– Sencillamente me niego a creer eso, compañeros.
– Eso es problema suyo, Maciques, pero yo no tengo por qué mentirle. ¿Y los regalos?
– Ya le dije, sería de lo que ahorraba de sus dietas.
– ¿Y daba para tanto?
– No sé, compañeros, no sé, eso habría que preguntárselo a Rafael Morín.
– Oiga, Maciques -dijo el Conde y se puso de pie-, ¿también tendríamos que preguntarle a Rafael Morín qué vino usted a buscar aquí el día 31 por el mediodía?
Pero René Maciques sonrió. Estaba otra vez ante las cámaras, acariciándose las cejas, cuando dijo:
– ¡Qué casualidad! Vine a esto mismo -y señaló el aire acondicionado-. Me acordé de que lo había dejado encendido y vine a apagarlo.
El Conde también sonrió y guardó el bloc en el bolsillo. Rogaba porque Patricia encontrara algo que le permitiera moler a René Maciques.
La única vez que Mario Conde había disparado contra un hombre aprendió lo fácil que era matar: apuntas al pecho y dejas de pensar cuando aprietas el gatillo, y la descarga apenas te permite ver el momento en que la persona recibe la bala, como una pedrada que lo empuja hacia atrás, y luego se retuerce en el suelo, mordido por el dolor, hasta morirse, o no.
Aquel día el Conde estaba fuera de servicio, y durante meses trató, como en todas las cosas de su vida, de encontrar el origen de la madeja de acontecimientos que lo había parado frente al hombre, con la pistola en la mano, y lo habían obligado a disparar. Hacía dos años que lo habían trasladado del Departamento de Información General al de Investigaciones, y conoció a Haydée durante la encuesta de un robo con fuerza realizado en la oficina donde trabajaba la muchacha. Conversó un par de veces con ella y comprendió que el futuro de su matrimonio con Martiza estaba devastado: Haydée se le metió en la vida como una obsesión y el Conde creyó que iba a volverse loco. La furia incontenible de aquel amor que se concretaba todos los días en posadas, apartamentos prestados y maniguas propicias, tenía una violencia animal y una variedad incontable de placeres inexplorados. El Conde se enamoró sin remedios, y cometió los desvarios sexuales más satisfactorios y extravagantes de su existencia. Hacían el amor una y otra vez, no se secaban nunca y cuando el Conde estaba exhausto y feliz, Haydée podía sacarle un poco más: bastaba oírla orinar con aquel chorro ambarino y potente o sentir la punta imantada de su lengua caminar por sus muslos hasta enroscársele en el miembro, para que el Conde pudiera empezar otra vez. Como ninguna mujer, Haydée le provocaba sentirse deseado y masculino, y en cada encuentro jugaban al amor con artes de descubridores y potencia de enclaustrados.
Si el Conde no se hubiera enamorado de aquella mujer de apariencia leve y mirada cándida, que se transformaba cuando sentía la proximidad del sexo, nunca habría estado, ansioso y feliz, en aquella esquina de la calle Infanta, a media cuadra de la oficina donde trabajaba Haydée hasta las cinco y media de la tarde. Si aquella tarde Haydée, con la prisa del delirio que la esperaba, no se hubiera equivocado en sumar que seis y ocho son catorce y no veinticuatro, como puso en el balance imposible, ella hubiera salido a las cinco y treinta y un minutos, y no a las y cuarenta y dos, cuando la algarabía de la calle y la explosión del disparo la levantaron del buró con un presentimiento punzante.
El Conde había encendido el tercer cigarro de su desesperación y no oyó los gritos. Pensaba en lo que sucedería esa tarde en el apartamento del amigo de un amigo que pasaba un curso de dos meses en Moscú, y que se había convertido en el refugio transitorio de su pasión todavía clandestina. Imaginaba a Haydée, desnuda y sudorosa, trabajando sobre los rincones más sagrados de su anatomía temblorosa, y sólo entonces vio al hombre ensangrentado que corría hacia él, la camisa verde se le oscurecía en el abdomen y parecía a punto de tirarse al suelo para pedir perdón por todos sus pecados, pero sabía que perdonarlo no era la intención del otro hombre que, cojeando con la pierna izquierda y con la boca partida, también corría hacia él, pero con un cuchillo en la mano. Durante mucho tiempo el Conde pensó que, de haber estado de uniforme, tal vez hubiera podido detener la carrera del perseguidor al que nadie se acercaba, pero cuando soltó el cigarro y gritó: «Párate ya, coño, párate que soy policía», el hombre mejoró su rumbo, levantó el cuchillo sobre su cabeza y puso en el objetivo de su odio al intruso que se le interponía y le gritaba. Lo más extraño es que el Conde concibió siempre la escena en tercera persona, ajena a la perspectiva de sus ojos, y vio cuando el que gritaba daba dos pasos hacia atrás, se metía la mano en la cintura y, ya sin poder hablar, le disparaba al hombre que a menos de un metro de él mantenía el cuchillo sobre su cabeza. Lo vio caer hacia atrás, en un medio giro que parecía ensayado, el cuchillo se le escapó de las manos y entonces empezó a retorcerse de dolor.
La bala lo tocó a la altura del hombro y apenas le astilló la clavícula. Aquella única vez que Mario Conde había disparado contra un hombre, todo terminó con una operación menor y un juicio donde testificó contra el agresor, curado hacía tiempo y arrepentido por la violencia que le despertaba el alcohol. Pero el Conde vivió varios meses con la duda de si había tirado al hombro o al pecho de su atacante, y se juró que nunca sacaría la pistola fuera del polígono de tiro, aunque tuviera que fajarse a mano limpia con el hombre del cuchillo. Sin embargo, René Maciques lo hubiera hecho abjurar de su más solemne promesa. Por mi madre que sí.
– Don Alfonso, vamos para la Central -dijo, y subió la ventanilla del auto. El chófer lo miró y supo que no debía preguntar.
La China Patricia y su equipo en un mar de nóminas, contratos, órdenes de servicio, compra, traslado, venta, memorándums, hago constar, cheques controlados y actas de acuerdos y desacuerdos que siguen diciendo que todo bien, impecable, insólitamente correcto; Zaida en otro mar, de lágrimas, que sí, que en realidad la relación de Rafael y ella no era de jefe y secretaria, que seguía más allá de la Empresa, pero que eso no era ningún delito, porque, además, Rafael jamás se le insinuó, nunca le dijo nada en ese sentido, nunca, nunca, y jurando que sí, que Rafael la llevó a su casa el día 30 y luego no volvió a saber de él, Manolo presionaba y ella lloraba, mi hijo Alfredito lo quería muchísimo y él se bajó del carro y fue a felicitarlo por el fin de año; Maciques, que había cosas que él no sabía, era un jefe de despacho, eso deben preguntárselo al subdirector económico, regresa el día 10 de Canadá, y que no lo creía, otra vez; y el Viejo, que miraba la ceniza de su Davidoff, tendría que hablar con su yerno porque no le aguantaba una más, se llevó al niño y apareció como a las once y media de la noche y con tragos arriba, hasta le había subido la presión con todo ese lío, pero le exigía una solución del caso ya, para hoy mismo, Mario, en tres días llegan unos compradores japoneses que habían abierto un negocio importante con Rafael Morín para la adquisición de derivados de la caña, que daría millones de dólares, Morín había trabajado varias veces con ellos y el ministro quería tener una respuesta, y le preguntaba, Mario, ¿necesitas ayuda?, habían pasado dos días y él seguía con las manos vacías.
El Conde levantó la mirada y vio la fría claridad de ese lunes cinco de enero y pensó que aquella noche tendría la temperatura ideal para esperar hasta las doce, y sólo entonces poner en un rincón de la sala tres manojos de hierba fina y tres pozuelos de agua endulzada con miel, para los camellos, y una carta común dirigida a Melchor, Gaspar y Baltasar, cuando sonó el timbre del teléfono y abandonó de mala gana la idea de la carta a los Reyes Magos.
– ¿Sí? -dice sentándose a medias sobre el buró y con los ojos puestos en la copa de los laureles.
– ¿Mario? Soy yo, Tamara.