«Y luego que uno acepta que es un monstruo psíquico, viene la otra parte: la monstruosidad física. '¡Fíjese cómo lo ha deformado el alcohol!' '¡Fíjese, las consecuencias de una vida disipada! Esos ojos de lobo… esas mejillas hinchadas…' Se llevaron los espejos. Al principio, es cierto, me miraba y veía lo que ellos querían, una cara levemente deformada, unos ojos extraños… Pero luego la cosa fue en aumento, y ya un espejo no podía engañarme más… Quiero decir, yo no podía engañarme más a mí mismo usando el espejo para ello. Se llevaron los espejos, y empezaron con aquello del hombre lobo. Que yo era peligroso, que en ciertas noches, sin que me diera cuenta, me crecían pelos en la cara y en las manos y en los brazos y en todo el cuerpo, y garras, y caminaba en cuatro patas, y trataba de salir para destrozar a la gente a dentelladas…
«¡Dios mío! ¡Las cosas que me han hecho creer! Aunque nunca les creí del todo; poco a poco me fui reencontrando a mí mismo, fui sospechando de ellos, por ciertas cosas minúsculas, gestos, susurros… Ahora, que usted está aquí, todo será distinto… Usted me ve tal como soy, tal como siempre fui…
«¡Angeline!
Habían sonado unos golpecitos discretos en la puerta. Abro con cautela, temiendo que vuelvan los hombres de la cabeza rapada, pero se trata de aquella mujer que me prometió el cura. La reconocí en seguida, a pesar de que el catálogo donde la había elegido no era "actualizado". En realidad se parece mucho a la foto. Apenas unos años más.
Ella también reconoció al viejo y se abrazaron alegremente en el centro de la habitación; hablaban en francés con tanta rapidez que me costaba mucho entender alguna que otra palabra, pero me pareció, aunque no estoy seguro, que se referían a un pasado común, que sacaban a luz viejas anécdotas.
– Ella era de los nuestros -me explicó luego Abal-. Debajo de los puentes. Aquellos guisos, en latas de aceite… Cuando el viejo Simón tocaba la armónica, ¿te acuerdas, Angeline?, y nosotros cantábamos…
Vuelvo a tenderme en la cama, y los dejo seguir su parloteo incesante. Después empiezo a fastidiarme, no sé si por la sensación de estar excluido, o porque realmente no me interesa nada de lo que sucede.
– Basta -digo, con calma-. Lo siento, pero mi cuarto no es lugar de reunión. Podrían irse a otro lado, aunque Angeline me pertenece, según el cura, y deberá volver pronto.
– Señor -el viejo se muestra atemorizado-, usted no puede obligarme a volver con ellos… No puede hacerme eso, me torturarían, son capaces de matarme. ¡Angeline! Dile al señor que me conoces, que soy un hombre honrado, que no puede echarme en brazos de mis enemigos…
– ¡Alto! -me incorporo y me acerco a ellos-. No tengo ninguna intención de echarlo en brazos de nadie. Simplemente quiero estar a solas. Yo también tengo mis problemas y usted no hace más que complicarme la vida. También quiero estar a solas con Angeline. Ella me pertenece, ustedes saben; y vengo de un viaje muy largo, tengo que poner las cosas en orden, y mientras esté acá, debo aprovechar las cosas que poseo. Quizá muy pronto deba emprender viaje nuevamente, y no tenga en mucho tiempo oportunidad de estar con una mujer, ni darme un baño como éste que acabo de darme… No quiero entregarlo a nadie, no señor Abal; pero también usted debe comprender… y además hay tantas piezas vacías, usted puede entrar en cualquiera de ellas y cerrar por dentro con el pasador…
– Es inútil. ¿Cree que no se me ha ocurrido hacerlo, en todos estos años? Pero dependo de ellos, ellos me alimentan y me cuidan no podría sobrevivir sin ellos. No es su pieza lo que necesito, comprende es a usted; una persona sensata, que me diga lo que ve, que no me engañe. Alguien en quien poder confiar…
– ¡Pero ya le he dicho lo que veo! ¡Usted sabe la verdad, usted no es ningún monstruo, no tengo por qué repetírselo a cada instante!
– Usted no sabe -continúa el viejo, en tono monótono y plañidero, moviendo la cabeza hacia uno y otro lado, negando-. Usted ni se imagina. Cuando empiezan con su letanía, ellos y ellas, cuando empiezan a hablar del pelo que me nace en las manos, de la luna, qué sé yo… Yo me miro las manos y veo zarpas, me miro los brazos y veo todo cubierto de pelos, y me entran ganas de dar dentelladas y de aullar.
Observo por primera vez sus manos, y me sobresaltó comprobar que se parecían, realmente, a zarpas. Están cubiertas de un fino vello pardo, y los dedos retorcidos me hacen pensar que, en cualquier momento, van a aparecer uñas largas y filosas. Comencé a poner en duda toda la historia del viejo.
– Como usted diga -insisto-; quizá tenga razón. Pero yo no puedo, no estoy en condiciones de pasarme la vida a su lado. Tengo otras cosas que hacer, y aunque no fuese así, realmente no tengo interés en vivir para controlar sus estados de ánimo. Así que, ¡fuera! Puede venir a visitarme, de cuando en cuando, si se siente solo, o si necesita alguna clase de confirmación sobre usted mismo o sobre el mundo exterior. Conozco la soledad. Pero por hoy es suficiente.
– Por favor -Angeline interviene con tono dulce.- Déjalo que se quede. Verás que se porta bien; puede dormir, si quieres, en el cuarto de baño. Yo lo conozco, nos hemos divertido mucho con él y con los otros muchachos, cuando trabajaba en la botella; es un hombre muy bueno y divertido…
– Yo no veo para nada dónde está la diversión -digo, enojado- y, además, no me interesa divertirme. Quiero poner en orden mis ideas, quiero acostarme contigo, quiero sacar el pasaporte y viajar… No tengo por qué andar con este nombre por delante, no tengo nada que ver con él…
– ¿Y yo? -pregunta Angeline, también enojada-. ¿Y yo qué tengo que ver contigo? ¿Tengo la obligación de acostarme contigo sólo porque se te ocurrió elegirme entre cien en un catálogo? ¿Te parece que me pagan muy bien por este trabajo? ¿Te parece que me resulta muy divertido hacerme montar por un tipo de piel de bebé o de víbora y de cráneo totalmente calvo? Lo más probable…
– Escucha -digo-. Escucha. Yo no tenía intenciones de acostarme con nadie; todo fue un mal entendido con el cura de allá abajo, casi diría que me engañó, o que me presionó de alguna manera para que eligiera una foto; de todos modos, ahora que estás acá, se me ocurre que no es mala idea que hiciéramos el amor, incluso, desde el momento en que elegí la fotografía, me hice a la idea de que iba a tener una mujer como tú, y estaba esperándote ansiosamente; ahora, si me encuentras repugnante, bien, es otra cosa. Yo hablaría con. el cura y le pediría que mandase a otra…
Angeline y el viejo se pusieron a reír a dúo, con ganas.
– ¡Que mande a otra! -dice Angeline, realmente divertida-. ¡Se ve que eres nuevo en París! Anda, trata de hablar con el cura… -y volvieron a reír ambos. Después, Angeline se puso seria-. Mira, no te tomes en serio eso que te dije. Quería lastimarte. En realidad no me interesa ningún hombre. Soy incapaz de sentir el menor placer con ninguno. Puedo soportarte tan bien o tal mal como a cualquier otro; es el oficio. Pero quería lastimarte porque te muestras tan poco compasivo con este hombre, porque pretendes tener derecho a todo sin pensar en los demás; quería demostrarte que en el fondo tú tampoco tienes derecho a nada, mirando las cosas objetivamente… ¿Qué tienes, de más o de menos, quién eres, de más o de menos, que mi amigo Juan? -y diciendo esto, para lo cual me fastidia no encontrar ninguna respuesta buena, le pasa un brazo por el hombro, en ademán protector y de compañerismo. Sus palabras parecen estar dentro de una lógica estricta y coherente, pero siento que algo no funciona bien en todo eso y que, de alguna manera, yo debo tener razón. En realidad carezco de elementos de juicio; en realidad es cierto que "era nuevo en París". Todavía no estaba en condiciones de comprender ni de manejar una serie de mecanismos, y era preciso no dar muchos pasos en falso que me llevaran a una situación sin salida o demasiado incómoda; por el momento debía tratar de afianzarme, sin pretender obtener demasiado de lo que se me ofrecía; y aunque intuitivamente estuviera convencido de mi derecho a estar a solas con Angeline y, más especialmente, de no tener ninguna obligación (ni ganas) de convivir con el viejo Abal, tenía miedo de dar una nota falsa que desencadenara una serie de acontecimientos que me hicieran la vida aún más difícil.
– Está bien-digo, en forma conciliatoria, aunque en la voz se me nota todavía, supongo, el enojo-. El señor Abal podría quedarse, si le resulta totalmente indispensable, en tanto estorbe lo menos posible; sin embargo, quiero dejar constancia de que me resulta molesto que se quede. Me intranquiliza, eso es todo. Aunque no dijera una palabra, aunque no apareciera ante mi vista; el simple hecho de saber que está aquí me quita tranquilidad.
Pero ninguno de los dos pareció prestar la menor atención a mis palabras; les bastó con saber que aceptaba la presencia de Abal en mi cuarto para desentenderse del problema.