El viceministro se frotó las manos levemente y el teniente Mario Conde se sintió confundido y casi defraudado, porque Alberto Fernández-Lorea sonaba auténtico, a pesar del empaque físico en que venían envueltas sus palabras. Después de todo debe de haber gentes que no quieran parecerse a Rafael, pensó.
– Yo le tengo mucho miedo al fracaso y el doble al ridículo -siguió el hombre después de pasar la vista por la mampara-, y no sé si mi capacidad es suficiente para la responsabilidad que tengo, y no me gustaría terminar tronado. Sin embargo, la capacidad de trabajo de ese muchacho sí es impresionante y su carrera está en su mejor momento. ¿Qué quiero decir con esto? Que Rafael Morín era punto menos que intachable en su trabajo y tenía además algo que a mí me falta: era ambicioso, y lo digo en el buen sentido de la palabra…
Y al fin salió el café de la cocina. Venía en tres tazas, sobre una bandeja de cristal, cargada además con dos vasos de agua, y detrás caminaba una mujer, buenas tardes, dijo, un poco antes de llegar a la sala. Ella también se dirigía a los cincuenta años, pero con prisa, y los aparentaba con todo su rigor: alrededor de los ojos se le había formado un abanico de arrugas agresivas y el cuello lucía blando, colgante. Era una mujer fatigada y sin un solo reflejo del brillo caliente y deportivo de su marido.
– Laura, mi esposa -la presentó el viceministro, ellos saludaron, y él especificó-: Mario Conde y…
– Sargento Manuel Palacios -lo ayudó Manolo.
La mujer les ofreció el café y sólo el Conde tomó dos sorbos de agua para limpiarse el paladar. Era un café denso y amargo, y el teniente lo agradeció por duplicado.
– Es una mezcla de un café brasileño que me regalaron con el de la bodega. Así dura más y creo que con esa colaboración se consigue que sepa mucho mejor, ¿no? Porque al final la calidad de un café no depende sólo de su pureza, sino también de un gusto creado por los años. Hace unos meses, en Praga, me invitaron a tomar un café turco, me lo anunciaron como el mejor del mundo y por poco no puedo ni terminar la taza, y yo por tomar café me tomo hasta el cocimiento que venden frente a Coppelia -dijo, y ellos asintieron.
El Conde saboreó su café y pensó que a Manolo debía de pasarle lo que a Fernández-Lorea en Praga: prefería el café bien dulce y muy ligero, al estilo oriental que todavía practicaba su madre.
– ¿Y me decía que era ambicioso?
– Sí, y le agregaba que en el mejor sentido de la palabra, teniente. Al menos ésa es mi opinión -dijo, y sacó del bolsillo de su camisa una cajetilla de cigarros-. ¿Quieren fumar?
– Gracias -dijo el Conde y aceptó el cigarro. Así que también fuma, pensó-. ¿Y de su vida privada, qué sabe de Rafael Morín fuera del trabajo?
– Poco, teniente, la verdad. Ya estoy bastante atormentado con el trabajo para además fijarme en eso, que por cierto nunca me ha importado, y discúlpeme.
– ¿Pero ustedes eran amigos? -terció Manolo, no podía más, pensó el Conde, y lo vio tomar su postura de gato flaco al ataque.
– En cierto modo, sí. Coincidíamos en muchos lugares por problemas de trabajo y nos llevábamos bien como compañeros. Pero es una relación de apenas dos años y creada alrededor del trabajo, como le expliqué al teniente.
– ¿Y el día 31? -siguió el sargento-. ¿Notó algo raro en él? ¿Usted sabía que había tenido un problema con Dapena, el comerciante español?
– Supe lo de Dapena y creía que era un asunto enterrado, no sé qué información tendrán ustedes. Y el 31, pues nada, lo vi como siempre, lo mismo hablaba de trabajo que hacía un chiste o bailaba. Es la segunda vez que despedimos el año aquí, nos ponemos de acuerdo un grupo y traemos un puerco de Pinar del Río, y yo lo hago en la barbacoa que tienen en el patio los vecinos de aquí al lado. Imagínense, que mi padre era chef de cocina y algo se me pegó. Creo que soy especialista en asar puercos.
– Entonces, ¿no parecía preocupado por algo?
– Que yo me diera cuenta, no. Incluso no tomó mucho, decía que no andaba bien del estómago.
– ¿Y no tenía algún problema en la empresa, algo que quizás lo obligara a desaparecer?
El viceministro miró al Conde, buscando tal vez la intención de aquella pregunta. Sus ojos brillaban con más intensidad, como si hubiera recibido una señal de alerta. Se tomó su tiempo para decir.
– Bueno, problemas puede haber de muchas clases, pero para que alguien como Rafael Morín decida desaparecer, sólo puede ser por un tipo de problema. Que yo sepa, por supuesto, sólo hay un tipo de problema, pero de todas formas el mayor Rangel me solicitó un permiso para investigar en la Empresa y ustedes van a empezar mañana allá, ¿no? -Abrió los brazos y Manolo asintió-. Ojalá que no, porque podría ser terrible, pero esa investigación dirá la última palabra en ese sentido, así que, por favor, no me pidan ahora que meta las manos en el fuego. Hasta este mismo momento, Rafael Morín sigue siendo un excelente compañero y pensaré lo contrario cuando se diga o, mejor, se demuestre lo contrario. Vamos a esperar.
– Una última pregunta, compañero -intervino ahora el Conde para evitar otra ofensiva de Manolo. Presentía que la alarma del viceministro era demasiado tangible para que todo fuera una simple especulación. Quizás Fernández-Lorea había presentido algo, tal vez hasta sabía algo-. Es que no queremos robarle más tiempo, menos hoy, domingo. ¿Con qué fondos contaba Rafael Morín para hacer sus compras en el extranjero? Quiero decir, para hacer regalos con las cosas que traía de fuera, además de las que llevaba para su casa.
Fernández-Lorea expresó el asombro clásico: arqueó levemente las cejas, y luego movió el pie, como si esperara otro servicio de café. Sin embargo, habló con su tono mayor para reunión con más de tres factores.
– Fondos, teniente, del modo en que usted lo dice, pues ninguno. El viajaba con su dieta de director de empresa y con gastos de representación, según el tipo de negocios que fuera a cerrar o la exploración de mercado que quisiera hacer. La Empresa nuestra tenía en ese sentido cierta autonomía, pues muchas veces se trataba de comprar un producto muy específico, en ocasiones de fabricación norteamericana, por ejemplo, y no se podía recurrir a las vías tradicionales, sino a través de terceros, como a veces hicimos en Panamá, por decir un caso. Y usted sabe, en casi todo el mundo se hacen los negocios mientras se come, y hay que hacer obsequios, o no todos los días hay un carro disponible en la embajada o en alguna oficina comercial que se pueda poner a disposición de nosotros… Él manejaba ese dinero, que a veces era bastante, y aunque somos muy cuidadosos en eso, porque hay arqueos periódicos, chequeos de los estados de cuenta, liquidaciones contra gastos y dos auditorías al año, muchas veces la contabilidad no es todo lo precisa que quisiéramos, por muchas razones, y ahí debe aparecer entonces el factor confiabilidad. Y él era confiable, según todos mis informes. Por otra parte, teniente, muchos de los empresarios con que trabajamos suelen hacer regalos cuando se cierra un buen contrato. A mí mismo me regalaban un BMW en Bilbao hace apenas dos meses, y tenía el Lada mío aquí en chapistería… Bueno, y como los compañeros que trabajan a esos niveles siempre son de confianza, pues si no es algo así significativo, si es algo muy personal, pues entonces el compañero se queda con él.
– ¿Y han existido problemas con algunos compañeros por este tipo de regalías?