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– Pero yo no cerraba negocios gordos.

– Maciques, ¿usted es capaz de matar a un hombre?

El jefe de despacho volvió a levantar la vista, pero en sus ojos ya no había brillo alguno.

– ¿Qué quiere decir eso?

– ¿Es capaz o no?

– No, claro que no.

Y continuó moviendo la cabeza: negaba.

– ¿Qué fue a hacer el día 31 a la Empresa? Y no vuelva a decir lo del aire acondicionado.

– ¿Y qué quiere que le diga?

Entonces el Conde avanzó otra vez hacia el buró y se detuvo junto a Maciques.

– Mire, Maciques, yo no tengo la paciencia del sargento. Le voy a decir ahora todo lo que pienso de usted y sé que de una forma o de otra, usted lo va a admitir, hoy, mañana, pasado… Usted es un mierda y es tan ladrón como su jefe, pero más cauteloso y con menos poder. Ya están verificando en España la validez de estos papeles y quizás el banco no dé información, pero la pista del carro es más simple de lo que usted piensa. Por alguna razón, que todavía no sé, Rafael guardó bien estos papeles, quizás para protegerse de usted, porque sabía que usted era capaz de ponerle en los expedientes la dieta que no liquidó y los gastos duplicados. Y Rafael va a aparecer, no sé si vivo o muerto, en España o en Groenlandia, pero va a aparecer, y usted va a hablar, pero aunque no hable está envuelto en mierda, Maciques. Acuérdese de eso. Y para que piense mejor, va a estar solo mucho rato. Desde hoy empieza a vivir aquí en la Central… Sargento, prepare los papeles y pídale a Fiscalía medida cautelar para el ciudadano René Maciques. Que sea prorrogable. Nos vemos, Maciques.

Mario Conde miró otros laureles, los que inauguraban el Paseo del Prado, muy cerca del mar, y se repitió la pregunta. De la boca de la bahía se levantaba un viento cortante que lo obligaba a mantener las manos en los bolsillos deljacket, pero necesitaba pensar y caminar, perderse entre las gentes y esconder su alegría pírrica y su frustración de policía satisfecho por descubrir la maldad de los otros. ¿Por qué Rafael Morín pudo hacer una cosa como ésta? ¿Por qué quería más, todavía más, mucho más? El Conde observó el Palacio de los Matrimonios y el Chrysler 57, negro brillante y adornado con globos y flores, que esperaba el descenso nupcial de aquellos cuarentones que todavía se atrevían y sonreían para la foto indispensable en la escalera. Observó a los persistentes que desafiaban el frío haciendo cola en la pizzería de Prado y vio los papeles, prendidos en el tronco de un laurel, de los que necesitaban ampliarse, oían proposiciones honestas y deshonestas, pero necesitaban algunos metros cuadrados de techo donde vivir. Observó a dos homosexuales fatales y dispersos que pasaron por su lado tiritando de frío y ellos lo observaron a él, con ojos candorosos y bien intencionados. Observó al mulato apacible, recostado en la farola, con su pinta de rastafari sin vocación y sus trenzas perfectas bajo la boina negra, esperando quizás el paso del primer extranjero elocuente para proponerle un desesperado cinco por uno, seis, míster, siete por uno, mi bróder, y tengo hierba, todo para abrirse las puertas del mundo prohibido de la abundancia con pasaporte. Observó la farola del flanco opuesto, se moría de frío la rubia maquillada con incontenible lascivia, con promesas de ser caliente aunque nevara, con su boca de mamadora empedernida; la rubia para la que un mortal de producción nacional como Mario Conde valía menos que un gargajo de borracho, esperaba los mismos dólares que su amigo el mulato rastafari y le propondría uno por treinta: su sexo juvenil y entrenado y perfumado y garantizado contra la rabia y otros males, por aquellos dólares de sus desvelos, mamada con tarifa extra, of course. Observó al niño que patinaba, saltaba sobre un cajón de madera y seguía patinando hacia la oscuridad. Llegó al Parque Central y casi pensó en terciar en la eterna disputa beisbolera que más allá del frío o del calor se armaba cada día, queriendo buscar la explicación a otro fracaso de aquellos cabrones Industriales; Cojones, cojones es lo que le falta a esa gente, habría gritado en honor al Flaco que ya no era ni flaco ni ágil para estar allí y gritarlo por sí mismo. Observó las luces del Hotel Inglaterra y la penumbra del Teatro García Lorca, la cola del cine Payret, la tristeza fétida de los portales del Centro Asturiano y la fealdad agresiva y desconchada de la Manzana de Gómez. Percibió los latidos incontenibles de una ciudad que él trataba de hacer mejor y pensó en Tamara, ella lo esperaba y él iba a acudir, tal vez para hacerle aquella misma pregunta, y nada más.

Varios meses después, cuando el caso de Rafael Morín dormía cerrado y concluso, y René Maciques se consumía en su condena y Tamara seguía hermosa y lo miraba con la humedad perseverante de sus ojos, todavía se haría la pregunta y se imaginaría la tristeza de Rafael Morín, pequeño magnate en Miami donde su riqueza de quinientos mil dólares era un premio de lotería que no le alcanzaría para comprar todo lo adquirido con su poder de cuadro confiable y brillante en eterno ascenso. Pero esa noche sólo se detuvo junto al grupo de fanáticos y encendió un cigarro. Pensaban todos, y lo gritaban haciendo relajación colectiva, que elmanager del equipo era un imbécil, que el pitcher estelar era un amarillo y que los de antes sí eran buenos, si estuvieran Chávez y Urbano, La Guagua y Lazo, evocaban, y entonces metió el hombro de su imaginación entre dos negros enormes y furibundos que lo iban a mirar con recelo, éste de dónde salió, y gritó hacia el centro del grupo:

– Cojones, lo que les falta es cojones -y abandonaría en su perplejidad a los discutidores profesionales, cuando ya cruzaba la calle y penetraba en el vaho de gas, orina seca y vómitos precolombinos de los portales del Centro Asturiano, donde una pareja trataba de consumar sus ardores contra una columna y chocó al fin con las puertas tapiadas del Floridita, CERRADO POR REPARACIÓN, y perdió la esperanza de un añejo doble, sin hielo, sentado en el rincón que fuera exclusivo del viejo Hemingway, recostado en aquella barra de madera inmortal donde Papa y Ava Gadner se besaron escandalosamente y donde él se había propuesto, hacía muchos años, escribir una novela sobre la escualidez, y donde se hubiera preguntado otra vez la misma pregunta para darse todavía la única respuesta que lo dejaba vivir en paz: porque siempre fue un hijo de puta. ¿Y por qué más?

– ¿Puedo poner música?

– No, ahora no -dice ella y apoya la cabeza en el respaldo del mullido sofá, los ojos van al techo y parece que tuviera otra vez mucho frío, mantiene los brazos cruzados después de bajarse las mangas del jersey. El enciende un cigarro y deja caer el fósforo en el cenicero de Murano.

– ¿Qué estás pensando? -le pregunta al fin, imitando la postura de ella en el sofá. Un techo es un techo.

– En lo que está pasando, todo lo que me dijiste, ¿o en qué quieres que piense?

– ¿Tú no te lo imaginabas? ¿De verdad que no?

– ¿Cómo quieres que te lo diga, Mario?

– Pero podías haber visto algo, sospechado algo.

– ¿Qué cosa era sospechosa? ¿Que comprara ese equipo de música, o trajera whisky, o una bicicleta para el niño? ¿Un vestido de ciento cincuenta dólares, eso es sospechoso?

Él piensa: todo es normal. Para ella todo eso ha sido siempre normal, nació en esta casa y con esa normalidad que hace ver la vida de otra manera, más linda y menos complicada, y se pregunta si no fue el mundo de Tamara el que enloqueció a Rafael. Pero sabe que no.

– ¿Qué va a pasar ahora, Mario? -es ella la que pregunta, ha terminado con el techo y con el silencio y recuesta un hombro en el espaldar, cruza un pie debajo del muslo y espanta su imperturbable mechón rizado. Quiere mirarlo.

– Todavía deben pasar dos cosas. Primero que aparezca Rafael, vivo o muerto, en Cuba o donde esté. Y lo otro que Maciques nos cuente lo que sabe. Quizás esto nos ayude también a saber dónde está Rafael.