Выбрать главу

– Lo que yo no entiendo es para qué carajos hacen falta tantos papeles -protestó Manolo y abrió los brazos, como si tratara de abarcar la inmensidad de la oficina, tomada por la papelería que conformaba la memoria diaria de la Empresa-. Y eso que nada más es del 88. En cualquier momento hay que inventar una empresa para los papeles de esta empresa.

– Pero imagínate, Mayo, con todos estos controles y con los arqueos y auditorías, y hay más robo, malversación y desvío de recursos de lo que nadie se pueda imaginar. Sin papeles no habría quien aguantara esto.

– ¿Y ahí está todo lo que tiene que ver con los viajes de Rafael al extranjero y los negocios que hacía aquí? -preguntó el Conde y desistió de la idea de encender un cigarro.

– Están los contratos, los cheques y la deducción de costos. Y, claro, los desgloses en cada caso -dijo Patricia Wong indicando dos montañas de papeles-. Había que empezar por el principio.

– ¿Y cuánto tiempo hace falta para enderezar todo esto, China?

La teniente volvió a reír, con aquella risa de resignación asiática que le cerraba los ojos. Seguro que no ve, no puede ver.

– Por lo menos dos días, Mayo.

– ¡No, China! -gritó el Conde y miró a Manolo. El sargento le rogaba con los ojos sácame de aquí, viejo, y parecía más flaco y más desvalido que nunca.

– Yo no soy Chan-Li-Po. Esto es así -protestó Patricia y cruzó sus piernas monumentales.

– Bueno, vamos a hacer dos cosas, China. Que con cualquier pretexto me consigan el expediente de Maciques, porque me hace falta una foto de él. Y lo otro es que priorices, mira eso, priorices, ya estoy hablando así, bueno, que le metas mano a todas las asignaciones y liquidaciones de dietas de Rafael, Maciques y el subdirector económico que ahora está en Canadá. Busca también por gastos de representación, en Cuba y en el extranjero, y tírale un vistazo a las regalías declaradas como resultado de buenos contratos. Estoy seguro de que no va a aparecer nada importante, pero necesito saber. Sobre todo insiste por dos vías, China: lo que hacía Rafael en España, que era el país adonde más iba, y chequea todos los negocios que hizo, desde que empezó a dirigir la Empresa, con la firma japonesa… -y extrajo entonces el bloc del bolsillo posterior de su pantalón y leyó-, la Mitachi, porque esos chinos llegan a Cuba dentro de unos días y puede haber algo con ellos.

– Está muy bien todo eso, pero no les digas chinos, ¿quieres? -protestó la teniente, y el Conde recordó que en los últimos tiempos Patricia atravesaba un repunte de melancolía asiática y hasta se había inscrito en la Sociedad China de Cuba por su condición de descendiente directo.

– Total, Patricia, es más o menos lo mismo.

– Ah, Mayo, no seas pesado. Vaya, díselo a mi padre a ver si te invita a comer otra vez.

– Deja eso, deja eso, que no es para tanto.

– Se ve que estás contento, ¿eh? Seguro que tienes algo en la mano.

– Ojalá, Patricia… Pero lo único que tengo es un prejuicio viejísimo y lo que tú me puedas dar ahora. Ayúdame. Mira, son las once y media. Lo que te pedí me lo puedes dar para las dos de la tarde…

– Las cuatro, antes no.

– Ni pa ti ni pa mí: a las tres estoy aquí. Ahora préstame al niño.

Patricia miró a Manolo y leyó la súplica en aquellos ojos que bizquearon sin remedio.

– Está bien, para lo que sabe de economía y contabilidad…

– Gracias por el elogio, teniente -le dijo Manolo, que ya se estaba acomodando la pistola en el cinturón y alisando la camisa para hacer menos evidente la presencia del arma.

– Bueno, a las tres.

– Sí, pero acaba de irte, Mayo, porque si sigues aquí no termino ni a las cinco. Rebeca -ordenó entonces a una de sus especialistas-, consíguele la foto al teniente. Que te aproveche, Manolo.

Después de diez años en el oficio, Mario Conde había aprendido que la rutina no existe porque falte la imaginación. Pero Manolo era todavía demasiado joven y prefería resolverlo todo con un par de interrogatorios, una pista tanteada hasta hallar la otra punta de la madeja y, si acaso, pensar un rato y forzar las situaciones hasta hacerlas reventar. El éxito lo había abrazado demasiadas veces en su corta carrera, y el Conde, sin compartir muchas de sus teorías, respetaba a aquel muchacho flaco y desgarbado. Pero el teniente imponía muchas veces la rutina policial, tratando de encontrar la inevitable cuarta pata del gato. Mucha rutina y aquellas ideas que a veces le venían de una inconsciencia remota sin haber sido solicitadas eran sus dos armas de trabajo preferidas. La tercera siempre fue conocer a la gente: si sabes cómo es alguien, sabes qué puede hacer y qué no debería hacer nunca, le decía a Manolo, porque a veces la gente hace precisamente eso, lo que no debería hacer, y le decía también que «mientras sea policía no voy a poder dejar de fumar, ni a dejar de pensar que algún día escribiré una novela muy escuálida, muy romántica y muy dulce, y también voy a seguir trabajando la rutina de la investigación. Cuando ya no sea policía y escriba mi novela, me gustaría trabajar con locos, porque me encantan los locos».

Por pura rutina y por comprobar si aún le faltaba por conocer algo del carácter de Rafael Morín, el Conde decidió entrevistar a Salvador González, el secretario del Partido, un cuadro profesional de la organización enviado por el municipio apenas tres meses antes.

– No sé hasta qué punto pueda serles útil -admitió Salvador y rechazó el cigarro que le ofrecía el teniente. En cambio cargó una pipa y aceptó el fósforo encendido. Era un hombre que sobrepasaba los cincuenta años y parecía simple y abrumado-. Apenas conocí al compañero Morín, y de él, como militante y como persona, sólo tengo impresiones, y no me gusta ser impresionista.

– Dígame una de esas impresiones -pidió el teniente.

– Bueno, en la Asamblea de Balance estuvo muy bien, la verdad. Su informe es de los mejores que he oído. Creo que es un hombre que ha interpretado el espíritu de estos tiempos y pidió exigencia y calidad en el trabajo, porque ésta es una Empresa importante para el desarrollo del país. Y se autocrítico por su modo de dirigir demasiado centralizado y pidió ayuda a los compañeros para una necesaria repartición de responsabilidades y tareas.

– Dígame otra.

El secretario general sonrió.

– ¿Aunque sólo sea una impresión?

– Anjá.

– Bueno, si usted insiste. Pero fíjese, es una impresión… Usted sabe lo que significa viajar para cualquiera, y no sólo en esta Empresa, sino en el país. El que viaja se siente distinto, escogido, es como si rompiera la barrera del sonido… Mi impresión es que el compañero Morín jugaba a ganarse simpatías con eso de los viajes. Es una impresión que saco de lo que he visto y de lo que hablamos.

– ¿Qué hablaron?, ¿qué vio?

– Nada, preparando la Asamblea de Balance me preguntó si me gustaría viajar.

– ¿Y qué pasó?

– Le conté que, cuando era muchacho, leí un muñequito del Pato Donald en el que el pato se va con los tres sobrinos a buscar oro a Alaska, y estuve mucho tiempo muerto de envidia con aquellos paticos que tenían un tío que los llevaba a Alaska. Después crecí y nunca fui a Alaska ni a ningún otro lugar y, perdóneme la frase, decidí que Alaska ya se podía ir a templar.

– ¿Y no tiene más impresiones?

– Prefiero no decirlas, ¿sabe?

– ¿Por qué?

– Porque yo no soy ahora un obrero común, ni siquiera un militante común. Soy el secretario general de esta Empresa y mis impresiones pueden ser asumidas por mi posición actual y no por mi persona.

– ¿Y si yo hago el deslinde? ¿Y si por un momento usted también se olvida de su cargo?

– Eso es muy difícil para los dos, teniente, pero como usted es tan insistente, le voy a decir algo y ojalá no cometa un error con esto -dijo, y abrió una pausa que se fue alargando mientras descargaba la pipa contra un cenicero. No quisiera decirlo, pensó el Conde, pero no se desesperó-. Dicen que hombre precavido vale por dos, y Rafael Morín siempre me pareció un precavido por excelencia. Pero de los dos hombres que salen de un precavido, siempre hay uno que lo es menos: ése es el que está perdido ahora.