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– ¿Ustedes? ¿Cómo estás, Mario? Pase, sargento -dice ella y sonríe, confundida, el Conde la besa en la mejilla como en los viejos tiempos y Manolo le da la mano, responden los saludos y caminan hacia la sala-. ¿Pasó algo, Mario? -pregunta al fin.

– Pasan cosas, Tamara. Faltan unos papeles en la Empresa y esos papeles pueden acusar a Rafael.

Ella se olvida del mechón imbatible de su pelo y se frota las manos. De pronto se hace pequeña y parece indefensa y confundida.

– ¿De qué?

– De robo, Tamara. Por eso vinimos.

– Pero, ¿qué robó, Mario?

– Dinero, mucho dinero.

– Ay, mi madre -exclama ella y sus ojos se saturan de humedad; y el Conde piensa que ahora sí puede llorar. Es su marido, ¿no? Es el padre de su hijo, ¿no? Su novio del Pre, ¿no?

– Quiero revisar la caja fuerte de la biblioteca, Tamara.

– ¿La caja fuerte? -es otra sorpresa y casi un alivio para él. No va a llorar.

– Sí, ¿tú tienes la combinación, verdad?

– Pero hace tiempo está vacía. De dinero y esas cosas, quiero decir. Que me acuerde ahí nada más está la propiedad de la casa y los papeles del panteón de la familia.

– Pero usted tiene la combinación, ¿verdad que sí? -ahora insiste Manolo, es otra vez el gato flaco, elástico y erizado.

– Sí, está en la misma libreta de teléfonos de Rafael, como un número más.

– ¿La puede abrir ahora, compañera? -insiste el sargento, y ella observa al Conde.

– Por favor, Tamara -pide él y se pone de pie.

– ¿Qué es esto, Mario? -le pregunta, aunque en realidad se pregunta a sí misma y abre la marcha hacia la biblioteca.

Arrodillada, frente a la falsa chimenea, ella aparta la rejilla protectora y el Conde recuerda que es víspera de Reyes, y que los Reyes Magos siempre han preferido las chimeneas para entrar con su carga de regalos. Allí puede estar el suyo, increíblemente adelantado. Tamara lee las seis cifras y empieza a girar la llave de la caja fuerte, y el Conde trata de ver algo por encima de la espalda de Manolo, que se ha ubicado en primera fila. Por sexta vez mueve la rueda, a la izquierda, y por fin tira de la puerta metálica y se pone de pie.

– Ojalá te equivoques, Mario.

– Ojalá -le dice él y, cuando ella se aparta, avanza hacia la chimenea, se arrodilla y extrae un sobre blanco de la fría barriga de hierro. Se pone de pie y la mira a ella. No lo puede evitar: siente una lástima tangible por aquella mujer que se le ha desnudado y lo ha frustrado y a la que, cada vez lo sabe mejor, hubiera preferido no haber vuelto a ver. Pero abre el sobre, extrae unas hojas y lee, mientras Manolo baila con impaciencia-. Mejor de lo que pensábamos -dice, y al fin devuelve los papeles al sobre, Tamara no deja de frotarse las manos y Manolo no puede estarse quieto-. Maciques tiene una cuenta en el banco Hispanoamericano y la propiedad de un carro en España. Aquí están las fotocopias.

El mayor Rangel observó la olorosa agonía de su Rey del Mundo como se mira la muerte de un perro que ha sido el mejor amigo. Por eso, al dejar el cabo sobre el cenicero, se lamenta de no haberlo tratado mejor, había hecho una execrable fumada mientras oía la explicación del teniente Mario Conde.

– Ver para creer -fue su sentencia, y trató de no mirar la extinción del habano, quizás para no creerla-. ¿Y cómo es posible tantas barbaridades juntas?

– Las barbaridades están de moda, Viejo… ¿No era un cuadro de plena confianza? ¿No era un hombre de futuro interminable? ¿No era más puro y más santo que el agua bendita?

– No te pongas sarcástico ahora, porque eso no explica nada…

– Viejo, no sé por qué te asombra que haya esa falta de control en una empresa. Cada vez que se hace una auditoría sorpresiva de verdad, donde quiera aparecen las barbaridades que nadie se puede imaginar, que nadie se explica, pero que están siempre ahí. Ya se te olvidó el administrador millonario de la Ward, y el del Pío-Pío, y el de…

– Está bien, está bien, Mario, pero déjame la posibilidad de asombrarme, ¿OK? Uno siempre tiende a pensar que la gente no se corrompe tanto, y como tú dices Rafael Morín era un cuadro de plena confianza y mira lo que estaba haciendo… Pero después hablamos de eso, lo que quiero saber ahora es dónde está metido ese hombre. Eso es lo que quiero saber, para entregarle el caso en bandeja al ministro de Industrias.

El Conde estudió el seco y desganado cigarro Popular, con la tinta de la marca corrida, la picadura que se fugaba en desbandada por las dos bocas, la cajetilla mal pegada, pero era el último, y cuando lo encendió disfrutó la fortaleza escondida en aquel humo.