La campana tintinea en la inmensidad de la casa, y mientras espera enciende un cigarro y se acomoda en la cintura la pistola de reglamento, nunca se acostumbra a su peso, y ella al fin abre, sonríe y le dice:
– Vaya, el Príncipe de la Ciudad. Vi la película anoche y me dio lástima ese policía. Últimamente todos los policías que veo son tristes. Aunque ése no se parecía mucho a ti. -Y le cede el espacio para que entre.
– Últimamente no me parezco ni a mí mismo -riposta él, ella cierra la puerta y avanzan hacia la sala de la televisión-. ¿Quieres seguir viendo la película?
– No, si ésta la vi hace como tres meses. Rafael trajo el cásete, pero como estaba aburrida… -Y se acomoda en la mullida butaca que hace pareja con la de él-. Si me estaba quedando dormida. Anoche dormí muy mal.
Las cortinas están corridas y la habitación apenas recibe el resplandor frío de fuera. El busca un cenicero y al fin descubre uno de metal, con una trampa para esconder las cenizas y las colillas. Lo ve tan limpio y brillante que le molesta y mueve dos o tres veces la trampa antes de decir:
– ¿Quién limpia esta casa, Tamara?
– Una señora amiga de Mami. Viene dos veces por semana, ¿por qué?
– Nada, porque le ensucio los ceniceros.
Ella sonríe, casi tristemente.
– ¿No hay nada nuevo?, ¿verdad, Mario?
– Estamos en las mismas, Tamara -miente sin sentir el menor remordimiento, y se pregunta cuánta verdad conocerá su antigua compañera.
– Me lo imaginaba. Mi suegra me llamó esta mañana y me dijo que habían estado por allá. La pobre, me llamó llorando.
– Es lo normal, ¿no? Y después hablé con Fernández-Lo-rea y me confirmó que tu marido es un tipo excelente. Y después con García, el del Sindicato de la Empresa, y como todo el mundo se empeñó en hablarme bien de tu marido. Nada, que me convencieron.
– Qué bueno -dice y las almendras de sus ojos brillan con más intensidad. Pero él sabe que no va a llorar por eso-. Estás empeñado en buscarle las cuatro patas al gato.
– ¿Quieres que te diga algo? Yo no me la trago. Yo también conozco a Rafael, y perdóname, pero lo vi hacer dos o tres cosas que nunca me gustaron.
– ¿Qué cosas? -quiere saber y empieza a luchar contra su mechón rizado.
– No, son boberías, no te preocupes, pero al final uno se prejuicia.
– ¿Y qué fue lo que te dijo Alberto?
El observa laFlora de Portocarrero que señorea una de las paredes de la sala. Lee en un borde: «Para ti, Valdemira, de tu amigo René», y decide que le gustan los azules que empleó el maestro en la cabellera de esta Flora, es más fría pero más viva y comprueba que, como todas las Floras, ésta también mira con ojos de ternera confiada.
– Nada nuevo, de verdad. Ahora estamos trabajando en la búsqueda de la tal Zoilita, que sigue sin aparecer. Y mañana nos metemos en la empresa, a ver si sale algo por ahí.
– ¿Qué quisieras descubrir, Mario?
Y ella cruza la pierna y lo estudia como si de pronto fuera un ser muy extraño, jamás visto. Pero él sólo tiene capacidad para fijarse en la pierna de ella y en el vestido, un larguísimo pullover blanco que deja ver, así, todo el nacimiento de los muslos.
– ¿Por qué te fuiste el día de aquel juego de pelota?
– ¿Qué cosa? -está sorprendida.
– Nada, nada. Quiero encontrar a tu marido y saber por qué se perdió… Y quiero saber cómo te sientes tú.
Ella hace un esfuerzo por dominar el mechón impertinente y luego recuesta la cabeza un instante en el respaldo de la butaca.
– Muy confundida. He estado pensando mucho -dice y entonces se levanta. El la ve salir hacia la biblioteca y sólo de verla andar recuerda sus manipulaciones onanistas de la noche anterior y casi se avergüenza de lo que le gusta esa mujer, cuando ella regresa con el Ballantine's y dos vasos. Acerca una mesita a las butacas y sirve dos tragos largos y castaños, que tocan al Conde con su inconfundible olor a roble.
– ¿A qué le tienes miedo, Tamara?
– ¿Miedo? -se pregunta y vuelve a mirarlo-. A nada, Mario. ¿Y tú?
El siente el calor seco del whisky sobre su lengua y piensa que debe quitarse eljacket.
– A todo. Sí, a todo. A que Rafael esté muerto o a que no lo esté y aparezca y todo vuelva a ser igual. A los años que me están pasando por arriba y están acabando conmigo y con el plazo de mis sueños. A que se muera el Flaco y me quede solo y me sienta más culpable todavía. A que el cigarro me mate a mí. A no hacer bien mi trabajo. A la soledad, mucho miedo a la soledad… A enamorarme de ti, que eres la esposa de Rafael, que vives en este mundo tan perfecto y tan limpio, y que me has gustado toda la vida -dice y mira a laFlora, cándida y distante, y siente que ya no puede dejar de hablar.
El día preciso que su vida cambió, Mario Conde se preguntó cómo se hacen los destinos de las gentes. Había leído unos días antes la novela de Thorton WilderEl puente sobre el río San Luis, y pensó que él también hubiera podido ser una de aquellas siete personas que el destino llevó a confluir sobre el viejo puente del virreinato del Perú en el momento preciso, entre millones de momentos precisos, en que sus juncos vencidos se partieron con un murmullo final. Los siete cayeron al abismo, lo obsesionaba esa imagen de siete personas volando por encima de los cóndores, y la investigación, estrictamente policiaca, con que otra persona buscaba las razones de la imposible confluencia de aquellos hombres y mujeres, que nunca antes habían coincidido en ningún lugar de la tierra, reunidos para morir sobre el puente del río San Luis. Él había entrado en las oficinas de la Facultad de Psicología para recoger su baja y sin pensar todavía en todo aquello del destino, cuando la vicedecana lo recibió y le preguntó si insistía en dejar los estudios y él dijo que sí, tenía que hacerlo; y ella le pidió que espera un momento allí, y salió, y él esperó quince minutos y entró el hombre que se presentó como el capitán Rafael Acosta, que empezó por preguntarle cuál es tu problema, muchacho, y él pensó qué había hecho para que lo interrogaran. Económico, compañero, necesito trabajar ya. ¿Y por qué no haces un esfuerzo?, le preguntó el capitán y él entendió menos todavía. Necesito trabajar, repitió, y no me gusta la carrera, la verdad, y empezaron a hablar de muchas cosas, él comenzaba a perder el miedo cuando el capitán Acosta le propuso que ingresara en la Academia, ya saldría con grados y tendría un sueldo desde el primer mes. Yo no soy militante, había dicho. No importa, sabemos quién eres tú. Nunca he sido dirigente, soy muy regado, dijo, y me encantan los Beatles, pensó, y otra vez no importaba. Nunca había pensado en ser policía ni nada de eso, ¿para qué puedo servirles yo? Eso lo aprendería después, insistió el capitán Rafael Acosta, lo que importaba era que él ingresara, después hasta podría estudiar en la universidad por la noche, esta carrera o cualquier otra que te guste más, y podía tomarse un tiempo para pensarlo, y no lo pensó más: dijo que sí. ¿Ese es el destino?, se preguntó desde entonces porque jamás imaginó que sería policía y que sería hasta un buen policía según le habían dicho, lo que hace falta es tener seso, mucho seso, le explicó un colega, y nunca lo ubicaron en la Sección de Reeducación, como pidió al terminar la academia, sino que fue a dar al Departamento de Información General, clasificando casos, modus operandi, características de tipos delictivos, hasta que se encerró con un viejo file en la sala de computación, leyó y releyó papeles y datos, pensó hasta que le doliera la cabeza y realizó una metáfora insólita amarrando dos cabos distantes e inconexos que andaban sueltos en un homicidio que se investigaba desde hacía cuatro años. ¿Ése es el destino? Se preguntaba ahora y recordaba con agrado los tiempos iniciales en Investigaciones, cuando pudo prescindir del uniforme y recuperar sus jeans y hasta dejar que le creciera la barba y el bigote después de convencer al Viejo, y sintió que salía por el mundo a repartir justicia, con toda su ilusión. Veía remotos aquellos días de euforia que cedieron paso a la rutina, sobre todo eso es ser policía, le aclararían, seso y rutina, como él le diría después a los nuevos repitiendo la consigna de Jorrín, y saber empezar todos los días, aunque uno no quisiera empezar otra vez y otra vez. Si no fuera por el destino, no hubiera descubierto aquel caso que esperaba allí sólo para que él lo resolviera, porque no le hubiera dicho que sí al capitán Acosta; porque su padre no se hubiera muerto antes de que él terminara la carrera; porque le habrían dado letras y no psicología cuando terminó el preuniversitario; porque no hubiera disfrutado tanto aquellos libros de Hemingway cuando sufrió la varicela tardía que debió darle muchos años antes, junto con todos los muchachos de la cuadra; porque hubiera querido ser todavía piloto, pues no lo habrían expulsado de la escuela militar por agredir de hecho y de palabra a un compañero que se burló sin piedad de sus deseos de volar, y así hasta el más remoto infinito, porque quizás no hubiera nacido o, el primero de los Conde, abuelito Teodoro, no hubiera sido ladrón y jamás habría recalado en Cuba. Por eso era policía y el destino lo metía en la vida de Rafael Morín y en la tuya, Tamara, una vida tan distante ya a la suya, era difícil imaginar que una vez pensaron que eran iguales. Pero la vida cambió, como todo cambia, y ya no era ni irresponsable ni loco, sólo tan complicado como siempre y sin remedio, y triste y solitario y sentimental, sin mujer ni hijos tal vez para siempre, sabiendo que su mejor amigo se podía morir y no había nada que hacer, y cargando con aquella pistola que le pesaba en la espalda y con la que había disparado una sola vez fuera del polígono, total, casi seguro no daba en el blanco, porque no podía dispararle a nadie, aunque disparó y acertó. Pero podía recordar que el día preciso que su vida cambió se había preguntado qué cosa es el destino y tuvo una sola respuesta: decir sí o decir no. Si puedes. Yo pude elegir, Tamara.