– ¿Has pensado alguna vez, Flaco, por qué tú y yo somos socios…?
– Porque un día en el Pre te presté una cuchilla. Oye, no le des más vueltas a la vida, es así y pal carajo. -Pero también podía ser distinta.
– Mentira, salvaje, mentira. Eso es cuento de caminos. No me hagas hablar más, coño, pero te voy a decir una cosa: el que nace pa tarrú del cielo le caen los tarros y la bala que está pa uno le parte la vida. No quieras cambiar lo que no se puede cambiar. No jodas más. Dame un poco de ron, anda.
– Alguna vez voy a escribir sobre eso, te lo juro -dijo el Conde y sirvió dos líneas abundantes en el vaso de su amigo.
– Eso es lo que tienes que hacer, ponerte a rayar y no pensarlo más. La próxima vez que quieras hablar del tema me lo das por escrito, ¿está bien?
– Cualquier día te mando a templar, Flaco.
– Vaya, ¿a qué viene ahora eso?
Mario Conde miró su vaso y puso la cara del Flaco de cómo es que está vacío, pero no se atrevió.
– Nada, no me hagas caso -dijo, porque pensó que algún día no podría conversar con el Flaco, decirle mi hermano, bestia, asere, y comentarle que vivir era la profesión más difícil del mundo.
– Oye, tú, ¿y por fin dónde metió el otro la maleta con la plata?
– Se acobardó y la tiró al mar.
– ¿Con tantos billetes?
– Dice que con todos los billetes.
– Qué mierda, ¿no?
– Qué mierda, sí. Me siento rarísimo. Quería encontrar a Rafael, ya casi me daba igual vivo que muerto, y ahora que apareció es como si quisiera desaparecerlo de nuevo. No quiero pensar en él, pero no me lo puedo quitar de la cabeza y tengo miedo de que esto dure mucho. ¿Cómo se sentirá Tamara?, ¿eh?
– Mira, pon música -propuso el Flaco-, pon música si quieres.
– ¿Qué te gustaría oír?
– ¿Los Beatles?
– ¿Chicago?
– ¿Fórmula V?
– ¿Los Pasos?
– ¿Credence?
– Anjá, Credence -fue el acuerdo, y oyeron la voz compacta de Tom Foggerty y las guitarras de Credence Clearwater Revival.
– Sigue siendo la mejor versión deProud Mary.
– Eso ni se discute.
– Canta como si fuera un negro, oye eso.
– Canta como Dios, qué coño.
– Arriba, muchachos, que no sólo de música vive el hombre. Vamos a comer -dijo Josefina desde la puerta, estaba quitándose el delantal y el Conde se preguntó cuántas veces en la vida iba a oír aquel llamado de la selva que los hermanaba a los tres alrededor de una mesa insólita que Josefina luchaba cada día para armar. El mundo iba a ser difícil sin ella, se dijo.
– Recite el menú, señora -pidió el Conde, ubicándose ya tras el sillón de ruedas.
– Bacalao a la vizcaína, arroz blanco, sopa polaca de champiñones mejorada por mí con acelga, menudos de pollo y salsa de tomate, los plátanos maduros fritos y ensalada de berro, lechuga y rábano.
– ¿Y de dónde tú sacas todo eso, José?
– Mejor ni averigües, Condesito. Oye, me dejan un traguito de ron. Hoy me siento así, no sé, contenta.
– Es todo suyo -le ofreció un trago el Conde y pensó: Cómo la quiero, coño.
Esto es un cuarto vacío, dijo, y respiró el olor profundo y consistente de la soledad. Ahí está una cama vacía, pensó y vio las formas misteriosas de las sábanas revueltas que nadie se ocupaba de alisar. Encendió la luz y la soledad le golpeó los ojos.Rufino daba vueltas de tío-vivo en la redondez de su pecera. No te me canses, Rufino, le dijo y empezó a desvestirse. Dejó el jacket sobre la silla, lanzó la camisa hacia la cama, puso la pistola sobre el jacket y, después de quitarse los zapatos empujándolos con los pies, abandonó el jean en el piso.
Caminó hacia la cocina y preparó la cafetera con los últimos restos de polvo que encontró en un sobre. Lavó el termo, después de botar el café blanco y fétido que olvidara allí la mañana de un día anterior que le resultaba decididamente remoto. Aprovechó el reflejo de su rostro en la ventana para comprobar otra vez su anunciada calvicie, y luego abrió la hoja hacia la tranquilidad nocturna del barrio y pensó que también podía ser una noche inmejorable para sentarse bajo el farol de la esquina a jugar unas datas de dominó, protegidos por un buen abrigo de aguardiente. Sólo que hacía ya mucho tiempo que nadie se reunía allí, ni siquiera una noche como ésa, para jugar dominó y tragar alcoholes baratos. Ya no nos parecemos ni a nosotros mismos, porque nosotros, los de entonces, nunca volveremos a ser los mismos, se dijo y se preguntó cuándo llamaría a Tamara. Me mata la soledad, y endulzó el café y se sirvió una taza gigante de amanecer mientras le daba fuego al inevitable cigarro.
Regresó al cuarto y desde la cama miró a Rufino. El pez peleador se había detenido y parecía mirarlo a él también.
– Mañana te echo comida -le dijo.
Abandonó la taza vacía sobre la mesa de noche marcada por otras tazas abandonadas, y fue hasta la montaña de libros que esperaban su turno de lectura sobre una banqueta. Recorrió los lomos con el dedo, buscando un título o autor que lo entusiasmara y desistió a mitad de camino. Estiró la mano hacia el librero y escogió el único libro que nunca había acumulado polvo. «Que sea muy escuálido y conmovedor», repitió en voz alta, y leyó la historia del hombre que conoce todos los secretos del pez plátano y quizás por eso se mata, y se durmió pensando que, por la genialidad apacible de aquel suicidio, aquella historia era pura escualidez.
Mantilla, julio 1990 – enero 1991
Leonardo Padura