– ¿Por qué piensa eso?
– Porque estoy casi seguro de que esa compañera de ustedes, la mulata achinada, va a encontrar algo. Eso se respira en el ambiente. Por supuesto, esto es una impresión y me puedo equivocar, ¿verdad? Yo mismo me he equivocado con otros compañeros. Ojalá me equivoque otra vez, porque de lo contrario no me habré equivocado sólo como persona, ¿me entiende?
– ¿Pura rutina, no?
– Me cago en su estampa -dijo Manolo y se recostó en el maletero del auto. Eran poco más de las doce y el sol rotundo del mediodía intentaba despejar el frío, y era agradable recibir su calor, incluso era posible quitarse eljacket y ponerse los espejuelos oscuros y tener deseos de decir-: Vamos a trabajar otra vez a Maciques, Conde, pero no aquí, allá en la Central. Anda.
El Conde frotó los espejuelos en el dobladillo de su camisa, los miró a trasluz y los devolvió al bolsillo. Se desabotonó los puños de la camisa y subió las mangas dos, tres vueltas, asimétricas y abultadas, hasta la altura de los codos.
– Vamos a esperar. Todavía son las doce y la China me dijo que a las tres, y el Gordo habrá empezado hace un ratico. Creo que nos merecemos almorzar, ¿no?, porque hoy sí no sé a qué hora vamos a terminar.
Manolo se acarició el estómago y se frotó las manos. El empeño del sol era insuficiente porque del mar subía una brisa compacta, perfumada y persistente, capaz de arrastrar el tímido calor del ambiente.
– ¿Tú crees que me dé tiempo ahora de ir a casa de Vilma? -preguntó entonces, sin mirar a su compañero.
– ¿Pero por fin te botó o no te botó?
– No, chico, es que es celosa como una perra.
– O como los negocios con mucho dinero.
– Más o menos.
– Pero te gusta, ¿verdad?
Manolo trató de patear una chapa de botella aplastada por los carros y volvió a frotarse las manos.
– Creo que sí, compadre. Esa mujer acaba conmigo en la cama.
– Ten cuidado, niño -le dijo el Conde y sonrió-. Yo tuve una así y por poco me mata. Lo peor es que después ninguna te viene bien. Pero el que por su gusto muere… Dale, vamos, déjame en casa del Flaco y me recoges a las dos, dos y cuarto. ¿Te da tiempo?
– ¿Para qué tú crees que soy mejor que Fangio? -preguntó, y ya abría la portezuela del carro.
El Conde prefirió no darle conversación en el camino. Andar a ochenta kilómetros por La Habana le parecía un desvarío lamentable, y decidió que era mejor que Manolo se preocupara sólo por el timón y por el amor frenético de Vilma, y así tal vez llegaban vivos. Lo peor de aquella carrera era que él tampoco podía pensar, aunque al final se alegró: ya no había mucho que pensar, sólo esperar, y quizás después empezar a estrujarse el cerebro otra vez.
– A las dos aquí -le recalcó a Manolo cuando se bajó frente a la casa del Flaco, y estuvo a punto de persignarse al ver del modo en que doblaba en la esquina. Dos tetas siempre jalan más que una carreta, pensó mientras atravesaba el brevísimo jardín de la casa, que Josefina mantenía tan pulcro como todo lo que estuviera al alcance de sus manos y su potestad. Las rosas, los girasoles, los mantos rojos, la picuala y la antiquísima estructura de los palitos chinos combinaban sus colores y olores sobre una tierra limpia y oscura donde era pecado mortal tirar una colilla, incluso si la lanzaba el Flaco Carlos. La puerta de la casa estaba tan abierta como siempre, y al entrar descubrió el perfume de un mojo esenciaclass="underline" en una sartén se debatían el zumo de naranjas agrias, los ajos desvestidos, la cebolla, la pimienta y el aceite de oliva, que bañarían las viandas que ese día Josefina le regalaría al hijo cuyos contados placeres cultivaba con más esmero que el jardín. Desde que el Flaco regresó inválido para siempre, aquella mujer que aún no había perdido el candor de su sonrisa se dedicó a vivir para su hijo con una resignación alegre y monacal que ya duraba nueve años, y el acto de alimentarlo cada día era tal vez el ritual más completo en que se expresaba el dolor de su cariño. El Flaco se había negado a acatar los consejos del médico que le advertía los peligros de su gordura, asimiló que su muerte era una posposición de plazo breve y quiso vivir con la plenitud que siempre lo distinguió. Si vamos a tomar, pues tomamos; si vamos a comer, comemos, decía, y Josefina lo complacía más allá de sus posibilidades.
– Pon otro cubierto -le dijo el Conde al entrar en la cocina, besó la frente sudada de la mujer y preparó la suya para el beso devuelto que, sin embargo, ella no llegó a darle porque el teniente sintió un ataque de amor y tristeza que lo obligó a abrazarla con fuerza de estrangulador y a decirle-: Cómo te quiero, José -antes de soltarla y caminar hacia la meseta donde estaba el termo del café, y evitar la salida de unas lágrimas que sabía inminentes.
– ¿Qué tú haces aquí, Condesito, ya terminaste el trabajo?
– Ojalá, José -le respondió mientras bebía el café-, pero a lo que vine fue a comerme esa yuca con mojo.
– Oye, muchacho -dijo ella y abandonó por un instante los preparativos de la comida-. ¿En qué lío tú andas metido?
– Ni te lo imaginas, vieja, una de las cagazones mías.
– ¿Con la muchacha que fue compañera de ustedes?
– Oye, oye, ¿qué te dijo la bestia de tu hijo?
– No te hagas el loco, que a media cuadra se oían los gritos de ustedes ayer.
El Conde levantó los hombros y sonrió. ¿Por fin qué habría dicho?
– Oye, ¿y por qué tú andas tan elegante? -le preguntó, mirándola de pies a cabeza.
– ¿Elegante yo? Mira eso, tú ni te imaginas qué cosa soy yo cuando de verdad me pongo elegante… Nada, que llegué ahorita mismo del médico y no tuve tiempo para cambiarme.
– ¿Y qué te pasa, José? -le preguntó y se inclinó para verle la cara, vuelta hacia el fogón.
– No sé, mijo. Es un dolor viejo, pero que se me está haciendo insoportable. Empieza como una ardentía aquí, debajo del estómago, y hay veces que me duele como si me hubieran enterrado un cuchillo.
– ¿Y qué dijo el médico?
– Como decirme, todavía nada. Me mandó a hacerme análisis, una placa y esa prueba de tragarse la manguera.
– ¿Pero no te dijo nada, nada más que eso?
– ¿Qué más quieres, Condesito?
– No sé. Pero no me habías dicho nada. Yo hubiera hablado con Andrés, el que estudió con nosotros. Es tremendo médico.
– Pero no te preocupes, este médico también es bueno.
– Cómo no me voy a preocupar, vieja, si tú nunca chistas. Oye, mañana estoy hablando con Andrés para el lío de esas pruebas y que el Flaco llame…
Josefina dejó la cazuela y miró al amigo de su hijo.
– Que él no llame a nadie. No le digas nada, ¿quieres?
Entonces el Conde necesitó servirse otra dosis de café y encender otro cigarro, para no abrazar a Josefina y decirle que tenía mucho miedo.
– No te preocupes. Yo soy el que llama. ¿Huele bien ese sancocho, no? -Y salió de la cocina.
La ruta de los recuerdos de Mario Conde siempre terminaba en la melancolía. Cuando atravesó la barrera de los treinta años y su relación con Haydée se agotó con los estertores del desenfreno de sus combates sexuales, descubrió que le gustaba recordar con la esperanza de mejorar su vida, y trataba a su destino como un ser vivo y culpable, al que se le podían lanzar reproches y recriminaciones, insatisfacciones y dudas. Su propio trabajo sufría de aquellos juicios, y aunque sabía que no era duro, ni especialmente sagaz, ni siquiera un modelo de conducta, y que sin embargo algunos de sus compañeros lo consideraban un buen policía, pensaba que en otra profesión hubiera sido más útil, pero entonces convertía sus lamentaciones en una estudiada eficacia que le reportaba un prestigio que él mismo asumía como un fraude insoluble y jamás explicable. Y el retorno de Tamara venía a complicarle ahora aquella pesada tranquilidad, conseguida después del engaño de Haydée, a base de noches de béisbol, tragos, música de nostalgia y platos desbordados, mientras conversaba con el Flaco, y deseando a la vez que aquello fuera mentira, que el Flaco otra vez fuera flaco, que nunca se iba a morir y no se parecía a la bola de carne y grasa que, sin camisa, trataba ahora de absorber el sol del mediodía en el patio de la casa. El Conde vio las roscas que se sobreponían en su estómago y aquellos puntitos rojos que le cubrían la espalda, el cuello y el pecho, como picaduras de insectos voraces.