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– ¿Esto pertenece al Asilo? -volví a preguntar.

– Es todo una misma cosa -respondió, y no supe interpretar bien la frase. Siento que las miradas se clavan en mí, sin duda por mis ropas arrugadas y sucias, mientras nos desplazamos por el hall; el hombre del mostrador, en cambio, no parece reparar en mí ni reconocerme. Por fin llegamos a la calle.

La entrada del hotel daba a un gran bulevar; nada tenía que ver con aquellas callejas que aparecían al salir de las puertas del Asilo o del teatro. Daba la sensación casi de que hubiéramos salido a otra ciudad, o por lo menos a un barrio muy distante, de más categoría.

Anduvimos lentamente, como paseando, y Angeline me tomó del brazo. Parecíamos una pareja muy formal.

– Mira -dijo-. Debe ser mediodía. Las tiendas están cerradas. ¿Qué te parece si vamos a almorzar a algún lado? Tengo hambre.

A mí me parecía que debía ser más temprano, pero las tiendas realmente estaban cerradas. Yo no tenía hambre, pero asentí. Angeline comenzó a hablar de sus planes: las cortinas de las ventanas serían verdes, y también compraría unos visillos de tul que permitieran pasar la luz; los cuadros serían sobrios, algo, afirmó, como lo que había visto una vez en el consultorio de un dentista. Yo no hice comentarios, aunque imaginaba que serían cosas de mal gusto: una marina, o un paisaje campestre sacado de alguna revista. Comencé a sentirme culpable de mis planes de irme esa noche; pensé que mi deber era advertírselo a Angeline, pero la verdad es que aún no confiaba en ella, y finalmente resolví continuar ocultando mis planes, al menos hasta que no viera una situación más definida. Quizá… '

Me sorprendí a mí mismo traicionándome una vez más: quizá, pensaba, logro una buena relación con Angeline y sería tonto, entonces, irme de allí.

Me maldije. ¿Cómo podía pensar en una buena relación con esa mujer? ¿Cómo podía pensar en quedarme allí, un solo día más? "No debo caer en la tentación -me dije-. No debo ceder. Me voy esta noche, de cualquier manera." Pero no logré engañarme; algo había cedido en mí, tal vez la secreta esperanza de encontrar placer en Angeline, de encontrar compañerismo en Angeline o, al menos, de encontrar en ella un punto de referencia; el anhelo de que esa mujer pudiera contribuir a ubicarme a mí mismo, que pudiera devolverme algo que había perdido, que pudiera hallar en ella lo que era incapaz de hallar en mí. Mantuve formalmente la idea de partir, porque racionalmente me negaba a desecharla; pero ahora, y lo sabía, la cuestión era más aleatoria; sabía que no podía asegurármelo a mí mismo, que dependería de una cantidad de factores externos.

Anduvimos varias cuadras, mientras Angeline seguía hablando y yo no le prestaba atención; de pronto frenó un coche junto al cordón de la vereda, escasos metros delante de nosotros, y sus puertas se abrieron violentamente y bajaron algunos hombres. Era un coche antiguo, alto, cuadrado, de cuatro puertas, y detrás tenía un gran baúl. Los hombres estaban vestidos con trajes grises, de saco corto y tenían sombreros ladeados y revólveres. Nos rodearon rápidamente, y uno de ellos se situó a espaldas de Angeline y la tomó de los brazos, que llevó hacia atrás. Angeline gritó.

– Haz algo -me gritó-. ¡No los dejes que me lleven! ¡No los dejes!

Intenté interponerme pero me apartaron sin dificultad.

– Quédese quieto -dijo uno de ellos, con la boca torcida-. No es con usted el asunto.

Entre dos le sujetaban con una cuerda los brazos a la espalda, mientras ella pateaba y gritaba. Yo no sabía qué hacer.

– ¿Qué es esto? -pregunté- ¿Por qué se la llevan? Es mi mujer…

– Esta mujer es nuestra -dijo el mismo que me había hablado. Extrajo un papel del bolsillo-. Aquí está el documento…

– ¿Qué le van a hacer? -pregunté, sin mirar el papel.

– Ella firmó un documento -dijo-. Ahora se ha cumplido el plazo. Es nuestra. Todo está en orden, no se preocupe.

– Pero ella… -intenté argumentar, caminando junto a ellos; ya la empujaban hacia el coche. Al acercarme vi al conductor.

– ¡Marcel! -exclamé-. ¡Marcel! Qué suerte… Fíjate, se llevan a mi mujer, Angeline, no puede ser…

Marcel me miró a través del agujero de la ventanilla, con sus ojos lejanos y tristes. Tenía el bigote caído y llevaba su guardapolvo gris.

– Lo siento, compañero -dijo, con total insensibilidad-. Es la única que nos faltaba, la zorra se había escondido. El martes comienza el trabajo para la revista, sabes, la etapa final. Faltaba ella.

– Pero…

– Puedes venir, habrá trabajo para ti también -dijo, y el coche, con todos adentro, se puso en marcha con pequeñas sacudidas. Angeline seguía gritando, ahora con menos fuerza. Me agarré la cabeza.

El número especial de Paris-Hollywood. Angeline va a morir frente a una cámara fotográfica, como todas ellas. Mientras tanto, estará encadenada a una pared, hasta el martes, y será sometida a una serie de vejámenes que ella misma ha aceptado con su firma. Todo legal, como dijera Marcel. Todo en orden.

El bulevar está desierto. Camino como un borracho, sin saber adonde ir ni lo que hacer. El sol está muy fuerte.

Tuerzo por una calle perpendicular; el bulevar contaba casi exclusivamente con casas particulares, grandes mansiones, y muy pocos comercios; no había ningún bar, ni tampoco nada de sombra. Busco un bar en esta calle y encuentro uno, a un par de cuadras.

Me siento pesadamente a una mesa llena de polvo. El bar está casi desierto, apenas un par de parroquianos en el otro extremo. La radio pasa un monótono informativo sobre la guerra; entiendo que los alemanes ya están llegando a París, que es sólo cuestión de horas, y lo demás son largas reiteraciones de lo mismo, antecedentes de la guerra, recuerdos de guerras anteriores, cosas sin interés.

Pido una bebida fresca. No tengo sed, pero quiero pasarme el vaso frío por la frente y, de todos modos, tomo un poco del líquido -algo efervescente con gusto a menta-. Ahora sí, no me queda otra cosa que esperar la noche. Ella me parece muy distante, como que no fuera a llegar nunca. Trato de evadir todo pensamiento, dejando correr la vista por el local sin fijarla en ningún detalle, y noto que algo me estorba en el bolsillo posterior, y recuerdo el libro de Abal. Me parece que nadie me presta atención, y lo saco del bolsillo y lo pongo sobre la mesa de modo que no se vea el título y comienzo a hojearlo y retomo la lectura allí donde la he interrumpido.

En un principio me interesa vivamente, por las revelaciones fabulosas que prometía; sin embargo, al avanzar en la lectura, y a pesar de ciertas frases y palabras que daban a entender que allí había algo especial, o ciertas cosas que despertaban en mi memoria raros ecos, descubrí que se iba transformando en algo sin sentido; Abal prolongaba su autobiografía, llena de detalles muy intrascendentes y pequeñas anécdotas, o intercalaba frases filosóficas elementales, e incluso muy dudosas, y hasta algunos chistes de mal gusto, pretendidas ironías contra supuestos detractores de su obra.

Aquello parecía ser el trabajo de un hombre que quisiera tener una verdad importante para decir, pero no tiene ninguna, y trata de disimular su fracaso entre fárragos anecdóticos y palabrería hueca, intentando evitar que el lector caiga en la cuenta de la vaciedad de sus palabras; así, la ironía, dirigida no se sabía bien contra quiénes, trataba de hacer cómplice al lector, no se sabía bien tampoco con qué finalidad.

Los únicos datos concretos yo ya los conocía: los detentores (y "fuentes", según Abal) del poder eran tres; había una organización tenebrosa en su torno, y esta organización debía ser destruida, aunque ello era una tarea gigantesca, casi imposible. A cada página prometía denunciar la organización con nombres y apellidos, pero esto era algo que nunca llegaba, y uno iba avanzando en el anecdotario de Abal dentro de una botella, de Abal bajo los puentes, de Abal y los vagabundos (y recordé que toda esta etapa de Abal, según él mismo me había dicho, se debía a su necesidad de ocultarse de la organización a causa, justamente, de este folleto que había escrito denunciándola; y entonces, entreverados los datos cronológicos, ya me fue imposible entender nada de la historia).

Estaba llegando a las páginas finales cuando me noté observado, y levanté la vista y vi a tres hombres parados alrededor de mi mesa, mirándome en silencio. Tenían una vaga semejanza con los que habían raptado a Angeline, pero no eran los mismos; vestían de manera similar, estilo gangsteril.

Uno de ellos estiró la mano y se apoderó del libro; mostró la tapa en forma significativa a los demás, que asintieron en silencio, con un movimiento de cabeza. Luego se sentaron a mi mesa sin pedir permiso.

– La denuncia era exacta -dijo uno, sentado a mi izquierda. Tenía una cicatriz en el rostro un tanto oscuro, y un pequeño bigote negro. No se habían quitado los sombreros.

– ¿Dónde obtuvo este libro? -preguntó el que estaba frente a mí, probablemente el jefe del grupo. Era más gordo que los otros, y lo que más llamaba la atención en él era una corbata, con dibujos de mariposas multicolores, chillonas.

– Lo encontré -dije, alzándome de hombros.

– ¿Dónde? -insistió el de la izquierda.

– Por ahí -dije, repitiendo el alzamiento de hombros-. En la calle.

– ¿Por qué miente? -dijo el presunto jefe, mirándome a los ojos.

– ¿Por qué no? -respondí, desafiante, cansado-. ¿Qué derecho tienen a hacerme preguntas?

El jefe extrajo un carnet del bolsillo, que extendió ante mi vista. Parecía ser de la policía o algo así, aunque en realidad no lo miré bien. Me encogí de hombros por tercera vez.

– ¿Qué derecho tienen a hacerme preguntas? -repetí-. ¿Qué tiene de malo este libro?

– Es un libro prohibido, y usted lo sabe -dijo el de la izquierda.

– No -respondí-. No lo sé. Y, de todos modos, acabo de leerlo casi todo, y no pude encontrar nada reprobable; ni siquiera pude encontrar nada interesante.