no se asuste; alguien que usted conoce va a morir pronto…

Angeline ha terminado de seleccionar sus ropas. Junto al ropero hay una puerta, y la traspuso y la cerró. La gorda dejó las barajas.

– Déme la mano izquierda -dice-. A ver qué muestran las líneas.

Le extiendo la mano abierta, y ella la aproxima mucho a sus ojos y comienza a recorrer las líneas con el índice, lo que me produce un cosquilleo desagradable.

– Larga, larga vida -comenta, y adquiere una voz monótona y continua-. Un accidente importante, pero no muere. Sentimental, apocado, de gran generosidad que trata de contener por inhibición. Muchas mujeres en su pasado; muchos hijos. Mucha lujuria, también; una lujuria irrefrenable…

Me aferró la muñeca y llevó mi mano sobre uno de sus enormes pechos. Sentí que la mano se me hundía en una masa gelatinosa, desagradable, y ella la apretaba más y la hacía mover en forma circular. Hice un esfuerzo para retirarla, mirando de reojo al hombre que seguía en la silla, leyendo el diario.

– Te espero luego -susurra la gorda-. A las seis de la tarde.

Llevó mi mano bajo las sábanas, corriendo un poco la bandeja a un costado, y a pesar de mi resistencia logró ubicarla entre sus piernas. Un contacto húmedo y caliente me estremeció y me dio fuerzas para pegar un tirón y liberarme.

– A las seis -vuelve a susurrar, y me mira con unos ojos fijos y terribles. Veo que tiene la frente cubierta de sudor y el pecho agitado en espasmos-. A las seis -repite. Yo me puse de pie bruscamente y me aproximé a la puerta-. Venga acá -dijo, en voz alta, y volví cerca de la cama por miedo de que armara un escándalo, aunque me mantuve a una distancia prudente-. Acuérdese de lo que le digo -había vuelto a bajar la voz-: no podrá gozar a Angeline hasta que no venga por aquí -y se dio unos golpecitos en el vientre-. Acuérdese.

Angeline salió de la otra pieza, completamente vestida y con una cartera colgando del hombro. Se había pintado discretamente, y calzaba zapatos de taco alto.

– ¿Vamos? -dijo. Yo asentí y abandonamos la pieza sin despedirnos-. Hay ascensor -dijo luego-. Al final del pasillo.

Efectivamente, había un ascensor. Apreté el botón y esperamos largo rato antes de que llegara y su puerta se abriera en forma automática. Apreté el botón de planta baja, la puerta se cerró, y el ascensor descendió vertiginosamente, produciéndome un violento mareo y una sensación de hueco en la boca del estómago. Respiré hondo mientras la puerta se abría sola, y salimos.

– ¿Quién es esa mujer gorda? -pregunté.

– Oh, creo que es mi madre -dijo Angeline, sin explicar más nada. Atravesamos un hall lujoso, lleno de sofás acolchados donde varias personas de edad avanzada y, al parecer, buena situación económica, leían periódicos o simplemente estaban sentados sin hacer nada. Detrás del mostrador de recepción -metálico, brillante- había un hombre de uniforme, con botones dorados, en quien reconocí a aquel que me había atendido de madrugada en el mostrador del Asilo, cuando fui a pedir un médico para Abal.