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Entonces habló el oráculo de Delfos: Yo estoy aquí como estudiante, dijo Rafael, como compañero y representante de ustedes escogido por la masa, y sé, como ustedes, que se ha cometido una indisciplina muy grave, que puede ser hasta llevada a los tribunales como agresión, Oye eso, dijo el Conejo,… y que va a hacer que paguemos justos por pecadores, tampoco podía faltarle su repunte bíblico, y nos afecta muchísimo en la emulación intercampamentos, cuando ya casi teníamos seguro el primer lugar provincial. ¿Eso es justo por la indisciplina de uno? ¿Que la labor de ciento doce compañeros, sí, ciento doce, porque ya no cuento a ese uno indisciplinado, se venga abajo así? Ustedes me conocen, compañeros, aquí hay gentes que llevan tres años conmigo, ustedes me eligieron presidente de la FEEM y yo soy tan estudiante como ustedes, pero no puedo aprobar cosas como ésa, que afectan el prestigio del estudiantado cubano revolucionario y obligan a la dirección de la escuela a tomar medidas disciplinarias contra todos. Más silencio. Y les pregunto, ya que están pensando en la hombría y esas cosas: ¿es de hombres tirar una bota en la oscuridad a la máxima autoridad del campamento? Y más todavía: ¿es de hombres esconderse en la multitud y no dar la cara, sabiendo que todos seremos perjudicados? Díganme, compañeros, díganme algo, pidió y yo grité: ¡Tu madre, maricón!, bien alto, para que todos lo oyeran que me cagaba en su madre, sólo que las palabras no me llegaron a la boca porque tuve miedo de cagarme allí en la madre de Rafael Morín, con aquel frío, Pancho con asma, Miki Cara de Jeva caminando por las filas y diciendo, Se muere, el olor a café que me mataba a mí y el director del campamento apretándose la nariz con una toalla por la clase de botazo que le habían dado.

Cuando entró en la Central, el Conde se descubrió añorando la paz de los domingos. Apenas eran las ocho y cinco minutos, pero era lunes y todos los lunes parecía que se iba a acabar el mundo y la Central se preparaba para una evacuación de guerra atómica: la gente no podía esperar el elevador y corría por las escaleras, no había sitio en el parqueo y los saludos solían ser un Y qué, fugaz, ahorita te veo, o un Buenos días, apresurado; y maltratado por los últimos resabios del dolor de cabeza y la mala noche, el Conde prefirió responder levantando sólo la mano y esperó pacientemente en la cola del elevador. Sabía que dentro de media hora se sentiría mucho mejor, pero las duralginas necesitaban su tiempo para actuar, aunque no se recriminaba por no haberlas tomado la noche anterior, se sentía tan limpio y liberado después de hablar con el Flaco que hasta olvidó que nunca le había contado lo sucedido con Tamara y también que debía poner en hora el despertador. Otro capítulo de la pesadilla en que Rafael Morín lo perseguía para meterlo preso le abrió los ojos a las siete en punto de la mañana y apenas un par de veces sintió deseos de morirse: cuando se levantó de la cama y desató el dolor de cabeza, y cuando, sentado en el inodoro, tuvo conciencia de la larga pesadilla que había sufrido toda la noche y la terrible sensación de ser perseguido que aun flotaba en su cerebro. Fue entonces cuando sin pensarlo empezó a cantar: «Usted es la culpable, de todas mis angustias, de todos mis quebrantos…», sin lograr saber por qué había escogido precisamente aquel horrible bolero. Seguramente era que estaba enamorado.

El elevador se paró en su piso y el Conde miró el reloj de pared: llegaba diez minutos tarde y no tenía intenciones ni ánimos para inventar un cuento. Abrió la puerta del cubículo y la sonrisa de Patricia Wong fue una bendición.

– Buenos días, amiguitos -les dijo. Patricia se levantó para saludarlo con el beso de siempre y Manolo lo miró como distante, sin abrir la boca-. Qué rico hueles, China -le dijo a su compañera, y se detuvo un instante para mirar como siempre miraba a aquella mujerona, lograda entre una negra y un chino. Casi seis pies y ciento ochenta libras repartidas con esmero y buenas intenciones: tenía unos senos pequeños y seguramente muy duros, y unas caderas que parecían el mar Pacífico, con aquellas nalgas que inevitablemente le provocaban el deseo de tocarlas o subirse sobre ellas y saltar, como en una cama elástica, para comprobar si aquel prodigio de culo era posible.

– ¿Cómo estás, Mayo? -le preguntó ella, y el Conde sonrió por primera vez en el día con aquel Mayo que era de uso exclusivo de Patricia Wong. Ella, además, le mejoraba el dolor de cabeza con sus potecitos de pomada china y le despertaba las supersticiones más escondidas y nunca confesadas: era como un amuleto de la buena suerte. En tres ocasiones la teniente Patricia Wong, investigadora de la Dirección de Delito Económico, le había puesto en las manos la solución de casos que parecían esfumarse en la inocencia del mundo.

– Esperando que le digas a tu padre que me invite a comer otro pato agridulce.

– Si tú ves lo que hizo ayer -empezó a decir y se sentó, acomodando con dificultad sus caderas entre los brazos de la butaca. Entonces cruzó sus piernas de corredor de fondo y el Conde vio los ojos de Manolo a punto de perderse tras el tabique nasal-. Preparó unas codornices rellenas con vegetales y las cocinó con jugo de albahaca…

– Espérate, espérate, ¿cómo se come eso? ¿Con qué las rellenó?

– Mira, machacó primero la albahaca con un poquito de aceite de coco y luego las puso a hervir. Entonces metió la codorniz que ya estaba adobada y dorada en manteca de puerco y la había rellenado con almendras, ajonjolí y como cinco tipos de hierbas, todas crudas: frijolitos chinos, cebollinos, acelga, perejil y no sé qué más, y al final roció las codornices con canela y nuez moscada.

– ¿Y ya, se puede comer? -preguntó el Conde en el climax de su entusiasmo matinal.

– Pero eso debe de saber a rayo, ¿no? -intervino Manolo y el Conde lo miró. Pensó decirle alguna barbaridad, pero antes trató de concebir la mezcla imposible de aquellos sabores rotundos y primarios que sólo podía combinar un hombre de la cultura del viejo Juan Wong, y decidió que Manolo podía tener razón, pero no se dio por vencido.

– No le hagas caso al niño, China, la incultura lo mata. Pero ya ustedes no me invitan a nada.

– Si tú ni me llamas, Mayo. Fíjate que mandaste a Manolo a que me citara para este trabajo.

– Olvídate, olvídate, que eso no se va a repetir -y miró al sargento, que acababa de encender un cigarro a esa hora de la mañana-. ¿Y a éste qué le pasa?

Manolo chasqueó la lengua, quería decir, «No me jodas», pero necesitaba hablar.

– Na, tremendo lío con Vilma anoche. ¿Tú sabes lo que dice? Que yo inventé lo del trabajo ayer para irme por ahí a tomar con una mujer. -Y miró a Patricia-. Por culpa de éste.

– Manolo, deja esa descarga, ¿eh? -le pidió el Conde y observó el file abierto sobre la mesa-. Tú estás muy huevón para que andes diciendo que yo te obligo a nada… ¿Ya le explicaste a Patricia lo que queremos?