– Dame otro trago -pide entonces y la vuelve a mirar. Ella lo había escuchado mientras bebía su whisky y los ojos se le empañaban. Sirve otra vez en los dos vasos antes de decir:
– Yo también tengo miedo -y es casi un susurro salido del fondo del butacón. Ha dejado el mechón de sus angustias sobre sus ojos, como si se hubiera acostumbrado a vivir con él, a verlo antes que a nada en el mundo.
– ¿A qué?
– A sentirme más vacía. A terminar estirada y hablando de la seda y el algodón, a no vivir mi vida, a creer que lo tengo todo porque me he acostumbrado a tenerlo todo y hay cosas sin las que creo que ya no puedo vivir. A todo le tengo miedo, viejo, y ni yo misma me entiendo bien, y lo mismo quisiera que Rafael estuviera aquí, que todo se mantuviera fácil y en orden, como quisiera que no apareciera nunca para intentar hacer algo yo sola, sin Rafael, sin papá, sin Mima, hasta sin mi hijo… Y eso no es nuevo, Mario, hace rato que me siento así.
– ¿Quieres que te diga una cosa? Ahora me acordé de lo que te dijo la tía del gitano Sandín cuando te leyó la mano. ¿Ya sabes?
– Claro que sí lo sé, si no se me ha olvidado nunca: Vas a tenerlo todo y no vas a tener nada. ¿Es posible que desde entonces eso estuviera en mi mano, que ése fuera mi destino, como tú dices?
– No sé, porque conmigo se equivocó: me dijo que iba a viajar muy lejos y que iba a morir joven. Me confundió con el Flaco Carlos, o a lo mejor no, quizás los que nos confundimos fuimos nosotros… Tamara, ¿tú serías capaz de matar a tu marido?
Ella da un sorbo largo a su bebida y se pone de pie.
– ¿Por qué tenemos que ser tan terriblemente complicados, policía triste? -le pregunta y se detiene ante él-. A ninguna mujer le han faltado nunca deseos de matar al marido, y eso tú deberías saberlo. Pero casi ninguna se decide al final. Y yo menos, soy demasiado cobarde, Mario -afirma y avanza un paso.
El se aferra a su bebida, la protege contra su estómago, tratando de no tocar los muslos de ella. Siente que las manos le tiemblan y que respirar es un acto consciente y difícil.
– Nunca te atreviste a decirme que yo te gustaba. ¿Por qué me lo dices ahora?
– ¿Desde cuándo lo sabías?
– Desde siempre. No desprecies la inteligencia de las mujeres, Mario.
El apoya la cabeza en el respaldo de la butaca y cierra los ojos.
– Creo que me hubiera atrevido si Rafael no se me adelanta, hace diecisiete años. Después ya no pude hacerlo. Tú ni te imaginas cómo me enamoré de ti, las veces que soñé contigo, las cosas que imaginé que íbamos a hacer juntos… Pero ya nada de eso tiene sentido.
– ¿Por qué estás tan seguro?
– Porque cada vez estamos más lejos, Tamara.
Ella lo desmiente, porque avanza otro paso y toca sus rodillas.
– ¿Y si te digo que me gustaría acostarme contigo, ahora mismo?
– Pensaría que es otro capricho tuyo y que estás acostumbrada a tener todo lo que quieres. ¿Por qué me haces eso? -quiere saber porque no puede luchar, le duele el pecho y tiene la boca seca, el vaso se le puede resbalar de las manos húmedas.
– ¿No quieres que te lo diga? ¿No era eso lo que quenas que te dijera? ¿Siempre vas a tener miedo? -Creo que sí.
– Pero nos vamos a acostar porque sé que todavía te gusto y que no me vas a decir que no.
Entonces él la mira y deja el vaso en el suelo. Siente que ella es otra mujer, se ha trasformado, está en celo y huele a eso: a mujer en celo. Y piensa que es su oportunidad de decirle que no.
– ¿Y si te digo que no?
– Habrás tenido otra vez la oportunidad de hacer tu destino, decir sí o decir no. ¿Te gusta decidir, verdad? -pregunta y avanza el último paso posible, el que la ubica definitivamente entre las piernas de él. Su olor es irresistible y él sabe que sigue siendo comestible, más que nunca. Ve, debajo del pullover, la amenaza de los pezones inflamados por el frío y el deseo y seguramente tan oscuros como los labios, y se ve, a sus treinta y cuatro años, sentado en el borde del inodoro, maniobrando con saliva y sin pasión sus frustraciones más antiguas. Entonces se pone de pie en el íntimo espacio que ella le ha dejado para su decisión y mira el mechón infalible, los ojos húmedos, y sabe que debe decir que no para siempre, no puedo hacerlo, no quiero hacerlo, no puedo, no debo, que siente un absurdo vacío entre sus piernas, que es otra forma del miedo. Pero es inútil ir siempre contra el destino.
Sin tocarse caminan hacia elhall y suben la escalera que lleva a las habitaciones de la segunda planta. Ella va delante y abre una puerta, y penetran en una penumbra más sólida que gira alrededor de una cama perfectamente tendida con un cubrecamas marrón. El no sabe si está o no en el cuarto de ella, sus posibilidades de pensar se han agotado y cuando ella alza el pullover por encima de su cabeza y ve al fin los senos con los que tanto ha soñado en los últimos diecisiete años, consigue pensar que en realidad son más hermosos de lo que imaginaba, que nunca hubiera podido decir que no, y que desea tanto a la mujer, como que en ese instante preciso aparezca Rafael Morín, para ver cómo se le derretía su sonrisa perenne.
Fuma y trata de contar las lágrimas de la lámpara del techo. Sabe que ha matado otra ilusión pero debe aceptar el peso de sus decisiones. La increíble Tamara, la mejor de las jimaguas, duerme ahora un sueño de amante despreocupada y sus nalgas redondas y pesadas rozan las caderas del Conde. No quiero pensar, se dice, no puedo pasarme la vida pensando, cuando suena el timbre del teléfono y ella salta en la cama.
Torpemente trata de enfundarse el largo pullover y al fin sale al corredor donde el timbre insiste. Regresa al cuarto y le dice: