Todos miraron a Bosch como si acabara de eructar en un baile de sociedad.
– ¿Por qué no vamos a tomarnos otro café, Harry? -sugirió Felton.
– No me apetece.
– Acompáñame de todos modos.
Felton apoyó la mano en el hombro de Bosch y lo condujo de vuelta al cuartel. Sobre la encimera de la cocina había un termo de café y Felton se sirvió un poco antes de hablar.
– Harry, tiene que apoyarnos. Ésta es una gran oportunidad para usted y para nosotros.
– Ya lo sé, pero no quiero pifiarla. ¿No podemos esperar un poco hasta estar seguros de lo que tenemos? Éste es mi caso, pero usted sigue llevando las riendas.
– Pensaba que ya estábamos de acuerdo.
– Yo también lo pensaba, pero ya veo que no pinto nada.
– Mire, vamos a entrar, registraremos la casa de ese tío y lo interrogaremos. Si no es su hombre, le aseguro que nos llevará hasta él y, de paso, nos conducirá hasta Joey. Vamos, venga con nosotros y alegre esa cara.
Felton le dio una palmada en la espalda y volvió al aparcamiento. Bosch lo siguió al cabo de unos segundos. Sabía que se quejaba sin razón; cuando se encuentran las huellas de alguien en un cadáver, se le arresta y punto. Los detalles se trabajan después. Sin embargo, a Bosch le molestaba ser un mero observador; él también quería manejar el cotarro, pero en medio de aquel desierto se sentía como un pez fuera del agua, dando coletazos sobre la arena. Sabía que debía llamar a Billets, pero ya era demasiado tarde para que ella pudiera hacer algo. Además, no le hacía ninguna gracia admitir que el caso se le había escapado de las manos.
Salir del cuartel fue como meterse en un horno.
– De acuerdo, ya estamos todos -anunció Felton, al ver que ya había llegado el coche patrulla con los dos hombres de uniforme-. Vamos a por ese cabrón.
En menos de cinco minutos llegaron a la casa de Goshen, un edificio que se alzaba sobre la tierra árida de Desert View Avenue. Era grande, pero no demasiado ostentosa y los únicos detalles fuera de lo ordinario eran el muro de cemento y la verja que rodeaba la gran finca. Resultaba curioso que, pese a estar en medio de la nada, el propietario hubiera sentido la necesidad de fortificar la casa.
Los policías aparcaron en la esquina de la calle y salieron de sus coches. Baxter venía preparado; del maletero de su Caprice sacó dos escaleras plegables para franquear el muro. El primero en subir fue Iverson. Cuando llegó arriba, colocó la segunda escalera al otro lado de la pared, pero dudó un momento antes de descender.
– ¿Hay perros?
– No -repuso Baxter-. Lo he comprobado esta mañana.
Iverson bajó y los demás lo siguieron. Mientras esperaba su turno, Bosch se volvió y vio las luces del Strip a varios kilómetros de distancia. El sol parecía una bola de neón rojo y el aire ya no era cálido, sino sofocante y más áspero que el papel de lija. Bosch recordó el lápiz de labios de manteca de cacao que había comprado en la tienda del hotel, pero no quiso usarlo delante de aquellos desconocidos.
Después de escalar el muro y reunirse con los demás, Harry consultó su reloj. Eran casi las nueve, pero la casa parecía deshabitada. No había movimiento, ni ruido, ni luces, ni nada. Las cortinas estaban echadas en todas las habitaciones.
– ¿Estás seguro de que Goshen está en casa? -Bosch le susurró a Baxter.
– Sí -contestó éste sin bajar la voz-. Yo he entrado hacia las seis y el capó del Corvette aún estaba caliente. Acababa de llegar, así que ahora estará durmiendo. Las nueve de la mañana para este tío son como las cuatro de la madrugada para la gente normal.
Bosch dirigió la mirada hacia el Corvette y se acordó de haberlo visto la noche anterior. Al mirar un poco más allá, se dio cuenta de que todo el terreno estaba cubierto de un césped verde brillante, como una toalla gigantesca extendida sobre la arena del desierto. Mantenerlo debía de costarle un ojo de la cara.
Harry en seguida volvió a la realidad cuando Iverson abrió la puerta principal de una patada. Los agentes desenfundaron sus pistolas y siguieron a Iverson por el oscuro vestíbulo del edificio gritando las consignas habituales: «¡Policía!», «¡No se muevan!». Bosch, que se guiaba por los destellos de las linternas, siguió al grupo por un pasillo situado a su izquierda. De pronto, se oyeron unos gritos femeninos y unos segundos después Harry vio una luz al fondo del pasillo.
Al llegar allí, se encontró a Iverson arrodillado sobre una gran cama de matrimonio con el cañón corto de una Smith & Wesson a medio palmo de la cara de Luke Goshen. El hombre corpulento que Bosch había conocido unas horas antes se había tapado con unas sábanas de satén negro y aparentaba absoluta tranquilidad. A Bosch le recordó el rostro sereno de Magic Johnson antes de un tiro libre decisivo. Goshen incluso se permitió el lujo de echar un vistazo al espejo del techo para admirar la escena.
Las que no se habían calmado eran las dos mujeres, que estaban de pie a ambos lados de la cama, completamente desnudas e histéricas. Su desnudez no parecía importarles; tenían demasiado miedo. Finalmente Baxter las acalló con un fuerte grito:
– ¡Basta!
El silencio tardó unos segundos en calar. Durante ese tiempo nadie se movió y Bosch no apartó la vista de Goshen: el único peligro en la habitación. Entonces oyó que los otros policías, que se habían separado para registrar la casa, entraban en el dormitorio y se situaban detrás de él y los dos agentes de uniforme.
– Date la vuelta, Luke -ordenó Iverson-. Y vosotras vestíos. ¡A la voz de ya!
Una de las mujeres intervino:
– ¡No pueden…!
– ¡Calla y vístete! -la interrumpió Iverson-. O, si quieres, te llevamos así.
– No pienso ir…
– ¡Randy! -exclamó Goshen, con una voz cavernosa como el cañón de una pistola-. Cierra la boca y vístete. No van a llevarte a ningún sitio. Ni a ti tampoco, Harm.
Todos los hombres menos Goshen miraron automáticamente a la mujer que él había llamado Harm. Era un chica de unos cuarenta kilos de peso, con el pelo claro, pechos como tacitas de café y un arito de oro en los pliegues de la vagina. En su rostro, el pánico eclipsaba cualquier posible rastro de belleza.
– Harmony -aclaró ella con un susurro.
– Muy bien, Harmony, vístete -repitió Felton-. Las dos daos la vuelta y vestíos.
– Pásales la ropa y que salgan de aquí -dijo Iverson.
Harmony, que estaba poniéndose unos tejanos, se detuvo y miró a los detectives.
– Bueno, ¿en qué quedamos? -preguntó Randy, indignada-. ¡A ver si os aclaráis!
Bosch reconoció a Randy. Era la bailarina de la noche anterior.
– ¡Sacadlas de aquí! -gritó Iverson-. ¡Venga!
Los agentes de uniforme se acercaron para acompañar a las mujeres desnudas.
– Ya vamos -chilló Randy-. Y no me toquéis.
Iverson destapó a Goshen de un tirón y comenzó a esposarle las manos a la espalda. Fue entonces cuando Bosch vio que llevaba el pelo recogido en una trenza, un dato que se le había pasado por alto la noche anterior.