– Voy a poner algo -dijo y caminó hasta el mueble donde descansaba la grabadora. Abrió una gaveta y estudió los casetes numerados y ordenados por el Flaco. Beatles completos; casi todo Chicago y Blood, Sweat and Tears; varias cosas de Serrat, Silvio y Pablo Milanés; y un cásete de Patxy Andión, selecciones de Los Brincos, Juan y Júnior, Fórmula V, Steve Wonder y Rubén Blades. Qué mezcolanza de gustos, me cago en él, y escogió el cásete del disco en inglés de Rubén Blades que él mismo le había regalado al Flaco. Puso a funcionar la grabadora, se dio otro trago de los considerados generosos y sirvió más ron en su vaso y en el del
Flaco. Ya no le dolía la espalda ni la nalga torturada por la butaca de Miki.
Le gustaba aquel disco y sabía que al Flaco también, y se sintieron morbosamente despreocupados cantando la baladaThe Letter, la carta que un amigo le escribe a otro que sabe que va a morir, y bebieron otra vez con sed de peregrinos. Empezaba a vislumbrarse el fondo de la botella y el Flaco movió la silla de ruedas hasta el escaparate y exhibió el medio litro que había quedado del día anterior y sintieron que sí, que era bueno tener otro medio litro de ron, que resistirían y que querían todo aquel alcohol.
– ¿Está rico este ron?, ¿verdad? -preguntó el Flaco y sonrió.
– Ya estás hablando la misma mierda que todos los borrachos.
– ¿Pero qué dije yo?
– Nada, que si está bueno este ron y esas boberías. Claro que está bueno, salvaje.
– ¿Y eso es cosa de borrachos? Ahorita no se puede hablar en esta casa…
Protestó y volvió a beber, como si necesitara aclararse la garganta. Mario lo miró, lo vio tan gordo y tan distinto, no sabía cuánto tiempo más podría contar con el Flaco, y los residuos de todas sus nostalgias y fracasos le empezaron a subir a la mente, mientras trataba de imaginarse a Carlos de pie, flaco y caminando, y su cerebro se negaba a remitir aquella imagen amable. Entonces no pudo más:
– ¿Qué tiempo hace que no te pasa algo que te dé vergüenza, Flaco, pero vergüenza de verdad?
– Oye, tú -sonrió el Flaco y observó su trago a trasluz-, así que el curda soy yo, ¿no? Y los que empiezan a preguntar esas cosas, ¿qué son, cosmonautas?
– Chico, en serio, en serio.
– No sé bestia, yo no ando apuntando eso. Vivir así -y señaló sus piernas pero sonrió-, vivir así ya es una vergüenza, pero qué tú quieres que le haga.
El Conde lo observó y asintió, claro que era una vergüenza, pero ya sabía cómo mejorar las cosas.
– ¿De qué te avergüenzas tú más en la vida?
– Oye, ¿qué tú quieres? A ver, ¿de cuáles te avergüenzas té?
– Ah, yo… Deja ver. De cuando estaba tratando de aprender a manejar y entré en una gasolinera y corté mal y tumbé un tanque de cincuenta y cinco galones. Los jodedores que había allí me aplaudieron y todo.
– ¿De esa mierda?
– Pues cada vez que me acuerdo me da una pena del carajo… No sé por qué. Igual me pasa cuando me acuerdo del día que Eduardo el Loco le dio el botazo al director del campamento y tuve miedo de cagarme en la madre de Rafael.
– Sí, sí, me acuerdo de eso… Mira, a mí me mata cada vez que una enfermera me la tiene que coger para que mee en el pato.
– Y a mí el día que me agaché en la universidad y se me rompió el pantalón y tenía un calzoncillo con dos boquetes así…
– Y yo, y yo, aquel día que íbamos a comer a Pinar del Río, Ernestico, tú y yo, cuando estábamos recogiendo tabaco, y digo, bueno, me voy a poner mi calzoncillo limpio que uno no sabe si se le puede pegar una guajirita y resulta que lo había guardado en la maleta con el culo sucio.
– ¿Y todavía eso te da pena? Coño, mira, a mí me jode muchísimo cuando me acuerdo de aquella asamblea en segundo año de la carrera, que querían botar a uno del aula porque otro lo acusó de ser maricón, y yo no me paré a defenderlo porque tenía miedo que me sacaran lo de la venezolana que andaba conmigo cuando aquello, te acuerdas, Marieta, poco culo y mucha teta.
– Oye, sí, dame más… Muchacho, un día vino a inyectarme una enfermera del policlínico, ya era tardísimo, y yo no la sentí venir y me agarró con el rabo a mil con aquella revista que me prestó el Peyi.
– Ésa es terrible -y para completar los tragos tienen que acudir a la otra botella-. Igual que el día que me fui a agarrar del tubo de la guagua y el chófer metió un frenazo y le agarré la teta a aquella mujer y me dio tremendo bateo, de hijoeputa palante, y la gente gritándome, jamonero, jamonero…
– Coño, tú, aquel día en la universidad que por el Comité de Base me designaron a mí y a otra muchacha para convencer a la gente de que no vinieran tan peludos a la escuela, yo haciendo eso, total, no había ningún reglamento que dijera eso ni nada. Qué mierda, para las cosas que uno se presta.
– Espérate, espérate, tengo una peor todavía, salvaje, el día que hablé así con cantaíto y esa vaina, señor, para que se creyeran que yo era venezolano y poder entrar en el hotel Capri con Marieta. Increíble, se me cae la cara de vergüenza…
– Oye, yo no quisiera ni tener que acordarme del día, sí, echa más ron, el día que el negro Sansón me robó la lata de leche condensada en el campo y yo sabía que había sido él, y me hice el loco porque si no tenía que fajarme con él.
– Qué mierda, qué mierda, todo es una mierda… Y lo que me pasó a mí hoy, no, Flaco, me muero de vergüenza, me muero de ron, me muero -y cerró los ojos para preservar los restos maltrechos de su lucidez y no morirse otra vez de vergüenza y confesar, Flaco, que Tamara me invitó a templar, porque, claro, tenía que salir de ella, porque yo me cagaba de miedo, y subimos y sí, tiene las tetas que nos imaginamos, y cuando nos acostamos, nada, nada de nada, y después cogió un impulsito y me vine así, asere, casi sin empezar y ella diciéndome, no importa, eso es así, no importa-. ¿Cojones, Flaco, a uno no le pasan cosas como para suicidarse de vergüenza? Dame acá la botella de ron, anda, Flaco, anda.
Cada mañana parecía la alborada escogida por el Armagedón. El fin del mundo se iba a anunciar con el sonido apocalíptico y agudo de aquella campana que le entraba a uno por los oídos, y hasta el Conejo se tenía que despertar. El director del campamento gozaba dando campanazos por todo el albergue, y de contra gritaba De pie, arriba, de pieeeee, y aunque estuviéramos de pie o parados de cabeza en una sola mano, él seguía con la campana dale y dale con el otro hierro, albergue arriba y albergue abajo, hasta ese día que salió una bota justiciera y cubierta de fango duro, voló en la oscuridad y le reventó la nariz al director del campamento. Cayó sentado y la campana se le fue de las manos, y los que no habían visto lo del botazo se preguntaron, aliviados y contentos, por qué habrá parado.
A los quince minutos todos estábamos formados en el descampado que separaba el comedor del albergue. Las ocho brigadas, cinco de once y tres de trece grado, frente a la plana mayor del campamento. Faltaba más de una hora para que amaneciera, había un frío que pelaba y sentíamos el rocío que bajaba, y ya todos sabíamos que nos esperaba algo malo. Cuando pasó Miki Cara de Jeva, uno de los jefes de brigada de trece grado, iba diciendo bajito: El que habla se muere… El director del campamento se apretaba la nariz con una toalla y casi pude ver los puñalitos de odio que le salían por los ojos. Pancho, que estaba detrás de mí, se había envuelto en una frazada, a él también lo obligaron a salir y respiraba como un fuelle mal engrasado, y cuando lo oía yo también sentía que el aire me iba a faltar.
El secretario de la escuela habló: se había cometido una indisciplina gravísima, que le iba a costar la expulsión al culpable, sin apelaciones ni atenuantes, y que si era cívico que saliera al frente. Silencio. Que cómo era posible ese acto de indisciplina en un campamento de estudiantes de preuniversitario, esto no era una granja de reeducación de presidiarios y una persona así era como una papa podrida en un saco de papas buenas: corrompía y pudría a las demás, era el ejemplo de siempre, con papas a falta de manzanas. El Conejo me miró, empezaba a despertarse. Silencio. Silencio. ¿Y nadie se atreve a denunciar al indisciplinado que afecta el prestigio de todo un colectivo que ya no va a ganar la emulación después de tanto esfuerzo cotidiano en los campos de caña? Silencio. Silencio. Silencio. El Flaco levantó las cejas, sabía lo que venía. Pues bien, si el culpable no sale y si ninguno tiene el civismo de denunciarlo, pues pagarán todos hasta que se sepa quién fue, pues esto no se puede quedar así… Todo el silencio del mundo siguió al discurso del secretario, y el olor del café que ya estaban colando en la cocina se convirtió en la primera y más refinada de las torturas que sufriríamos, con aquel frío y Pancho que seguía sin poder respirar.