El Conde sonrió y pensó: no tiene salvación y bajó la ventanilla del auto. Decididamente el frío se retiraba y empezaba una noche apacible, buena para casi cualquier cosa. Él quería tomarse dos tragos y Manolo quería a Vilma. Dos buenas opciones. Después de todo, el caso Rafael Morín había terminado, al menos para la policía, y el Conde empezaba a sentirse vacío. Lo esperaban dos días de descanso que al final nunca sabría cómo invertir, hacía tiempo no se atrevía a sentarse frente a la máquina de escribir, quizás ya nunca lo hiciera, para iniciar alguna de aquellas novelas que se prometía hacía muchísimos años, y la soledad de su casa era una tranquilidad hostil que lo desesperaba. Lo de Tamara, él lo presentía, era quizás algo efímero que chocaría muy pronto con la cotidianeidad de dos vidas definitivamente distantes, de dos mundos que podían coexistir pero difícilmente acoplarse. Y en la biblioteca del viejo Valdemira, ¿podría escribir mi novela?
– Vamos a pasar por la funeraria de Santa Catalina. Ya debe de estar ahí el cadáver de Rafael Morín.
– ¿Para qué, Conde? -saltó Manolo, siempre había detestado los velorios y no quería anotarse uno adicional.
– No sé para qué. Todo no tiene que tener un para qué, ¿no? Quiero pasar un minuto por ese velorio.
– Está bien, compadre -aceptó el sargento-. Pero no es trabajo, ¿verdad? Pues te dejo ahí y sigo. Y mañana a las seis.
El auto avanzaba por la Calzada de Santa Catalina y el Conde vio una cola para comprar refrescos; la posada recién restaurada, con un lumínico de dos corazones rojos atravesados por una flecha verde como la esperanza, y una pareja de jovencitos que entraban buscando la carpeta; vio la parada de la guagua copada de gente, ansiosa, apurada; los anuncios del cine y el chófer que le gritaba hijoeputa al que lo adelantó por la derecha, y se dijo que nadie pensaba en la muerte, y por eso podían seguir viviendo, amando, corriendo, trabajando, ofendiendo, comiendo, incluso matando y pensando, y vio entonces la casa de las jimaguas, oscura entre sus crotos y esculturas, brillante por sus largos paños de cristales y sus paredes blancas, y su destino momentáneamente alterado. De allí también salió Rafael Morín, para jugársela a todo o nada, y perder, para siempre, la sonrisa deslumbrante y segura.
– A las seis entonces -dijo cuando vio la funeraria, el portal estaba vacío y pensó que quizás la morgue no hubiera remitido todavía el cadáver de su antiguo condiscípulo-. Y ten cuidado no la preñes.
– No, no, no toques esa tecla que no quiero complicarme la vida -sonrió Manolo y estrechó la que le brindaba su jefe.
– Vamos, no te hagas el bárbaro, que de verdad la Vilma te tiene bien cogidito.
– Bueno, compadre, ¿y qué? -rió otra vez el sargento Manuel Palacios, metió la velocidad y el Conde pensó, se mata un día.
Subió las breves escaleras de la funeraria y leyó en la pizarra un solo nombre: Rafael Morín Rodríguez, sala D. No era un buen día para estar muñéndose y la funeraria estaba poco solicitada. Caminó hacia la sala D, pero no se atrevió a entrar. El perfume dulzón de las flores de muerto impregnado en las paredes del edificio lo golpeó en el estómago y decidió sentarse en una de las butacas del pasillo, junto al cenicero de pie y el teléfono público. Encendió un cigarro y le supo a hierba mojada. Dentro estaba muerto y listo para el olvido Rafael Morín, y aquél sería un entierro muy triste: no vendría ninguno de sus amigos de fin de año y consejos de dirección y viajes al extranjero. Aquel hombre era un apestado en más de un sentido y quizás ni su propia esposa deseaba estar allí. Sus viejos amigos del Pre habían quedado tan lejos en el camino, que se enterarían meses después de todo aquello y tal vez dudarían, no lo creerían. Imaginó lo que hubiera sido aquel velorio en otras condiciones, las coronas de flores amontonadas en toda la sala, los lamentos por la pérdida de aquel cuadro excepcional, tan joven, el discurso de despedida de duelo, tan emocionante y cargado de adjetivos generosos, adoloridos. Dejó caer el cigarro en el cenicero y caminó hasta la puerta de la sala D. Como un cazador furtivo, acercó lentamente la cara al cristal de la puerta y observó la sala casi vacía que había adivinado: la madre de Rafael, un pañuelo contra la nariz, 11oraba rodeada de un grupo de vecinas; allí estaban las dos que lavaban el domingo por la mañana, una de ellas tenía entre las suyas la mano de la anciana y le hablaba al oído: para todas ellas el fracaso de Rafael era de algún modo su propio fracaso y el desenlace de un destino trágico que el muchacho trató de burlar. Tamara estaba frente a su suegra, y el Conde apenas le veía la mitad de la espalda y los crespos artificiales e indomables de su pelo. Tenía los hombros tranquilos, quizás dejaba caer un par de lágrimas silenciosas. A dos sillas de ella, también de espaldas a la puerta, había otra mujer que el Conde trataba de identificar. Parecía joven, el corte de pelo mostraba la nuca, los hombros altos, la piel del brazo visible era tersa, y entonces la mujer miró hacia Tamara y le ofreció su perficlass="underline" Zaida, la reconoció, y admitió su decidida fidelidad. Siete mujeres, una sola compañera de trabajo. Y, al fondo, el ataúd tapiado, forrado de tela gris, insólitamente desnudo mientras esperaba las flores que siempre demoraban para un velorio común. Iba a ser un entierro muy triste, pensó otra vez y salió a la calle.
Buscó un cigarro en el bolsillo del jacket, tenía una sed profunda y vio, en la acera de enfrente, mientras buscaba una brecha en el tráfico, a Miki Cara de Jeva, y deseó saber por qué venía al velorio. Pero sintió que ya era demasiado para él y apretó el paso para subir por la calle lateral, mientras, sin quererlo, se puso a cantarStrawberry fields, for ever, dan, dan, dan…
El Flaco Carlos miró el vaso como si no entendiera por qué estaba vacío. A partir del cuarto o quinto trago solía sucederle eso, y el Conde sonrió. Habían despachado ya media botella de ron y no podían espantarse la tristeza. El Flaco había pedido ir al velorio y el Conde se negó a llevarlo, qué tienes que buscar tú allí, no seas morboso, lo acusó, y su amigo le prohibió entonces que pusiera música en la grabadora. El Flaco sentía el respeto por la muerte de los que saben que pronto van a morir, y decidieron ahogar en ron los malos recuerdos, los pensamientos fatales, las ideas funestas. Pero las muy cabronas saben nadar, pensó el Conde.
– ¿Y qué vas a hacer con Tamara, tú? -preguntó el Flaco cuando el vaso recuperó el peso adecuado.
– No sé, bestia, no sé. Eso no va a funcionar y tengo miedo de enamorarme.
– ¿Por qué, tú?, ¿por qué?
– Por lo que puede venir después. No me gusta sufrir por gusto, así que sufro por adelantado y ya.
– Siempre te lo dije, eres un sufridor.
– No es tan fácil, de verdad que no -dijo, y terminó su trago. Dejó el vaso sobre la mesita de centro-. Tengo que irme, mañana hay que hacer el informe.
– ¿Y me vas a dejar casi medio litro? ¿Y no vas a comer? ¿Tú quieres que a la vieja Josefina le dé un berrinche? No, salvaje, no, que después soy yo el que la tiene que aguantar diciendo que si tú no te alimentas, que qué flaco estás y que yo soy el malo que te pone a tomar ron, y que tienes que cuidarte más, y que cuándo vas a casarte con una muchacha buena, oye eso, y a tener un hijo. Y hoy yo no estoy para eso, tú, ya tengo bastante cabrón el día.
El Conde sonrió, pero tenía deseos de llorar. Miró por encima de la cabeza de su amigo y vio la pared, y vio elaffiche descolorido de Rolling Stones y Mig Jagger con sus dientes de caballo; la foto tomada en los quince de la hermana del Conejo, Pancho sonriendo, el Conejo tratando de no reír y el Flaco peinado especialmente para la fiesta, el cerquillo que escondía en el Pre tirado sobre las cejas y los ojos casi cerrados, pasándole un brazo sobre los hombros a Mario Conde, con aquella cara de susto, hermanos desde siempre; las medallas leves y de colores falsos que el Flaco acumuló cuando era muy flaco y pelotero; la ya casi invisible etiqueta de Havana Club que alguien, muchos años atrás, había pegado en el espejo en el curso de una torrencial borrachera y que el Flaco decidió conservar para siempre en el mismo sitio. Aquélla era también una pared triste.