– ¿Y Tamara? -insistí, y apenas me dijo que bien, pasó el servicio social ahí mismo, en Bejucal, y ahora estaba en una clínica nueva que abrieron en Lawton. No, no, todavía no tenemos muchachos, pero en cualquier momento encargamos uno, me dijo.
– ¿Y a ti cómo te va?
Traté de ver qué película ponían en el cine Florida cuando atravesamos Agua Dulce y pensé decirle que no me iba tan bien, que era un burócrata que procesaba información, que el mes pasado habían operado otra vez al Flaco, que no sabía por qué me había casado con Martiza, pero no me dio la gana.
– Bien, compadre, bien.
– Oye, ve un día por casa y nos tomamos un trago -me propuso entonces a la altura de Diez de Octubre y Dolores y pensé que Rafael jamás me había dicho algo así, ni se lo había dicho al Flaco, al Conejo o a Andrés, a ninguno de nosotros y cuando arrimó en el semáforo de Santa Catalina para que yo me bajara fui capaz de decirle:
– Deja ver, un día de estos. Dale recuerdos a Tamara.
Y nos dimos otra vez la mano y lo vi doblar por Santa Catalina, el indicador rojo parpadeaba, pitó dos veces como despedida y se alejó en el carro que olía a nuevo. Entonces pensé: cabrón, te interesa ser mi amigo porque soy policía, ¿no? Y tuve que reírme, aquella última vez que vi a Rafael Morín.
Ahora faltaba el brillo claro de sus ojos y la voz, dramáticamente lanzada sobre la multitud. Faltaba el hálito inmaculado de su rostro recién afeitado, bañado, despertado. Faltaba la sonrisa infalible y segura que derrochaba luz y simpatías. Parecía que hubiera engordado, con una gordura violácea y enfermiza, y necesitaba urgentemente peinar su cabello castaño.
– Pero es él -dijo el Conde, y el forense lo volvió a cubrir con la sábana, como el telón que cae en el último acto de una obra sin encanto ni emoción.
– Vaya, pero si es mi amigo el Conde -dijo, y el Conde pensó: Es más negro que un dolor de apendicitis.
El teniente Raúl Booz sonreía y sus dientes blancos de caballo joven daban un poco de luz a la masa nigérrima de su cara. Nadie aseguraría que aquel hombre tenía más de siete pies o pesara trescientas libras, pero sólo de verlo el Conde se ponía nervioso. Cómo puede ser tan grande y tan negro, se decía cuando se levantó y estrechó la mano del teniente investigador Raúl Booz.
– Ya conoces al sargento Manuel Palacios, ¿verdad?
– Sí, sí -dijo Booz, también le sonrió a Manolo y se acomodó en el sofá que ocupaba una de las paredes de la oficina-. Así que tú eras el que estaba buscando a este hombre.
El Conde asintió y le explicó la historia de la desaparición de Rafael Morín Rodríguez.
– Pues te lo entrego empaquetadito, mi hermano. Va a ser el caso más fácil de tu vida. Mira esto. -Y le entregó al Conde un file que había sobre el sofá-. En una uña tenía un pelo con tejido capilar. Por supuesto, debe ser del hombre que lo mató.
– ¿Y qué dice la autopsia, teniente?
– Más claro ni el agua. Murió el día primero por la noche o el dos por la madrugada. El forense no puede estar seguro porque con el frío hubo cierta conservación, y por eso nadie supo que allí había un cadáver. Tenía una fractura en la segunda y tercera vértebra cervical, que le oprimió la médula, y fue lo que le ocasionó la muerte, y también una contusión cerebral fuerte, aunque no mortal.
– ¿Pero cómo fue, teniente, cómo pudo haber sido la cosa? -saltó Manolo sin mirar el file que el Conde le entregaba.
El teniente Raúl Booz, jefe del grupo de criminalística de La Habana del Este, se miró las uñas antes de hablar.
– Ayer, a eso de las diez de la noche, llamaron a la Estación de Guanabo para decir que en una casa vacía de Brisas del Mar había un olor raro y que la puerta del fondo tenía la cerradura astillada. Es una cuadra donde hay sólo dos casas, esta que se queda vacía en invierno, y la de la mujer que llamó, que está a unos veinte metros. La gente de Guanabo fue y encontraron el cadáver en el baño. Todo parece indicar que murió al caer contra la bañadera, pero la fuerza del golpe es tan grande que no existe la posibilidad de un resbalón, Palacios. Lo empujaron y antes hubo una pelea, quizás muy breve, en la que el muerto arañó al asesino y le arrancó el pelo que analizamos. Es de un hombre blanco, de unos cuarenta años, entre cinco cuatro y cinco ocho de estatura y, por supuesto, de pelo negro… Ahí tienen para empezar.
– Más bien para terminar, teniente -dijo el Conde.
– Pero hay algo que complica la historia. Aunque quizás el asesinato no haya sido premeditado, después pasó algo muy raro. El asesino desvistió a la víctima y se llevó la ropa, y no aparece tampoco un maletín o una bolsa de cuero que el muerto debió de tener en sus manos poco antes de la pelea, porque tiene restos de cuero en las dos manos, así que debía de pesar bastante y andaba pasándoselo de una mano para la otra.
– ¿Y otras huellas, de autos o algo así?
– Nada. Las huellas frescas son del muerto, y están en la puerta rota, en la cocina, en un sillón de la sala y en el baño. Parece que estuvo allí esperando a alguien, casi seguramente al asesino. Y peinamos el área cercana y no aparece ni el maletín ni la ropa del muerto. Pero este caso es un regalo, ¿no?
– ¿Y qué te parece, Booz, si en dos horas te llamo para confirmarte que el asesino se llama René Maciques? -preguntó el Conde mientras se ponía de pie y se ajustaba la pistola que se empeñaba en escapar del cinto.
El Conde pensó encender un cigarro pero se detuvo. Prefirió sacar el bolígrafo y empezó a jugar con el obturador. En el silencio del cubículo aquel sonido monótono retumbaba con un eco agresivo.
– ¿Y bien, Maciques? -le preguntó al fin Manolo, y Maciques levantó la cabeza.
Es un camaleón, pensó el Conde. Ya no parecía el animador vital del primer encuentro, ni el bibliotecario puntilloso de la grabación. Apenas un día sin afeitarse había bastado para transformar al jefe de despacho en un proyecto de vagabundo modelo, y el temblor de sus manos hacía pensar en un invierno temible y devastador.
– Él tuvo la culpa -dijo Maciques, e intentó erguirse en su silla-. Él fue el que formó todo este lío cuando supo que lo iban a descubrir. Lo demás no sé cómo pasó.
– Yo creo que sí sabe, Maciques -insistió Manolo.
– Es un decir. Quiero decir que no me lo explico bien… Él me fue a ver el 30 por la noche y me dijo que la gente de la Mitachi había adelantado el viaje y que eso lo iba a meter en un lío. Yo nunca supe qué lío era, aunque me lo imaginaba, sería algún problema de dinero, y me dijo que tenía que salir del país. Yo le expliqué que eso era una locura, que no era tan fácil, y él me dijo que sí era fácil con una lancha y que tenía diez mil pesos cubanos y como dos mil y pico de dólares para pagar un lanchero, y que yo debía buscárselo. Entonces fue cuando me chantajeó con la cuenta del banco y la propiedad del carro. Todavía no sé cómo logró fotocopiar esos papeles, pero el caso es que los tenía. No, no, lo del carro parece que él ya lo tenía pensado: se lo regalaron a él y él me lo regaló a mí, y claro que lo vendí enseguida, eso era candela y lo vendí… Entonces yo le insistí que eso era una locura y le dije que estaba jugando sucio conmigo, y él me contestó que le buscara el lanchero y me olvidara de lo demás. Yo, la verdad, no hice ni el intento de buscarle el lanchero y pensé que habría algún modo de recuperar esos papeles.
– ¿Matándolo, Maciques?
El hombre negó con la cabeza. Era un gesto mecánico y vehemente como el temblor de sus manos.
– No, sargento, alguna otra forma… Pero para ganar tiempo le dije que había contratado un lanchero para el amanecer del día primero, después de las fiestas del 31, le dije, es lo mejor para salir y el hombre tiene permiso de pesca, así que debíamos estar a las cuatro en Guanabo, y yo quisiera que lo hubieran visto en la fiesta. Ya se imaginaba que estaba fuera de Cuba y fue más petulante y orgulloso que nunca, qué mierda de tipo, mi madre, alégrense de no haberlo conocido… Ahora pienso y creo que yo debí haber parado aquello desde el principio. ¿Pero ustedes saben lo que es el miedo? El miedo a perderlo todo, a ir a la cárcel a lo mejor, a no volver a ser persona más nunca. Por eso fue que lo hice y lo recogí en su casa después que salimos de la fiesta y lo llevé para Guanabo. Entonces parqueé, por allá por la Veneciana, al lado del río, y le dije que iba a ver al hombre, y lo que hice fue que caminé hasta la playa y estuve allí un rato. Cuando viré y le dije que tenía que ser por la noche se puso que era una fiera, yo nunca lo había visto así, me ofendió, me dijo que yo era un comemierda y no sé cuántas cosas más, y que diera gracias que él se iba a ir, porque si no me echaba para alante, y mil boberías más que dijo. Entonces lo llevé para la casa. Yo sabía que en invierno siempre estaba vacía, porque un amigo mío se la alquilaba en septiembre a los dueños, y entramos y le dije que esperara allí hasta la noche, que iba a salir bien temprano según me había dicho el lanchero, y entonces yo vine para La Habana.