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– Perdón -digo-. Pensé que usted era Angeline.

Mueve la cabeza, sonriendo.

– No -dice-. Angeline es aquélla -y señala una figura que se mueve dos o tres cuadras más adelante, sobre la acera de enfrente, a la izquierda-. Pero si puedo serte útil… -sonríe con picardía. No es fea, y quizá sea un poco más joven que Angeline; sin embargo yo estaba obsesionado con Angeline y, aunque después hubiera de arrepentirme, también moví la cabeza en forma negativa.

– Por ahora no -dije, tratando de ser cortés, aunque ya echaba a correr nuevamente-; gracias. Quizá luego, más tarde…

Cuando faltaba una escasa media cuadra para alcanzar a la segunda mujer, ésta llegó a una esquina y dobló, hacia la izquierda. Tuve la certeza de lo que sucedería de inmediato: llegué jadeante a la esquina, miré en la dirección que ella había tomado, y no la vi.

– Yo sabía -murmuré con rabia-. Yo sabía. Parece que lo hicieran a propósito…

Entro a varios comercios y zaguanes de la cuadra, preguntando aquí y allá; algunos portales están cerrados y, como aún es muy temprano no me atrevo a llamar. En la vereda de1 enfrente tampoco obtengo resultado. Ahora recuerdo que dejé sin llave la puerta del cuarto, y regreso al Asilo apresuradamente. La puerta por la que he salido está ahora cerrada; debo dar vuelta la esquina, y buscar la entrada principal. Los carabineros continúan su guardia. Temo que disparen sobre mí, pero trato de mostrarme indiferente. Entro al zaguán sin que suceda nada. Detrás del mostrador no hay nadie.

Subí la escalera y me precipité en mi cuarto; fui a buscar la valija y estaba donde la dejara, junto a la mesa de lux… Le tomé el peso y comprobé que nadie la había vaciado; respiré con alivio.

De inmediato siento la compulsión de volver a salir; aunque no me lo reconocía manifiestamente, en realidad quería volver a aquella zona y seguir buscando a Angeline, por más que ya, conscientemente, la consideraba perdida; o, por lo menos, sabía que no era esa la manera de hallarla. Quizás el mejor procedimiento fuese, a pesar de las burlas de la propia Angeline y del viejo Abal, recurrir al cura que me la había ofrecido; pero de todos modos sentía una imperiosa necesidad de salir al exterior; no sabía ya, a esa altura, cuál era la verdadera o la más poderosa de las motivaciones, si salir por salir o por buscar a Angeline. Pero lo cierto es que quería salir de allí. Se me ocurrió también que podría no regresar; pensé en llevar conmigo la valija y el impermeable. Pero luego recordé que hasta la semana entrante no tendría trabajo, con Marcel, y probablemente debiera andar vagando todos esos días y noches sin tener un lugar, un punto de referencia; incluso, de encontrar a Angeline -y debía reconocer que no había ningún sitio mejor que el propio Asilo para encontrarla-, necesitaría un lugar para acostarme con ella, y sin dinero no sería fácil.

Decidí entonces dejar la valija y cerrar la puerta con llave. Bajé la escalera y, con gran tranquilidad, me dirigí hacia la puertita que había debajo, pensando salir a través del lugar de la misa; pero la hallé perfectamente cerrada, y por más que la sacudí y golpeé no logré abrirla. No me quedó más remedio que encaminarme hacia el zaguán.

Al verme aproximar, los carabineros levantaron sus mosquetes y me apuntaron descaradamente. Yo me detuve y les hice ademanes de incomprensión. Ellos tenían el dedo en el gatillo, y sentí que realmente irían a hacer fuego.

Me volví hacia el mostrador, y apreté el timbre. Después de un breve intervalo apareció el cura, nuevamente con la vieja sotana y el gorro de portero.

Me miró con interrogación admirativa.

– No comiste la hostia -señaló, sin un tono especial de reconvención.

– Era intragable -dije, defendiéndome-. ¿De qué estaba hecha?

Sonrió sin responder. En cambio preguntó:

– ¿Así que tratabas de salir? -y conservaba la sonrisa inquietante.

– Sí -dije-. Pero esos tipos parecen dispuestos a tirar, realmente.

Asintió en silencio. Lo observé un instante, buscando alguna señal favorable en su rostro, pero era inescrutable. Por fin me decidí.

– ¿Cómo puedo hacer para salir? -emití una voz un tanto más aguda que la habitual, y advertirlo me puso aún más nervioso.

– Parece que no recordaras nuestra conversación de ayer -dijo.

– ¡Pero hace poco rato salí, después de la misa! -exclamé.

– Ah -dijo el cura, con calma-. Pero volviste.

– Volví… -me frené de golpe; sentí que había caído en una trampa, y dentro de mí fue creciendo la indignación, no sabía bien contra qué, aunque en buena parte lo era contra mí mismo. No podía hablar de la valija-. Volví -agregué-, pero ahora quiero salir.

– Creo que no será posible -respondió-. De todos modos, si quieres intentarlo… -hizo un amplio ademán eclesiástico hacia la puerta del zaguán. Sentí que me ardían las orejas.

– Es que -digo, lentamente, buscando las palabras, y apoyo los codos y antebrazos en el mostrador, tratando de lograr un clima confidencial-, usted sabe, creo que sé donde encontrar a Angeline…

– ¿Angeline? -el cura enarcó una sola ceja, aunque me parece que está al tanto de todo y solamente fingía sorpresa-. ¿Acaso no está contigo?

– No -digo-. Estuvo ayer, unos minutos, pero luego… Se fue, con Abal… y, sabe, ni siquiera… en fin, que no tuve oportunidad…

El cura soltó una carcajada.

– ¡Te la dejaste robar! -exclamó, con alegría-. ¡Te la dejaste robar por alguno de los viejos borrachos…! -y siguió riendo, mientras el rubor me cubría las mejillas.

Me siento inestable, apoyado así en el mostrador, y retiro los brazos de allí y me pongo una mano en el bolsillo del saco, y espero.

– Muy bien -dije luego-. Me alegro de haberlo divertido.

– No te enojes -murmuró, con una sonrisa un tanto maligna, y aún los ojos le brillaban divertidos.

– ¿Y ahora? -pregunto-. ¿Qué puedo hacer?

– ¿Qué puedes hacer con respecto a qué?

– Angeline. Si pudiera salir, quizá la encontrará…, o en último caso, a alguna otra; por más que Angeline tiene algo, no sé, preferiría que fuera ella; pero, de todos modos, no puedo seguir encerrado aquí dentro -voy elevando el volumen de mi voz, y su carga de angustia-, necesito una mujer, Angeline, o alguna otra… ¿Recuerda? -de pronto me vino a la memoria una imagen de la tarde anterior-, ¿recuerda a aquélla que pasó por aquí, ayer, mientras usted nos atendía…? La he vuelto a ver, y me parece que quizá…

Movió la cabeza negativamente.

– Es inútil. Te ha sido dada Angeline por mujer, y si te la has dejado robar, no hay nada que hacer con otras mujeres. Hemos pagado un precio exagerado por ella, sabes…

– La semana que viene entraré a trabajar -digo-. Puedo aumentar mi deuda con ustedes…

– Oh, sí, la semana que viene -el cura volvió a reír, pero ahora sin ganas-. Todos dicen lo mismo, la semana que viene…

– Pero yo…

– Sí, tú eres un caso especial, ¿verdad? Todos dicen eso mismo también.

– Pero -estallé-, ¿no hay nada que hacer? Me voy a volver loco. Necesito una mujer, ¿comprende? Angeline, o cualquier otra… Una mujer… Vengo de un viaje largo, un viaje…

– Basta -dijo el cura con calma, levantando una mano-. Veamos. Es claro que no tienes derecho a ninguna exigencia, ¿verdad? Bien; partiendo de esa base, y teniendo en cuenta que eres, por así decirlo, un extranjero, y desconoces una cantidad de cosas de París y sus mundos y submundos… En fin; sin prometerte nada en concreto, puedo decirte que intentaré conseguir nuevamente a Angeline. Que esto quede entre nosotros. ¿Comprendido? Me excederé en mis funciones. No tomes esto como costumbre. Si llegara a conseguírtela otra vez (y repito que no puedo asegurártelo), y ella llegara a escapársete otra vez… ¿Comprendes?

Asentí. Me dio la impresión de que el cura iba realmente a ayudarme.

– Ahora vuelve a tu cuarto, y espera. Veamos lo que puedo hacer.

Agradecí con un movimiento de cabeza y lentamente subí las escaleras hacia el primer piso. Entré al cuarto y me dejé caer en la cama, en un estado de ánimo muy confuso, en el que se mezclaban el desaliento y la esperanza, y un sentimiento de derrota, de humillación ante el cura; en realidad había dicho muchas cosas que no me había propuesto decir, y me había ido enardeciendo solo, creándome falsamente la necesidad de una mujer, necesidad que en todo este tiempo no había sentido; la frustración ante la pérdida de Angeline me había llevado a esa humillante necesidad, que no podía desterrar por más que me lo propusiera; quizá ya no era posible desandar el camino, una vez que se había puesto en marcha ese mecanismo psíquico-sexual que sólo podía satisfacerse mediante una mujer.

Un trozo de viento marrón me acaricia la mejilla. Había retornado el sueño; de un modo distinto, sin buscarlo, se había filtrado sutilmente y había cobrado cuerpo, de forma tal que no llega a sorprenderme -lo que me habría llevado a ponerme en guardia-; como si el viento perteneciera al mobiliario de la pieza. Y la pieza sigue estando aquí, yo tengo los ojos abiertos y veo los muebles y las paredes, y veo el viento, y siento -y ahora también llego a verlos- los granos de arena.

Y me doy perfecta cuenta de estar tirado en la cama, pero al mismo tiempo estoy caminando por una playa desierta; y ahora la construcción (el bar, donde había hallado a la mujer); y sigo de largo hacia un montón de gente que se ve -muy pequeña- en la distancia. No es fácil llegar hasta allí; la arena se hunde cada vez más bajo mis pies, y me da la sensación de estar siempre en el mismo sitio; noto que recorro una cierta distancia, y me siento cansado de caminar, pero la distancia que me separa de aquella gente parece no variar en absoluto. Y el viento marrón y caliente sigue acariciándome el cuerpo, ahora como cortinados transparentes y blandos, aunque no ha perdido esa calidad esponjosa ni su tacto material.